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La palabra lece
Cómo se escribe

Comó se escribe lece o leche?

Cual es errónea Leche o Lece?

La palabra correcta es Leche. Sin Embargo Lece se trata de un error ortográfico.

La falta ortográfica detectada en la palabra lece es que se ha eliminado o se ha añadido la letra h a la palabra leche

Más información sobre la palabra Leche en internet

Leche en la RAE.
Leche en Word Reference.
Leche en la wikipedia.
Sinonimos de Leche.

Errores Ortográficos típicos con la palabra Leche

Cómo se escribe leche o lece?

Reglas relacionadas con los errores de h

Las Reglas Ortográficas de la H

Regla 1 de la H Se escribe con h todos los tiempos de los verbos que la llevan en sus infinitivos. Observa estas formas verbales: has, hay, habría, hubiera, han, he (el verbo haber), haces, hago, hace (del verbo hacer), hablar, hablemos (del verbo hablar).

Regla 2 de la H Se escriben con h las palabras que empiezan con la sílaba hum- seguida de vocal. Observa estas palabras: humanos, humano.

Se escriben con h las palabras que empiezan por hue-. Por ejemplo: huevo, hueco.

Regla 3 de la H Se escriben con h las palabra que empiezan por hidro- `agua', hiper- `superioridad', o `exceso', hipo `debajo de' o `escasez de'. Por ejemplo: hidrografía, hipertensión, hipotensión.

Regla 4 de la H Se escriben con h las palabras que empiezan por hecto- `ciento', hepta- `siete', hexa- `seis', hemi- `medio', homo- `igual', hemat- `sangre', que a veces adopta las formas hem-, hemo-, y hema-, helio-`sol'. Por ejemplo: hectómetro, heptasílaba, hexámetro, hemisferio, homónimo, hemorragia, helioscopio.

Regla 5 de la H Los derivados de palabras que llevan h también se escriben con dicha letra.

Por ejemplo: habilidad, habilitado e inhábil (derivados de hábil).

Excepciones: - óvulo, ovario, oval... (de huevo)

- oquedad (de hueco)

- orfandad, orfanato (de huérfano)

- osario, óseo, osificar, osamenta (de hueso)


Mira que burrada ortográfica hemos encontrado con la letra h


El Español es una gran familia

Algunas Frases de libros en las que aparece leche

La palabra leche puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 84
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Entraba de nuevo en funciones para desarrollar una segunda industria: después de las hortalizas, la leche. ...

En la línea 101
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Era su marcha una enrevesada peregrinación por las calles, deteniéndose ante las puertas cerradas; un aldabonazo aquí, tres y repique más allá, y siempre, a continuación, el grito estridente y agudo, que parecía imposible pudiese surgir de su pobre y raso pecho: ¡La lleeet! (¡La leche!). ...

En la línea 102
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Jarro en mano, bajaba la criada desgreñada, en chancletas, con los ojos hinchados, a recibir la leche, o la vieja portera, todavía con la mantilla que se había puesto para ir a la misa del alba. ...

En la línea 154
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Sube pronto la leche. ...

En la línea 1350
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... --No--contestaban otros,--es la mezmízima leche de la Mare e Dió... ...

En la línea 2373
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Prendieron a su reverencia, trajéronle a Córdoba, y seguramente le habrían metido en la cárcel común por carlista si yo no hubiera salido fiador suyo, poniendo que no se marcharía de aquí y se presentaría cuando le llamaran a responder de los cargos aportados contra él; y en mi casa está, aunque no pueda llamarle mi huésped, pues no gano nada con él: toda su comida, que se reduce a unos pocos huevos, un poco de leche y pan, se la traen a diario del pueblo. ...

En la línea 3102
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Por fortuna, pude adquirir un jarro grande de leche, porque las vacas abundaban; muchas de ellas pastaban en un pintoresco valle que acabábamos de atravesar, bien poblado de hierba y de árboles, con un arroyuelo cortado por pequeñas cascadas. ...

En la línea 3103
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Tendría el jarro hasta una azumbre de leche, y en pocos minutos lo apuré, pues aunque tenía perdido el apetito, la fiebre me abrasaba de sed. ...

En la línea 4637
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... En resolución, todos los poetas antiguos escribieron en la lengua que mamaron en la leche, y no fueron a buscar las estranjeras para declarar la alteza de sus conceptos. ...

En la línea 4645
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Pero, a la mitad desta plática, Sancho, por no ser muy de su gusto, se había desviado del camino a pedir un poco de leche a unos pastores que allí junto estaban ordeñando unas ovejas; y, en esto, ya volvía a renovar la plática el hidalgo, satisfecho en estremo de la discreción y buen discurso de don Quijote, cuando, alzando don Quijote la cabeza, vio que por el camino por donde ellos iban venía un carro lleno de banderas reales; y, creyendo que debía de ser alguna nueva aventura, a grandes voces llamó a Sancho que viniese a darle la celada. ...

En la línea 4657
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Pues en verdad que esta vez han dado salto en vago, que yo confío en el buen discurso de mi señor, que habrá considerado que ni yo tengo requesones, ni leche, ni otra cosa que lo valga, y que si la tuviera, antes la pusiera en mi estómago que en la celada. ...

En la línea 6116
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Dime, valeroso joven, que Dios prospere tus ansias, si te criaste en la Libia, o en las montañas de Jaca; si sierpes te dieron leche; si, a dicha, fueron tus amas la aspereza de las selvas y el horror de las montañas. ...

En la línea 2286
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... ando por la tarde bajé del monte encontré a un hombre al cual le había hecho un regalillo por la mañana: me trae bananas asadas calientitas, una piña y varias nueces de coco. conozco nada más deliciosamente refrescante que la leche de una nuez de coco después de un paseo largo bajo un sol ardiente ...

En la línea 2622
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... s indígenas piden prestados a los arrendatarios de las fincas los perros, que éstos dan con gusto, obsequiándoles, además, con los desperdicios de los animales que pueden matar y algunas gotas de leche; por este medio van penetrando pacíficamente cada vez más adelante en el interior de las tierras. ...

En la línea 2814
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... r regla general, crecen los cocoteros a cierta distancia unos de otros; pero aquí crecen los jóvenes a la sombra de sus inmensos padres y forman los más umbrosos retiros. Ԭo aquellos que hayan tenido la fortuna de probarlo, saben cuán delicioso es descansar a la sombra de estos árboles y beber la fresca y agradable leche del coco ...

En la línea 10696
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Sentía, medio dormida, a la hora de amanecer sobre todo, palpitaciones de las entrañas que eran agradable cosquilleo; otras veces, como si por sus venas corriese arroyo de leche y miel, se le figuraba que el sentido del gusto, de un gusto exquisito, intenso, se le había trasladado al pecho, más abajo, mejor, no sabía dónde, no era en el estómago, era claro pero tampoco en el corazón, era en el medio. ...

En la línea 14077
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... —Ha de estar cerca de Vetusta para que Benítez pueda hacernos frecuentes visitas y para trasladar a Ana pronto a la ciudad en caso de apuro; ha de ser bastante cómoda, amena, ofrecer un paisaje alegre, tener cerca agua corriente, yerba fresca, leche de vacas. ...

En la línea 218
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... - ¡Cuantas palabras -dijo al extinguirse su risa-, cuantas palabras para describirme un revolver! ¡Pero si yo conozco eso tan bien como usted!… Las gentes que hoy han visto el suyo (los cargadores y los marineros) seguramente que no saben lo que es; pero para nosotros, las personas estudiosas, esa máquina del tubo grande y de los seis tubos con sus cápsulas explosivas resulta una verdadera antigualla. Además, la consideramos repugnante e indigna de todo recuerdo. No intente, gentleman, deslumbrarnos con sus descubrimientos. Aquí sabemos más que usted. Prescinda de nuevas observaciones y acuéstese prontito a tomar su leche. ...

En la línea 219
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... El americano tuvo que obedecer, avergonzado de su derrota. Las vacas, en fila incesante, subían y bajaban por una dobla rampa situada junto a la bomba. Cuando estaban en lo alto, al lado de la boca del receptáculo, los siervos forzudos las ordeñaban rápidamente con un aparato, arrojando la leche en el interior del enorme vaso de metal. Varios hombres tomaron el doble balancín del pistón para subirlo y bajarlo, impeliendo el líquido del interior. Mientras tanto, otros de los siervos desnudos desarrollaban los flexibles anillos de una manga de riego ajustada a la bomba. ...

En la línea 221
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Gillespie obedeció, e inmediatamente le introdujeron entre los labios una barra de metal ampliamente perforada, de la que surgía un chorro de leche más grueso que el brazo musculoso de cualquiera de aquellos atletas. Gillespie bebió durante mucho tiempo este hilillo de liquido dulzón, algo más claro que la leche de otros países. ...

En la línea 221
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Gillespie obedeció, e inmediatamente le introdujeron entre los labios una barra de metal ampliamente perforada, de la que surgía un chorro de leche más grueso que el brazo musculoso de cualquiera de aquellos atletas. Gillespie bebió durante mucho tiempo este hilillo de liquido dulzón, algo más claro que la leche de otros países. ...

En la línea 428
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Las de Santa Cruz no llamaban la atención en el teatro, y si alguna mirada caía sobre el palco era para las pollas colocadas en primer término con simetría de escaparate. Barbarita solía ponerse en primera fila para echar los gemelos en redondo y poder contarle a Baldomero algo más que cosas de decoraciones y del argumento de la ópera. Las dos hermanas casadas, Candelaria y Benigna, iban alguna vez, Jacinta casi siempre; pero se divertía muy poco. Aquella mujer mimada por Dios, que la puso rodeada de ternura y bienandanzas en el lugar más sano, hermoso y tranquilo de este valle de lágrimas, solía decir en tono quejumbroso que no tenía gusto para nada. La envidiada de todos, envidiaba a cualquier mujer pobre y descalza que pasase por la calle con un mamón en brazos liado en trapos. Se le iban los ojos tras de la infancia en cualquier forma que se le presentara, ya fuesen los niños ricos, vestidos de marineros y conducidos por la institutriz inglesa, ya los mocosos pobres, envueltos en bayeta amarilla, sucios, con caspa en la cabeza y en la mano un pedazo de pan lamido. No aspiraba ella a tener uno solo, sino que quería verse rodeada de una serie, desde el pillín de cinco años, hablador y travieso, hasta el rorró de meses que no hace más que reír como un bobo, tragar leche y apretar los puños. Su desconsuelo se manifestaba a cada instante, ya cuando encontraba una bandada que iba al colegio, con sus pizarras al hombro y el lío de libros llenos de mugre, ya cuando le salía al paso algún precoz mendigo cubierto de andrajos, mostrando para excitar la compasión sus carnes sin abrigo y los pies descalzos, llenos de sabañones. Pues como viera los alumnos de la Escuela Pía, con su uniforme galonado y sus guantes, tan limpios y bien puestos que parecían caballeros chiquitos, se los comía con los ojos. Las niñas vestidas de rosa o celeste que juegan a la rueda en el Prado y que parecen flores vivas que se han caído de los árboles; las pobrecitas que envuelven su cabeza en una toquilla agujereada; los que hacen sus primeros pinitos en la puerta de una tienda agarrándose a la pared; los que chupan el seno de sus madres mirando por el rabo del ojo a la persona que se acerca a curiosear; los pilletes que enredan en las calles o en el solar vacío arrojándose piedras y rompiéndose la ropa para desesperación de las madres; las nenas que en Carnaval se visten de chulas y se contonean con la mano clavada en la cintura; las que piden para la Cruz de Mayo; los talluditos que usan ya bastón y ganan premios en los colegios, y los que en las funciones de teatro por la tarde sueltan el grito en la escena más interesante, distrayendo a los actores y enfureciendo al público… todos, en una palabra, le interesaban igualmente. ...

En la línea 495
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... »Con que ya ven ustedes cómo así, a lo tonto a lo tonto, ha venido sobre mi asilo el pan de cada día. La suscripción fija creció tanto que al año pude tomar la casa de la calle de Alburquerque, que tiene un gran patio y mucho desahogo. He puesto una zapatería para que los muchachos grandecitos trabajen, y dos escuelas para que aprendan. El año pasado eran sesenta y ya llegan a ciento diez. Se pasan apuros; pero vamos viviendo. Un día andamos mal y al otro llueven provisiones. Cuando veo la despensa vacía, me echo a la calle, como dicen los revolucionarios, y por la noche ya llevo a casa la libreta para tantas bocas. Y hay días en que no les falta su extraordinario, ¿qué creían ustedes? Hoy les he dado un arroz con leche, que no lo comen mejor los que me oyen. Veremos si al fin me salgo con la mía, que es un grano de anís, nada menos que levantarles un edificio de nueva planta, un verdadero palacio con la holgura y la distribución convenientes, todo muy propio, con departamento de esto, departamento de lo otro, de modo que me quepan allí doscientos o trescientos huérfanos, y puedan vivir bien y educarse y ser buenos cristianos». ...

En la línea 841
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Los dos aludidos, mostrando al sonreír sus dientes blancos como la leche y sus labios más rojos que cerezas entre el negro que los rodeaba, contestaron que sí con sus cabezas de salvaje. Empezaban a sentirse avergonzados y no sabían por dónde tirar. En el mismo instante salió una mujeraza de la puerta más próxima, y agarrando a una de las niñas embadurnadas, le levantó las enaguas y empezó a darle tal solfa en salva la parte, que los castañetazos se oían desde el primer patio. No tardó en aparecer otra madre furiosa, que más que mujer parecía una loba, y la emprendió con otro de los mandingas a bofetada sucia, sin miedo a mancharse ella también. «Canallas, cafres, ¡cómo se han puesto!». Y al punto fueron saliendo más madres irritadas. ¡La que se armó! Pronto se vieron lágrimas resbalando sobre el betún, llanto que al punto se volvía negro. «Te voy a matar, grandísimo pillo, ladrón… ». Estos son los condenados charoles que usa la señá Nicanora. Pero, ¡re—Dios!, señá Nicanora, ¿para qué deja usté que las criaturas… ?». ...

En la línea 1139
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Ya te veo venir: que el Pituso es de la propia sangre de los señores de Santa Cruz. Podrá ser, y podrá no ser… Ahora mismo nos vamos a contarle el caso al marido de mi amiga, que es hombre de mucha influencia y se tutea con Pi y almuerza con Castelar y es hermano de leche de Salmerón… Él verá lo que hace. Si el niño es suyo, te lo quitará; y si no lo es, ayúdame a sentir. En este caso, pedazo de bárbaro, ni dinero, ni portería, ni nada. ...

En la línea 282
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –Todos somos expósitos, Domingo. Trae leche. ...

En la línea 283
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... Le trajo la leche y una pequeña esponja para facilitar la succión. Luego hizo Augusto que se le trajera un biberón para el cachorrillo, para Orfeo, que así le bautizó, no se sabe ni sabía él tampoco por qué. ...

En la línea 373
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... «¡Ay, Orfeo! –decía ya en su casa Augusto, dándole la leche a aquel–. ¡Ay, Orfeo! Di el gran paso, el paso decisivo; entré en su hogar, entré en el santuario. ¿Sabes lo que es dar un paso decisivo? Los vientos de la fortuna nos empujan y nuestros pasos son decisivos todos. ¿Nuestros? ¿Son nuestros esos pasos? Caminamos, Orfeo mío, por una selva enmarañada y bravía, sin senderos. El sendero nos lo hacemos con los pies según caminamos a la ventura. Hay quien cree seguir una estrella; yo creo seguir una doble estrella, melliza. Y esa estrella no es sino la proyección misma del sendero al cielo, la proyección del azar. ...

En la línea 1076
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –Y no es todo. Don Valentín ordenó que no se le diese al enfermo más que leche, y de esta poquita de cada vez, pero doña Sinfo decía a otro huésped: «¡Quiá! ¡yo le doy de todo lo que me pida! ¡A qué quitarle sus gustos si ha de vivir tan poco… !» Y luego ordenó que le diese unas ayudas, y ella decía: «¿Unas ayudas? ¡Uf, qué asco! ¿A ese tío carcamal? ¡Yo, no, yo no! ¡Si hubiese sido a alguno de los otros dos, a los que quería, con los que me casé por mi gusto! Pero ¿a este?, ¿unas ayudas? ¿Yo? ¡Como no… !» ...

En la línea 1234
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Sin reparar en tan bellas muestras de la flora papuasiana, el canadiense abandonó lo agradable orlío útil, alver un cocotero. Abatió rápidamente algunos e sus frutos, los abrió y entonces bebimos su leche y comim s su almendra con una satisfacción que parecía expresar una protesta contra la dieta del Nautilus. ...

En la línea 1676
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... El 27 de enero, a la entrada del vasto golfo de Bengala, pudimos ver en varias ocasiones el siniestro espectáculo de cadáveres flotantes. Eran los muertos de las ciudades de la India llevados a alta mar por la corriente del Ganges, ya devorados a medias por los buitres, los únicos sepultureros del país. Pero no faltaban allí escualos para ayudarles en su fúnebre tarea. Hacia las siete de la tarde, el Nautilus, navegando a flor de agua, se halló en medio de un mar blanquecino que se diría de leche. ...

En la línea 1678
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Conseil no podía dar crédito a sus ojos y me interrogó sobre las causas del singular fenómeno. -Es lo que se llama un mar de leche -le respondí-, una vasta extensión de olas blancas que puede verse frecuentemente en las costas de Amboine y en estos parajes. ...

En la línea 1679
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -Pero ¿puede decirme el señor cuál es la causa de este singular efecto? Porque no creo yo que el agua se haya transformado en leche. ...

En la línea 445
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... El señor Pumblechook y yo nos desayunamos a las ocho de la mañana en la trastienda, en tanto que su empleado tomaba su taza de té y un poco de pan con manteca sentado, junto a la puerta de la calle, sobre un saco de guisantes. La compañía del señor Pumblechook me pareció muy desagradable. Además de estar penetrado de la convicción de mi hermana de que me convenía una dieta mortificante y penitente y de que me dio tanto pan como era posible dada la poca manteca qua extendió en él, y de que me echó tal cantidad de agua caliente en la leche que mejor habría sido prescindir por completo de ésta, además de todo eso, la conversación del viejo no se refería más que a la aritmética. Como respuesta a mi cortés salutación de la mañana, me dijo, dándose tono: ...

En la línea 2008
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Aquélla era la primera vez que se abría una tumba en el camino de mi vida, y fue extraordinario el efecto que ello me produjo. Día y noche me asaltaba el recuerdo de mi hermana, sentada en su sillón junto al fuego de la cocina. Y el pensar que subsistiese esta última sin mi hermana me resultaba de difícil comprensión. Así como en los últimos tiempos apenas o nunca pensé en ella, a la sazón tenía la extraña idea de que iba a verla por la calle, viniendo hacia mí, o que de pronto llamaria a la puerta. También en mi vivienda, con la cual jamás estuvo mi hermana asociada, parecía reinar la impresión de la muerte y la sugestión perpetua del sonido de su voz, o de alguna peculiaridad de su rostro o de su figura, como si aún viviese y me hubiera visitado allí con frecuencia. Cualesquiera que hubieran podido ser mis esperanzas y mi fortuna, es dudoso que yo recordase a mi hermana con mucha ternura. Pero supongo que siempre puede existir cierto pesar aunque el cariño no sea grande. Bajo su influencia (y quizás ocupando el lugar de un sentimiento más tierno), sentí violenta indignación contra el criminal por cuya causa sufrió tanto aquella pobre mujer, y sin duda alguna, de haber tenido pruebas suficientes, hubiera perseguido vengativamente hasta el último extremo a Orlick o a cualquier otro. Después de escribir a Joe para ofrecerle mis consuelos, y asegurándole que no dejaría de asistir al entierro, pasé aquellos días intermedios en el curioso estado mental que ya he descrito. Salí temprano por la mañana y me detuve en El Jabalí Azul. con tiempo más que suficiente para dirigirme a la fragua. Otra vez corría el verano, y el tiempo era muy agradable mientras fui, paseando, hacia la fragua. Entonces recordé con la mayor precisión la época en que no era mas que un niño indefenso y mi hermana no me mimaba ciertamente. Pero lo recordé con mayor suavidad, que incluso hizo más llevadero el mismo recuerdo de «Tickler». Entonces el aroma de las habas y del trébol insinuaba en mi corazón que llegaría el 133 día en que sería agradable para mi memoria que otros, al pasear a la luz del sol, se sintieran algo emocionados al pensar en mí. Por fin llegué ante la casa, y vi que «Trabb & Co.» habían procedido a preparar el entierro, posesionándose de la casa. Dos personas absurdas y de triste aspecto, cada una de ellas luciendo una muletilla envuelta en un vendaje negro, como si tal instrumento pudiera resultar consolador para alguien, estaban situadas ante la puerta principal de la casa; en una de ellas reconocí a un postillón despedido de El Jabalí Azul por haber metido en un aserradero a una pareja de recién casados que hacían su viaje de novios, a consecuencia de una fenomenal borrachera que sufría y que le obligó a agarrarse con ambos brazos al cuello de su caballo para no caerse. Todos los muchachos del pueblo, y muchas mujeres también, admiraban a aquellos enlutados guardianes, contemplando las cerradas ventanas de la casa y de la fragua; cuando yo llegué, uno de los dos guardianes, el postillón, llamó a la puerta como dando a entender que yo estaba tan agobiado por la pena que ni siquiera me quedaba fuerza para hacerlo con mis propias manos. El otro enlutado guardián, un carpintero que en una ocasión se comió dos gansos por una apuesta, abrió la puerta y me introdujo en la sala de ceremonia. Allí, el señor Trabb había tomado para sí la mejor mesa, provisto de los necesarios permisos, y corría a su cargo una especie de bazar de luto, ayudándose de regular cantidad de alfileres negros. En el momento de mi llegada acababa de poner una gasa en el sombrero de alguien, con los extremos de aquélla anudados y muy largos, y me tendió la mano pidiéndome mi sombrero; pero yo, equivocándome acerca de su intento, le estreché la mano que me tendía con el mayor afecto. El pobre y querido Joe, envuelto en una capita negra atada en el cuello por una gran corbata del mismo color, estaba sentado lejos de todos, en el extremo superior de la habitacion, lugar en donde, como presidente del duelo, le había colocado el señor Trabb. Yo le saludé inclinando la cabeza y le dije: - ¿Cómo estás, querido Joe? - ¡Pip, querido amigo! - me contestó -. Usted la conoció cuando todavía era una espléndida mujer. Luego me estrechó la mano y guardó silencio. Biddy, modestamente vestida con su traje negro, iba de un lado a otro y se mostraba muy servicial y útil. En cuanto le hube dicho algunas palabras, pues la ocasión no permitía una conversación más larga, fui a sentarme cerca de Joe, preguntándome en qué parte de la casa estaría mi hermana. En la sala se percibía el débil olor de pasteles, y miré alrededor de mí en busca de la mesa que contenía el refresco; apenas era visible hasta que uno se había acostumbrado a aquella penumbra. Vi en ella un pastel de manzanas, ya cortado en porciones, y también naranjas, sandwichs, bizcochos y dos jarros, que conocía muy bien como objetos de adorno, pero que jamás vi usar en toda mi vida. Uno de ellos estaba lleno de oporto, y el otro, de jerez. Junto a la mesa distinguí al servil Pumblechook, envuelto en una capa negra y con el lazo de gasa en el sombrero, cuyos extremos eran larguísimos; alternativamente se atracaba de lo lindo y hacía obsequiosos movimientos con objeto de despertar mi atención. En cuanto lo hubo logrado, vino hacia mí, oliendo a jerez y a pastel y, con voz contenida, dijo: - ¿Me será permitido, querido señor… ? Y, en efecto, me estrechó las manos. Entonces distinguí al señor y a la señora Hubble, esta última muy apenada y silenciosa en un rincón. Todos íbamos a acompañar el cadáver y, por lo tanto, antes Trabb debía convertirnos separadamente, a cada uno de nosotros, en ridículos fardos de negras telas. - Le aseguro, Pip - murmuró Joe cuando ya estábamos «formados», según decía el señor Trabb, de dos en dos, en el salón, lo cual parecía una horrible preparación para una triste danza, - le aseguro, caballero, que habría preferido llevarla yo mismo a la iglesia, acompañado de tres o cuatro amigos que me habrían prestado con gusto sus corazones y sus brazos; pero se ha tenido en cuenta lo que dirian los vecinos al verlo, temiendo que se figuraran que eso era una falta de respeto. - ¡Saquen los pañuelos ahora! - gritó el señor Trabb en aquel momento con la mayor seriedad y como si dirigiese el ejercicio de algunos reclutas -. ¡Fuera pañuelos! ¿Estamos? Por consiguiente, todos nos llevamos los pañuelos a la cara, como si nos sangrasen las narices, y salimos de dos en dos. Delante íbamos Joe y yo; nos seguían Biddy y Pumblechook, y, finalmente, iban el señor y la señora Hubble. Los restos de mi pobre hermana fueron sacados por la puerta de la cocina, y como era esencial en la ceremonia del entierro que los seis individuos que transportaban el cadáver anduvieran envueltos en una especie de gualdrapas de terciopelo negro, con un borde blanco, el conjunto parecía un monstruo ciego, provisto de doce piernas humanas, cuyos pies intentaban dirigirse cada uno por su lado, bajo la guía de los dos guardias, o sea del postillón y de su camarada. 134 Sin embargo, la vecindad manifestaba su entera aprobación con respecto a aquella ceremonia y nos admiraron mucho mientras atravesábamos el pueblo. Los aldeanos más jóvenes y vigorosos hacían varias tentativas para dividir el cortejo, y hasta se ponían al acecho para interceptar nuestro camino en los lugares convenientes. En aquellos momentos, los más exaltados entre ellos gritaban con la mayor excitación en cuanto aparecíamos por la esquina inmediata: - ¡Ya están aquí! ¡Ya vienen! Cosa que a nosotros no nos alegraba ni mucho menos. En aquella procesión me molestó mucho el abyecto Pumblechook, quien, aprovechándose de la circunstancia de marchar detrás de mí, insistió durante todo el camino, como prueba de sus delicadas atenciones, en arreglar las gasas que colgaban de mi sombrero y en quitarme las arrugas de la capa. También mis pensamientos se distrajeron mucho al observar el extraordinario orgullo del señor y la señora Hubble, que se vanagloriaban enormemente por el hecho de ser miembros de tan distinguida procesión. Apareció ante nosotros la dilatada extensión de los marjales, y casi en seguida las velas de las embarcaciones que navegaban por el río; entramos en el cementerio, situándonos junto a las tumbas de mis desconocidos padres, «Philip Pirrip, último de su parroquia, y también Georgiana, esposa del anterior». Allí mi hermana fue depositada en paz, en la tierra, mientras las alondras cantaban sobre la tumba y el ligero viento la adornaba con hermosas sombras de nubes y de árboles. Acerca de la conducta del charlatán de Pumblechook mientras esto sucedía, no debo decir más sino que por entero se dedicó a mí y que, incluso cuando se leyeron aquellas nobles frases que recuerdan a la humanidad que no trajo consigo nada al mundo ni tampoco puede llevarse nada de éste, y le advierten, además, que la vida transcurre rápida como una sombra y nunca continua por mucho tiempo en esta morada terrena, yo le oí hacer en voz baja una reserva con respecto a un joven caballero que inesperadamente llegó a poseer una gran fortuna. Al regreso tuvo la desvergüenza de expresarme su deseo de que mi hermana se hubiese enterado del gran honor que yo le hacía, añadiendo que tal vez lo habría considerado bien logrado aun a costa de su muerte. Después de eso acabó de beberse todo nuestro jerez, mientras el señor Hubble se bebía el oporto, y los dos hablaron (lo cual, según he observado, es costumbre en estos casos) como si fuesen de otra raza completamente distinta de la de la difunta y notoriamente inmortales. Por fin, Pumblechook se marchó con el señor y la señora Hubble, para pasar la velada hablando del entierro, sin duda alguna, y para decir en Los Tres Alegres Barqueros que él era el iniciador de mi fortuna y el primer bienhechor que tuve en el mundo. En cuanto se hubieron marchado, y asi que Trabb y sus hombres (aunque no su aprendiz, porque le busqué con la mirada) hubieron metido sus disfraces en unos sacos que a prevención llevaban, alejándose a su vez, la casa volvió a adquirir su acostumbrado aspecto. Poco después, Biddy, Joe y yo tomamos algunos fiambres; pero lo hicimos en la sala de respeto y no en la antigua cocina. Joe estaba tan absorto en sus movimientos con el cuchillo, el tenedor, el salero y otros chismes semejantes, que aquello resulto molesto para todos. Pero después de cenar, en cuanto le hice tomar su pipa y en su compañia dimos una vuelta por la fragua, sentándonos luego en el gran bloque de piedra que había en la parte exterior, la cosa marcho mucho mejor. Observé que, después del entierro, Joe se cambió de traje, como si quisiera hacer una componenda entre su traje de las fiestas y el de faena, y en cuanto se hubo puesto este último, el pobre resultó más natural y volvió a adquirir su verdadera personalidad. Le complació mucho mi pregunta de si podría dormir en mi cuartito, cosa que a mí me pareció muy agradable, pues comprendí que había hecho una gran cosa tan sólo con dirigirle aquella petición. En cuanto se espesaron las sombras de la tarde, aproveché una oportunidad para salir al jardín con Biddy a fin de charlar un rato. -Biddy – dije, - creo que habrías podido escribirme acerca de estos tristes acontecimientos. - ¿Lo cree usted así, señor Pip? - replicó Biddy. - En realidad, le habría escrito si se me hubiera ocurrido. - Creo que no te figurarás que quiero mostrarme impertinente si te digo que deberías haberte acordado. - ¿De veras, señor Pip? Su aspecto era tan apacible y estaba tan lleno de compostura y bondad, y parecía tan linda, que no me gustó la idea de hacerla llorar otra vez. Después de mirar un momento sus ojos, inclinados al suelo, mientras andaba a mi lado, abandoné tal idea. - Supongo, querida Biddy, que te será difícil continuar aquí ahora. - ¡Oh, no me es posible, señor Pip! - dijo Biddy con cierto pesar pero con apacible convicción. - He hablado de eso con la señora Hubble, y mañana me voy a su casa. Espero que las dos podremos cuidar un poco al señor Gargery hasta que se haya consolado. - ¿Y cómo vas a vivir, Biddy? Si necesitas algo, di… 135 - ¿Que cómo voy a vivir? - repitió Biddy con momentáneo rubor -. Voy a decírselo, señor Pip. Voy a ver si me dan la plaza de maestra en la nueva escuela que están acabando de construir. Puedo tener la recomendación de todos los vecinos, y espero mostrarme trabajadora y paciente, enseñándome a mí misma mientras enseño a los demás. Ya sabe usted, señor Pip - prosiguió Biddy, sonriendo mientras levantaba los ojos para mirarme el rostro, - ya sabe usted que las nuevas escuelas no son como las antiguas. Aprendí bastante de usted a partir de entonces, y luego he tenido tiempo para mejorar mi instrucción. - Estoy seguro, Biddy, de que siempre mejorarás, cualesquiera que sean las circunstancias. - ¡Ah!, exceptuando en mí el lado malo de la naturaleza humana - murmuró. Tales palabras no eran tanto un reproche como un irresistible pensamiento en voz alta. Pero yo resolví no hacer caso, y por eso anduve un poco más con Biddy, mirando silenciosamente sus ojos, inclinados al suelo. - Aún no conozco detalles de la muerte de mi hermana, Biddy. -Poco hay que decir acerca de esto, ¡pobrecilla! A pesar de que últimamente había mejorado bastante, en vez de empeorar, acababa de pasar cuatro días bastante malos, cuando, una tarde, parecio ponerse mejor, precisamente a la hora del té, y con la mayor claridad dijo: «Joe». Como hacía ya mucho tiempo que no había pronunciado una sola palabra, corrí a la fragua en busca del señor Gargery. La pobre me indicó por señas su deseo de que su esposo se sentase cerca de ella y también que le pusiera los brazos rodeando el cuello de él. Me apresuré a hacerlo, y apoyó la cabeza en el hombro del señor Gargery, al parecer contenta y satisfecha. De nuevo dijo «Joe», y una vez «perdón» y luego «Pip». Y ya no volvió a levantar la cabeza. Una hora más tarde la tendimos en la cama, después de convencernos de que estaba muerta. Biddy lloró, y el jardín envuelto en sombras, la callejuela y las estrellas, que salían entonces, se presentaban borrosos a mis ojos. - ¿Y nunca se supo nada, Biddy? - Nada. - ¿Sabes lo que ha sido de Orlick? - Por el color de su ropa, me inclino a creer que trabaja en las canteras. - Supongo que, en tal caso, lo habrás visto. ¿Por qué miras ahora ese árbol oscuro de la callejuela? - Lo vi ahí la misma noche que ella murió. - ¿Fue ésa la última vez, Biddy? -No. Le he visto ahí desde que entramos en el jardín. Es inútil- añadió Biddy poniéndome la mano sobre el brazo al advertir que yo echaba a correr. - Ya sabe usted que no le engañaría. Hace un minuto que estaba aquí, pero se ha marchado ya. Renació mi indignación al observar que aún la perseguía aquel tunante, hacia el cual experimentaba la misma antipatía de siempre. Se lo dije así, añadiendo que me esforzaría cuanto pudiese, empleando todo el trabajo y todo el dinero que fuese menester, para obligarle a alejarse de la región. Gradualmente, ella me condujo a hablar con mayor calma, y luego me dijo cuánto me quería Joe y que éste jamás se quejaba de nada (no dijo de mí; no tenía necesidad de tal cosa, y yo lo comprendía), sino que siempre cumplía con su deber, en la vida que llevaba, con fuerte mano, apacible lengua y cariñoso corazón. - Verdaderamente, es difícil reprocharle nada – dije. - Mira, Biddy, hablaremos con frecuencia de estas cosas, porque vendré a menudo. No quiero dejar solo al pobre Joe. Biddy no replicó ni una sola palabra. - ¿No me has oído? - pregunté. - Sí, señor Pip. -No me gusta que me llames «señor Pip». Es de muy mal gusto, Biddy. ¿Qué quieres decir con eso? - ¿Que qué quiero decir? - preguntó tímidamente Biddy. - Sí - le dije, muy convencido. - Deseo saber qué quieres decir con eso. - ¿Con eso? - repitió Biddy. - Hazme el favor de contestarme y de no repetir mis palabras. Antes no lo hacías. - ¿Que no lo hacía? - repitió Biddy -. ¡Oh, señor Pip! Creí mejor abandonar aquel asunto. Despues de dar en silencio otra vuelta por el jardín, proseguí diciendo: - Mira, Biddy, he hecho una observación con respecto a la frecuencia con que me propongo venir a ver a Joe. Tú la has recibido con notorio silencio. Haz el favor, Biddy, de decirme el porqué de todo eso. - ¿Y está usted seguro de que vendrá a verle con frecuencia? - preguntó Biddy deteniéndose en el estrecho caminito del jardín y mirándome a la luz de las estrellas con sus claros y honrados ojos. 136 - ¡Dios mío! - exclamé como si a mi pesar me viese obligado a abandonar a Biddy. - No hay la menor duda de que éste es un lado malo de la naturaleza humana. Hazme el favor de no decirme nada más, Biddy, porque esto me disgusta mucho. Y, por esta razón convincente, permanecí a cierta distancia de Biddy durante la cena, y cuando me dirigí a mi cuartito me despedí de ella con tanta majestad como me fue posible en vista de los tristes sucesos de aquel día. Y con la misma frecuencia con que me sentí inquieto durante la noche, cosa que tuvo lugar cada cuarto de hora, reflexioné acerca de la maldad, de la injuria y de la injusticia de que Biddy acababa de hacerme víctima. Tenía que marcharme a primera hora de la mañana. Muy temprano salí y, sin ser visto, miré una de las ventanas de madera de la fragua. Allí permanecí varios minutos, contemplando a Joe, ya dedicado a su trabajo y con el rostro radiante de salud y de fuerza, que lo hacía resplandecer como si sobre él diese el brillante sol de la larga vida que le esperaba. -Adiós, querido Joe. No, no te limpies la mano, ¡por Dios! Dámela ennegrecida como está. Vendré muy pronto y con frecuencia. - Nunca demasiado pronto, caballero - dijo Joe -, y jamás con demasiada frecuencia, Pop. Biddy me esperaba en la puerta de la cocina, con un jarro de leche recién ordeñada y una rebanada de pan. -Biddy - le dije al darle la mano para despedirme -. No estoy enojado, pero sí dolorido. - No, no esté usted dolorido - dijo patéticamente .— Deje que la dolorida sea yo, si he sido poco generosa. Una vez más se levantaba la bruma mientras me alejaba. Y si, como supongo, me permitía ver que yo no volvería y que Biddy estaba en lo cierto, lo único que puedo decir es que tenía razón. ...

En la línea 2049
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Al día siguiente fue llevado al Tribunal de Policía, e inmediatamente habría pasado al Tribunal Superior, a no ser por la necesidad de esperar la llegada de un antiguo oficial del barco-prisión, de donde se escapó una vez, a fin de ser identificado. Nadie dudaba de su identidad, pero Compeyson, que le denunció, era entonces, llevado de una parte a otra por las mareas, ya cadáver, y ocurrió que en aquel momento no había ningún oficial de prisiones en Londres que pudiera aportar el testimonio necesario. Fui a visitar al señor Jaggers a su casa particular, la noche siguiente de mi llegada, con objeto de lograr sus servicios, pero éste no quiso hacer nada en beneficio del preso. No podía hacer otra cosa, porque, según me dijo, en cuanto llegase el testigo, el caso quedaría resuelto en cinco minutos y ningún poder en la tierra era capaz de impedir que se pronunciase una sentencia condenatoria. Comuniqué al señor Jaggers mi propósito de dejarle en la ignorancia acerca del paradero de sus riquezas. El señor Jaggers se encolerizó conmigo por haber dejado que se me deslizase entre las manos el dinero de la cartera, y dijo que podríamos hacer algunas gestiones para ver si se lograba recobrar algo. Pero no me ocultó que, aun cuando en algunos casos la Corona no se apoderaba de todo, creía que el que nos interesaba no era uno de ésos. Lo comprendí muy bien. Yo no estaba emparentado con el reo ni relacionado con él por ningún lazo legal; él, por su parte, no había otorgado ningún documento a mi favor antes de su prisión, y el hacerlo ahora sería completamente inútil. Por consiguiente, no podía reclamar nada, y, así, resolví por fin, y en adelante me atuve a esta resolución, que jamás emprendería la incierta tarea de procurar establecer ninguna de esas relaciones legales. Aparentemente, había razón para suponer que el denunciante ahogado esperaba una recompensa por su acto y que había obtenido datos bastante exactos acerca de los negocios y de los asuntos de Magwitch. Cuando se encontró su cadáver, a muchas millas de distancia de la escena de su muerte, estaba tan horriblemente desfigurado que tan sólo se le pudo reconocer por el contenido de sus bolsillos, en los cuales había una cartera y en ella algunos papeles doblados, todavía legibles. En uno de éstos estaba anotado el nombre de una casa de Banca en Nueva Gales del Sur, en donde existía cierta cantidad de dinero y la designación de determinadas tierras de gran valor. Estos dos datos figuraban también en una lista que Magwitch dio al señor Jaggers mientras estaba en la prisión y que indicaba todas las propiedades que, según suponía, heredaría yo. Al desgraciado le fue útil su propia ignorancia, pues jamás tuvo la menor duda de que mi herencia estaba segura con la ayuda del señor Jaggers. Después de tres días, durante los cuales el acusador público esperó la llegada del testigo que conociera al preso en el buque-prisión, se presentó el oficial y completó la fácil evidencia. Por esto se fijó el juicio para la próxima sesión, que tendría lugar al cabo de un mes. En aquella época oscura de mi vida fue cuando una noche llegó Herbert a casa, algo deprimido, y me dijo: - Mi querido Haendel, temo que muy pronto tendré que abandonarte. Como su socio me había ya preparado para eso, me sorprendí mucho menos de lo que él se figuraba. - Perderíamos una magnífica oportunidad si yo aplazase mi viaje a El Cairo, y por eso temo que tendré que ir, Haendel, precisamente cuando más me necesitas. - Herbert, siempre te necesitaré, porque siempre tendré por ti el mismo afecto; pero mi necesidad no es mayor ahora que en otra ocasión cualquiera. -Estarás muy solo. 215 - No tengo tiempo para pensar en eso – repliqué. - Ya sabes que permanezco a su lado el tiempo que me permiten y que, si pudiese, no me movería de allí en todo el día. Cuando me separo de él, mis pensamientos continúan acompañándole. El mal estado de salud en que se hallaba Magwitch era tan evidente para los dos, que ni siquiera nos sentimos con valor para referirnos a ello. - Mi querido amigo - dijo Herbert, - permite que, a causa de nuestra próxima separación, que está ya muy cerca, me decida a molestarte. ¿Has pensado acerca de tu porvenir? - No; porque me asusta pensar en él. - Pero no puedes dejar de hacerlo. Has de pensar en eso, mi querido Haendel. Y me gustaría mucho que ahora discutiéramos los dos este asunto. -Con mucho gusto - contesté. - En esta nueva sucursal nuestra, Haendel, necesitaremos un… Comprendí que su delicadeza quería evitar la palabra apropiada, y por eso terminé la frase diciendo: - Un empleado. - Eso es, un empleado. Y tengo la esperanza de que no es del todo imposible que, a semejanza de otro empleado a quien conoces, pueda llegar a convertirse en socio. Así, Haendel, mi querido amigo, ¿querrás ir allá conmigo? Abandonó luego su acento cordial, me tendió su honrada mano y habló como podría haberlo hecho un muchacho. - Clara y yo hemos hablado mucho acerca de eso - prosiguió Herbert, - y la pobrecilla me ha rogado esta misma tarde, con lágrimas en los ojos, que te diga que, si quieres vivir con nosotros, cuando estemos allá, se esforzará cuanto pueda en hacerte feliz y para convencer al amigo de su marido que también es amigo suyo. ¡Lo pasaríamos tan bien, Haendel! Le di las gracias de todo corazón, pero le dije que aún no estaba seguro de poder aceptar la bondadosa oferta que me hacía. En primer lugar, estaba demasiado preocupado para poder reflexionar claramente acerca del asunto. En segundo lugar… Sí, en segundo lugar había un vago deseo en mis pensamientos, que ya aparecerá hacia el fin de esta narración. - Te agradecería, Herbert - le dije, - que, si te es posible y ello no ha de perjudicar a tus negocios, dejes este asunto pendiente durante algún tiempo. - Durante todo el que quieras - exclamó Herbert. - Tanto importan tres meses como un año. - No tanto - le dije -. Bastarán dos o tres meses. Herbert parecía estar muy contento cuando nos estrechamos la mano después de ponernos de acuerdo de esta manera, y dijo que ya se sentía con bastante ánimo para decirme que tendría que marcharse hacia el fm de la semana. - ¿Y Clara? - le pregunté. - La pobrecilla - contestó Herbert - cumplirá exactamente sus deberes con respecto a su padre mientras viva. Pero creo que no durará mucho. La señora Whimple me ha confiado que, según su opinión, se está muriendo. - Es muy sensible – repliqué, - pero lo mejor que puede hacer. - Temo tener que darte la razón - añadió Herbert. - Y entonces volveré a buscar a mi querida Clara, y ella y yo nos iremos apaciblemente a la iglesia más próxima. Ten en cuenta que mi amada Clara no desciende de ninguna familia importante, querido Haendel, y que nunca ha leído el Libro rojo ni sabe siquiera quién era su abuelo. ¡Qué dicha para el hijo de mi madre! El sábado de aquella misma semana me despedí de Herbert, que estaba animado de brillantes esperanzas, aunque triste y cariacontecido por verse obligado a dejarme, mientras tomaba su asiento en una de las diligencias que habían de conducirle a un puerto marítimo. Fui a un café inmediato para escribir unas líneas a Clara diciéndole que Herbert se había marchado, mandándole una y otra vez la expresión de su amor. Luego me encaminé a mi solitario hogar, si tal nombre merecía, porque ya no era un hogar para mí, sin contar con que no lo tenía en parte alguna. En la escalera encontré a Wemmick que bajaba después de haber llamado con los puños y sin éxito a la puerta de mi casa. A partir del desastroso resultado de la intentada fuga no le había visto aún, y él fue, con carácter particular y privado, a explicarme los motivos de aquel fracaso. - El difunto Compeyson - dijo Wemmick, - poquito a poco pudo enterarse de todos los asuntos y negocios de Magwitch, y por las conversaciones de algunos de sus amigos que estaban en mala situación, pues siempre hay alguno que se halla en este caso, pude oír lo que le comuniqué. Seguí prestando atento oído, y así me enteré de que se había ausentado, por lo cual creí que sería la mejor ocasión para intentar la 216 fuga. Ahora supongo que esto fue un ardid suyo, porque no hay duda de que era listo y de que se propuso engañar a sus propios instrumentos. Espero, señor Pip, que no me guardará usted mala voluntad. Tenga la seguridad de que con todo mi corazón quise servirle. - Estoy tan seguro de esto como usted mismo, Wemmick, y de todo corazón le doy las gracias por su interés y por su amistad. - Gracias, muchas gracias. Ha sido un asunto malo - dijo Wemmick rascándose la cabeza, - y le aseguro que hace mucho tiempo que no había tenido un disgusto como éste. Y lo que más me apura es la pérdida de tanto dinero. ¡Dios mío! - Pues a mí lo que me apura, Wemmick, es el pobre propietario de ese dinero. - Naturalmente - contestó él. - No es de extrañar que esté usted triste por él y, por mi parte, crea que me gastaría con gusto un billete de cinco libras esterlinas para sacarlo de la situación en que se halla. Pero ahora se me ocurre lo siguiente: el difunto Compeyson estaba enterado de su regreso, y como al mismo tiempo había tomado la firme decisión de hacerlo prender, creo que habría sido imposible que se salvara. En cambio, el dinero podía haberse salvado. Ésta es la diferencia entre el dinero y su propietario. ¿No es verdad? Invité a Wemmick a que volviese a subir la escalera con objeto de tomar un vaso de grog antes de irse a Walworth. Aceptó la invitación, y mientras bebía dijo inesperadamente, pues ninguna relación tenía aquello con lo que habíamos hablado, y eso después de mostrar alguna impaciencia: - ¿Qué le parece a usted de mi intención de no trabajar el lunes, señor Pip? - Supongo que no ha tenido usted un día libre durante los doce meses pasados. - Mejor diría usted durante doce años - replicó Wemmick. - Sí, voy a hacer fiesta. Y, más aún, voy a dar un buen paseo. Y, más todavía, voy a rogarle que me acompañe. Estaba a punto de excusarme, porque temía ser un triste compañero en aquellos momentos, pero Wemmick se anticipó, diciendo: - Ya sé cuáles son sus compromisos, y me consta que no está usted de muy buen humor, señor Pip. Pero si pudiera usted hacerme este favor, se lo agradecería mucho. No se trata de un paseo muy largo, pero sí tendrá lugar en las primeras horas del día. Supongamos que le ocupa a usted, incluyendo el tiempo de desayunarse durante el paseo, desde las ocho de la mañana hasta las doce. ¿No podría arreglarlo de modo que me acompañase? Me había hecho tantos favores en diversas ocasiones, que lo que me pedía era lo menos que podía hacer en su obsequio. Le dije que haría lo necesario para estar libre, y al oírlo mostró tanta satisfacción que, a mi vez, me quedé satisfecho. Por indicación especial suya decidimos que yo iría al castillo a las ocho y media de la mañana del lunes, y, después de convenirlo, nos separamos. Acudí puntualmente a la cita, y el lunes por la mañana tiré del cordón de la campana del castillo, siendo recibido por el mismo Wemmick. Éste me pareció más envarado que de costumbre, y también observé que su sombrero estaba más alisado que de ordinario. Dentro de la casa vi preparados dos vasos de ron con leche y dos bizcochos. Sin duda, el anciano debió de haberse levantado al primer canto de la alondra, porque al mirar hacia su habitación observé que la cama estaba vacía. En cuanto nos hubimos reconfortado con el vaso de ron con leche y los bizcochos y salimos para dar el paseo, me sorprendió mucho ver que Wemmick tomaba una caña de pescar y se la ponía al hombro. - Supongo que no vamos a pescar… - exclamé. - No - contestó Wemmick. - Pero me gusta pasear con una caña. Esto me pareció muy extraño. Sin embargo, nada dije y echamos a andar. Nos dirigimos hacia Camberwell Green, y cuando estuvimos por allí cerca, Wemmick exclamó de pronto: - ¡Caramba! Aquí hay una iglesia. En esto no había nada sorprendente; pero otra vez me quedé admirado al observar que él decía, como si lo animase una brillante idea: - ¡Vamos a entrar! En efecto, entramos, y Wemmick dejó su caña de pescar en el soportal. Luego miró alrededor. Hecho esto, buscó en los bolsillos de su chaqueta y sacó un paquetito, diciendo: - ¡Caramba! Aquí tengo un par de guantes. Voy a ponérmelos. Los guantes eran de cabritilla blanca, y el buzón de su boca se abrió por completo, lo cual me inspiró grandes recelos, que se acentuaron hasta convertirse en una certidumbre, al ver que su anciano padre entraba por una puerta lateral escoltando a una dama. - ¡Caramba! - dijo Wemmick -. Aquí tenemos a la señorita Skiffins. ¡Vamos a casarnos! 217 Aquella discreta damisela iba vestida como de costumbre, a excepción de que en aquel momento se ocupaba en quitarse sus guantes verdes para ponerse otros blancos. El anciano estaba igualmente entretenido en preparar un sacrificio similar ante el altar de Himeneo. El anciano caballero, sin embargo, luchaba con tantas dificultades para ponerse los guantes, que Wemmick creyó necesario obligarle a que se apoyara en una columna, y luego, situándose detrás de ésta, tiró de los guantes, en tanto que, por mi parte, sostenía al anciano por la cintura, con objeto de que ofreciese una resistencia igual por todos lados. Gracias a este ingenioso procedimiento le entraron perfectamente los guantes. Aparecieron entonces el pastor y su acólito, y nos situamos ordenadamente ante aquella baranda fatal. Continuando en su fingimiento de que todo se realizaba sin preparativo de ninguna clase, oí que Wemmick se decía a sí mismo, al sacar algo de su bolsillo, antes de que empezase la ceremonia: - ¡Caramba! ¡Aquí tengo una sortija! Actué como testigo del novio, en tanto que un débil ujier, que llevaba un gorro blanco como el de un niño de corta edad, fingía ser el amigo del alma de la señorita Skiffins. La responsabilidad de entregar a la dama correspondió al anciano, aunque, al mismo tiempo y sin la menor intención, logró escandalizar al pastor. Cuando éste preguntó: «¿Quién entrega a esta mujer para que se case con este hombre?», el anciano caballero, que no sospechaba ni remotamente el punto de la ceremonia a que se había llegado, se quedó mirando afablemente a los Diez Mandamientos. En vista de esto, el clérigo volvió a preguntar: «¿Quién entrega a esta mujer para que se case con este hombre?» Y como el anciano caballero se hallase aún en un estado de inconsciencia absoluta, el novio le gritó con su voz acostumbrada: -Ahora, padre, ya lo sabes. ¿Quién entrega esta mujer? A lo cual el anciano contestó, con la mayor vehemencia, antes de decir que él la entregaba: - Está bien, John; está bien, hijo mío. En cuanto al clérigo, se puso de un humor tan malo e hizo una pausa tan larga, que, por un momento, llegué a temer que la ceremonia no se terminase aquel día. Sin embargo, por fin se llevó a cabo, y en cuanto salimos de la iglesia, Wemmick destapó la pila bautismal, metió los blancos guantes en ella y la volvió a tapar. La señora Wemmick, más cuidadosa del futuro, se metió los guantes blancos en el bolsillo y volvió a ponerse los verdes. - Ahora, señor Pip - dijo Wemmick, triunfante y volviendo a tomar la caña de pescar, - permítame que le pregunte si alguien podría sospechar que ésta es una comitiva nupcial. Habíase encargado el almuerzo en una pequeña y agradable taberna, situada a una milla de distancia más o menos y en una pendiente que había más allá de la iglesia. En la habitación había un tablero de damas, para el caso de que deseáramos distraer nuestras mentes después de la solemnidad. Era muy agradable observar que la señora Wemmick ya no alejaba de sí el brazo de su marido cuando se adaptaba a su cuerpo, sino que permanecía sentada en un sillón de alto respaldo, situado contra la pared, como un violoncello en su estuche, y se prestaba a ser abrazada del mismo modo como pudiera haber sido hecho con tan melodioso instrumento. Tuvimos un excelente almuerzo, y cuando alguien rechazaba algo de lo que había en la mesa, Wemmick decía: - Está ya contratado, ya lo saben ustedes. No tengan reparo alguno. Bebí en honor de la nueva pareja, en honor del anciano y del castillo; saludé a la novia al marcharme, y me hice lo más agradable que me fue posible. Wemmick me acompañó hasta la puerta, y de nuevo le estreché las manos y le deseé toda suerte de felicidades. - Muchas gracias - dijo frotándose las manos. - No puede usted tener idea de lo bien que sabe cuidar las gallinas. Ya le mandaré algunos huevos para que juzgue por sí mismo. Y ahora tenga en cuenta, señor Pip - añadió en voz baja y después de llamarme cuando ya me alejaba, - tenga en cuenta, se lo ruego, que éste es un llamamiento de Walworth y que nada tiene que ver con la oficina. - Ya lo entiendo – contesté, - y que no hay que mencionarlo en Little Britain. Wemmick afirmó con un movimiento de cabeza. - Después de lo que dio usted a entender el otro día, conviene que el señor Jaggers no se entere de nada. Tal vez se figuraría que se me reblandece el cerebro o algo por el estilo. ...

En la línea 2049
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Al día siguiente fue llevado al Tribunal de Policía, e inmediatamente habría pasado al Tribunal Superior, a no ser por la necesidad de esperar la llegada de un antiguo oficial del barco-prisión, de donde se escapó una vez, a fin de ser identificado. Nadie dudaba de su identidad, pero Compeyson, que le denunció, era entonces, llevado de una parte a otra por las mareas, ya cadáver, y ocurrió que en aquel momento no había ningún oficial de prisiones en Londres que pudiera aportar el testimonio necesario. Fui a visitar al señor Jaggers a su casa particular, la noche siguiente de mi llegada, con objeto de lograr sus servicios, pero éste no quiso hacer nada en beneficio del preso. No podía hacer otra cosa, porque, según me dijo, en cuanto llegase el testigo, el caso quedaría resuelto en cinco minutos y ningún poder en la tierra era capaz de impedir que se pronunciase una sentencia condenatoria. Comuniqué al señor Jaggers mi propósito de dejarle en la ignorancia acerca del paradero de sus riquezas. El señor Jaggers se encolerizó conmigo por haber dejado que se me deslizase entre las manos el dinero de la cartera, y dijo que podríamos hacer algunas gestiones para ver si se lograba recobrar algo. Pero no me ocultó que, aun cuando en algunos casos la Corona no se apoderaba de todo, creía que el que nos interesaba no era uno de ésos. Lo comprendí muy bien. Yo no estaba emparentado con el reo ni relacionado con él por ningún lazo legal; él, por su parte, no había otorgado ningún documento a mi favor antes de su prisión, y el hacerlo ahora sería completamente inútil. Por consiguiente, no podía reclamar nada, y, así, resolví por fin, y en adelante me atuve a esta resolución, que jamás emprendería la incierta tarea de procurar establecer ninguna de esas relaciones legales. Aparentemente, había razón para suponer que el denunciante ahogado esperaba una recompensa por su acto y que había obtenido datos bastante exactos acerca de los negocios y de los asuntos de Magwitch. Cuando se encontró su cadáver, a muchas millas de distancia de la escena de su muerte, estaba tan horriblemente desfigurado que tan sólo se le pudo reconocer por el contenido de sus bolsillos, en los cuales había una cartera y en ella algunos papeles doblados, todavía legibles. En uno de éstos estaba anotado el nombre de una casa de Banca en Nueva Gales del Sur, en donde existía cierta cantidad de dinero y la designación de determinadas tierras de gran valor. Estos dos datos figuraban también en una lista que Magwitch dio al señor Jaggers mientras estaba en la prisión y que indicaba todas las propiedades que, según suponía, heredaría yo. Al desgraciado le fue útil su propia ignorancia, pues jamás tuvo la menor duda de que mi herencia estaba segura con la ayuda del señor Jaggers. Después de tres días, durante los cuales el acusador público esperó la llegada del testigo que conociera al preso en el buque-prisión, se presentó el oficial y completó la fácil evidencia. Por esto se fijó el juicio para la próxima sesión, que tendría lugar al cabo de un mes. En aquella época oscura de mi vida fue cuando una noche llegó Herbert a casa, algo deprimido, y me dijo: - Mi querido Haendel, temo que muy pronto tendré que abandonarte. Como su socio me había ya preparado para eso, me sorprendí mucho menos de lo que él se figuraba. - Perderíamos una magnífica oportunidad si yo aplazase mi viaje a El Cairo, y por eso temo que tendré que ir, Haendel, precisamente cuando más me necesitas. - Herbert, siempre te necesitaré, porque siempre tendré por ti el mismo afecto; pero mi necesidad no es mayor ahora que en otra ocasión cualquiera. -Estarás muy solo. 215 - No tengo tiempo para pensar en eso – repliqué. - Ya sabes que permanezco a su lado el tiempo que me permiten y que, si pudiese, no me movería de allí en todo el día. Cuando me separo de él, mis pensamientos continúan acompañándole. El mal estado de salud en que se hallaba Magwitch era tan evidente para los dos, que ni siquiera nos sentimos con valor para referirnos a ello. - Mi querido amigo - dijo Herbert, - permite que, a causa de nuestra próxima separación, que está ya muy cerca, me decida a molestarte. ¿Has pensado acerca de tu porvenir? - No; porque me asusta pensar en él. - Pero no puedes dejar de hacerlo. Has de pensar en eso, mi querido Haendel. Y me gustaría mucho que ahora discutiéramos los dos este asunto. -Con mucho gusto - contesté. - En esta nueva sucursal nuestra, Haendel, necesitaremos un… Comprendí que su delicadeza quería evitar la palabra apropiada, y por eso terminé la frase diciendo: - Un empleado. - Eso es, un empleado. Y tengo la esperanza de que no es del todo imposible que, a semejanza de otro empleado a quien conoces, pueda llegar a convertirse en socio. Así, Haendel, mi querido amigo, ¿querrás ir allá conmigo? Abandonó luego su acento cordial, me tendió su honrada mano y habló como podría haberlo hecho un muchacho. - Clara y yo hemos hablado mucho acerca de eso - prosiguió Herbert, - y la pobrecilla me ha rogado esta misma tarde, con lágrimas en los ojos, que te diga que, si quieres vivir con nosotros, cuando estemos allá, se esforzará cuanto pueda en hacerte feliz y para convencer al amigo de su marido que también es amigo suyo. ¡Lo pasaríamos tan bien, Haendel! Le di las gracias de todo corazón, pero le dije que aún no estaba seguro de poder aceptar la bondadosa oferta que me hacía. En primer lugar, estaba demasiado preocupado para poder reflexionar claramente acerca del asunto. En segundo lugar… Sí, en segundo lugar había un vago deseo en mis pensamientos, que ya aparecerá hacia el fin de esta narración. - Te agradecería, Herbert - le dije, - que, si te es posible y ello no ha de perjudicar a tus negocios, dejes este asunto pendiente durante algún tiempo. - Durante todo el que quieras - exclamó Herbert. - Tanto importan tres meses como un año. - No tanto - le dije -. Bastarán dos o tres meses. Herbert parecía estar muy contento cuando nos estrechamos la mano después de ponernos de acuerdo de esta manera, y dijo que ya se sentía con bastante ánimo para decirme que tendría que marcharse hacia el fm de la semana. - ¿Y Clara? - le pregunté. - La pobrecilla - contestó Herbert - cumplirá exactamente sus deberes con respecto a su padre mientras viva. Pero creo que no durará mucho. La señora Whimple me ha confiado que, según su opinión, se está muriendo. - Es muy sensible – repliqué, - pero lo mejor que puede hacer. - Temo tener que darte la razón - añadió Herbert. - Y entonces volveré a buscar a mi querida Clara, y ella y yo nos iremos apaciblemente a la iglesia más próxima. Ten en cuenta que mi amada Clara no desciende de ninguna familia importante, querido Haendel, y que nunca ha leído el Libro rojo ni sabe siquiera quién era su abuelo. ¡Qué dicha para el hijo de mi madre! El sábado de aquella misma semana me despedí de Herbert, que estaba animado de brillantes esperanzas, aunque triste y cariacontecido por verse obligado a dejarme, mientras tomaba su asiento en una de las diligencias que habían de conducirle a un puerto marítimo. Fui a un café inmediato para escribir unas líneas a Clara diciéndole que Herbert se había marchado, mandándole una y otra vez la expresión de su amor. Luego me encaminé a mi solitario hogar, si tal nombre merecía, porque ya no era un hogar para mí, sin contar con que no lo tenía en parte alguna. En la escalera encontré a Wemmick que bajaba después de haber llamado con los puños y sin éxito a la puerta de mi casa. A partir del desastroso resultado de la intentada fuga no le había visto aún, y él fue, con carácter particular y privado, a explicarme los motivos de aquel fracaso. - El difunto Compeyson - dijo Wemmick, - poquito a poco pudo enterarse de todos los asuntos y negocios de Magwitch, y por las conversaciones de algunos de sus amigos que estaban en mala situación, pues siempre hay alguno que se halla en este caso, pude oír lo que le comuniqué. Seguí prestando atento oído, y así me enteré de que se había ausentado, por lo cual creí que sería la mejor ocasión para intentar la 216 fuga. Ahora supongo que esto fue un ardid suyo, porque no hay duda de que era listo y de que se propuso engañar a sus propios instrumentos. Espero, señor Pip, que no me guardará usted mala voluntad. Tenga la seguridad de que con todo mi corazón quise servirle. - Estoy tan seguro de esto como usted mismo, Wemmick, y de todo corazón le doy las gracias por su interés y por su amistad. - Gracias, muchas gracias. Ha sido un asunto malo - dijo Wemmick rascándose la cabeza, - y le aseguro que hace mucho tiempo que no había tenido un disgusto como éste. Y lo que más me apura es la pérdida de tanto dinero. ¡Dios mío! - Pues a mí lo que me apura, Wemmick, es el pobre propietario de ese dinero. - Naturalmente - contestó él. - No es de extrañar que esté usted triste por él y, por mi parte, crea que me gastaría con gusto un billete de cinco libras esterlinas para sacarlo de la situación en que se halla. Pero ahora se me ocurre lo siguiente: el difunto Compeyson estaba enterado de su regreso, y como al mismo tiempo había tomado la firme decisión de hacerlo prender, creo que habría sido imposible que se salvara. En cambio, el dinero podía haberse salvado. Ésta es la diferencia entre el dinero y su propietario. ¿No es verdad? Invité a Wemmick a que volviese a subir la escalera con objeto de tomar un vaso de grog antes de irse a Walworth. Aceptó la invitación, y mientras bebía dijo inesperadamente, pues ninguna relación tenía aquello con lo que habíamos hablado, y eso después de mostrar alguna impaciencia: - ¿Qué le parece a usted de mi intención de no trabajar el lunes, señor Pip? - Supongo que no ha tenido usted un día libre durante los doce meses pasados. - Mejor diría usted durante doce años - replicó Wemmick. - Sí, voy a hacer fiesta. Y, más aún, voy a dar un buen paseo. Y, más todavía, voy a rogarle que me acompañe. Estaba a punto de excusarme, porque temía ser un triste compañero en aquellos momentos, pero Wemmick se anticipó, diciendo: - Ya sé cuáles son sus compromisos, y me consta que no está usted de muy buen humor, señor Pip. Pero si pudiera usted hacerme este favor, se lo agradecería mucho. No se trata de un paseo muy largo, pero sí tendrá lugar en las primeras horas del día. Supongamos que le ocupa a usted, incluyendo el tiempo de desayunarse durante el paseo, desde las ocho de la mañana hasta las doce. ¿No podría arreglarlo de modo que me acompañase? Me había hecho tantos favores en diversas ocasiones, que lo que me pedía era lo menos que podía hacer en su obsequio. Le dije que haría lo necesario para estar libre, y al oírlo mostró tanta satisfacción que, a mi vez, me quedé satisfecho. Por indicación especial suya decidimos que yo iría al castillo a las ocho y media de la mañana del lunes, y, después de convenirlo, nos separamos. Acudí puntualmente a la cita, y el lunes por la mañana tiré del cordón de la campana del castillo, siendo recibido por el mismo Wemmick. Éste me pareció más envarado que de costumbre, y también observé que su sombrero estaba más alisado que de ordinario. Dentro de la casa vi preparados dos vasos de ron con leche y dos bizcochos. Sin duda, el anciano debió de haberse levantado al primer canto de la alondra, porque al mirar hacia su habitación observé que la cama estaba vacía. En cuanto nos hubimos reconfortado con el vaso de ron con leche y los bizcochos y salimos para dar el paseo, me sorprendió mucho ver que Wemmick tomaba una caña de pescar y se la ponía al hombro. - Supongo que no vamos a pescar… - exclamé. - No - contestó Wemmick. - Pero me gusta pasear con una caña. Esto me pareció muy extraño. Sin embargo, nada dije y echamos a andar. Nos dirigimos hacia Camberwell Green, y cuando estuvimos por allí cerca, Wemmick exclamó de pronto: - ¡Caramba! Aquí hay una iglesia. En esto no había nada sorprendente; pero otra vez me quedé admirado al observar que él decía, como si lo animase una brillante idea: - ¡Vamos a entrar! En efecto, entramos, y Wemmick dejó su caña de pescar en el soportal. Luego miró alrededor. Hecho esto, buscó en los bolsillos de su chaqueta y sacó un paquetito, diciendo: - ¡Caramba! Aquí tengo un par de guantes. Voy a ponérmelos. Los guantes eran de cabritilla blanca, y el buzón de su boca se abrió por completo, lo cual me inspiró grandes recelos, que se acentuaron hasta convertirse en una certidumbre, al ver que su anciano padre entraba por una puerta lateral escoltando a una dama. - ¡Caramba! - dijo Wemmick -. Aquí tenemos a la señorita Skiffins. ¡Vamos a casarnos! 217 Aquella discreta damisela iba vestida como de costumbre, a excepción de que en aquel momento se ocupaba en quitarse sus guantes verdes para ponerse otros blancos. El anciano estaba igualmente entretenido en preparar un sacrificio similar ante el altar de Himeneo. El anciano caballero, sin embargo, luchaba con tantas dificultades para ponerse los guantes, que Wemmick creyó necesario obligarle a que se apoyara en una columna, y luego, situándose detrás de ésta, tiró de los guantes, en tanto que, por mi parte, sostenía al anciano por la cintura, con objeto de que ofreciese una resistencia igual por todos lados. Gracias a este ingenioso procedimiento le entraron perfectamente los guantes. Aparecieron entonces el pastor y su acólito, y nos situamos ordenadamente ante aquella baranda fatal. Continuando en su fingimiento de que todo se realizaba sin preparativo de ninguna clase, oí que Wemmick se decía a sí mismo, al sacar algo de su bolsillo, antes de que empezase la ceremonia: - ¡Caramba! ¡Aquí tengo una sortija! Actué como testigo del novio, en tanto que un débil ujier, que llevaba un gorro blanco como el de un niño de corta edad, fingía ser el amigo del alma de la señorita Skiffins. La responsabilidad de entregar a la dama correspondió al anciano, aunque, al mismo tiempo y sin la menor intención, logró escandalizar al pastor. Cuando éste preguntó: «¿Quién entrega a esta mujer para que se case con este hombre?», el anciano caballero, que no sospechaba ni remotamente el punto de la ceremonia a que se había llegado, se quedó mirando afablemente a los Diez Mandamientos. En vista de esto, el clérigo volvió a preguntar: «¿Quién entrega a esta mujer para que se case con este hombre?» Y como el anciano caballero se hallase aún en un estado de inconsciencia absoluta, el novio le gritó con su voz acostumbrada: -Ahora, padre, ya lo sabes. ¿Quién entrega esta mujer? A lo cual el anciano contestó, con la mayor vehemencia, antes de decir que él la entregaba: - Está bien, John; está bien, hijo mío. En cuanto al clérigo, se puso de un humor tan malo e hizo una pausa tan larga, que, por un momento, llegué a temer que la ceremonia no se terminase aquel día. Sin embargo, por fin se llevó a cabo, y en cuanto salimos de la iglesia, Wemmick destapó la pila bautismal, metió los blancos guantes en ella y la volvió a tapar. La señora Wemmick, más cuidadosa del futuro, se metió los guantes blancos en el bolsillo y volvió a ponerse los verdes. - Ahora, señor Pip - dijo Wemmick, triunfante y volviendo a tomar la caña de pescar, - permítame que le pregunte si alguien podría sospechar que ésta es una comitiva nupcial. Habíase encargado el almuerzo en una pequeña y agradable taberna, situada a una milla de distancia más o menos y en una pendiente que había más allá de la iglesia. En la habitación había un tablero de damas, para el caso de que deseáramos distraer nuestras mentes después de la solemnidad. Era muy agradable observar que la señora Wemmick ya no alejaba de sí el brazo de su marido cuando se adaptaba a su cuerpo, sino que permanecía sentada en un sillón de alto respaldo, situado contra la pared, como un violoncello en su estuche, y se prestaba a ser abrazada del mismo modo como pudiera haber sido hecho con tan melodioso instrumento. Tuvimos un excelente almuerzo, y cuando alguien rechazaba algo de lo que había en la mesa, Wemmick decía: - Está ya contratado, ya lo saben ustedes. No tengan reparo alguno. Bebí en honor de la nueva pareja, en honor del anciano y del castillo; saludé a la novia al marcharme, y me hice lo más agradable que me fue posible. Wemmick me acompañó hasta la puerta, y de nuevo le estreché las manos y le deseé toda suerte de felicidades. - Muchas gracias - dijo frotándose las manos. - No puede usted tener idea de lo bien que sabe cuidar las gallinas. Ya le mandaré algunos huevos para que juzgue por sí mismo. Y ahora tenga en cuenta, señor Pip - añadió en voz baja y después de llamarme cuando ya me alejaba, - tenga en cuenta, se lo ruego, que éste es un llamamiento de Walworth y que nada tiene que ver con la oficina. - Ya lo entiendo – contesté, - y que no hay que mencionarlo en Little Britain. Wemmick afirmó con un movimiento de cabeza. - Después de lo que dio usted a entender el otro día, conviene que el señor Jaggers no se entere de nada. Tal vez se figuraría que se me reblandece el cerebro o algo por el estilo. ...

En la línea 264
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... - Bien -dijo el obispo-, que paséis buena noche. Mañana temprano, antes de partir, tomaréis una taza de leche de nuestras vacas, bien caliente. ...

En la línea 395
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Algunos momentos después se sentaba en la misma mesa a que se había sentado Jean Valjean la noche anterior. Mientras desayunaba, monseñor Bienvenido hacía notar alegremente a su hermana, que no hablaba nada, y a la señora Magloire, que murmuraba sordamente, que no había necesidad de cuchara ni de tenedor, aunque fuesen de madera, para mojar un pedazo de pan en una taza de leche. ...

En la línea 519
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Al despertar a Lucía con un bol de café con leche, diole la camarera, por primer noticia, la de que monsieur Miranda no había venido en el tren de España. Saltó del lecho, y se vistió en un decir Jesús, tratando de reanudar sus dispersos recuerdos, y mirando la habitación con la sorpresa que suelen los que, no habiendo viajado nunca, amanecen en lugar desacostumbrado y nuevo. Miró al reloj de sobremesa: eran las ocho. Salió al pasillo, y tecleó suaves golpecitos en la puerta del cuarto de Artegui. ...

En la línea 769
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Dirigíanse las dos amigas, ya hacia la Montaña Verde, ya hacia el camino de las Señoras o hacia el manantial intermitente de Vesse. La Montaña Verde es el punto más elevado de las inmediaciones de Vichy. Está la montañuela cubierta de vegetación, pero de vegetación baja, a flor de tierra, de suerte que, vista de lejos, se les figuraba cabeza de gigante con cabellera corta y espesísima. Ya en la cúspide, subían al mirador y manejaban el gran anteojo, registrando el inmenso panorama que se extendía en torno. Las suaves laderas, tapizadas de viñas, bajaban hasta el Allier, que culebreaba a lo lejos como enorme sierpe azul. En lontananza, la cadena del Forez erguía sus mamelones donde la nieve refulgía cual una caperuza de plata; los gigantes de Auvernia, vaporosos y grises, parecían fantasmas de neblina; el castillo de Borbón Busset surgía de las brumas con sus torreones señoriales, avergonzando al pacifico palacio de Randán, con todo el desdén de un Borbón legítimo hacia la rama degenerada de los Orleáns. El camino de las Señoras era la excursión favorita de Lucía. Estrecha vereda, sombreada por espesos árboles, sigue dócil el curso del Sichón, deteniéndose cuando al río se le antoja formar un remanso y torciéndose en graciosas curvas como la tranquila corriente. A cada paso corta la monotonía de las hileras de chopos y negrillos algún accidente pintoresco: ya un lavadero, ya una casita que remoja los pies en el río, ya una presa, ya un molino, ya una charca de patos. El molino, en particular, parecía dispuesto por un pintor efectista para algún lienzo de naturaleza perfeccionada. Vetusto, comido de húmeda y verdegueante lepra, sustentado en postes de madera que iba pudriendo el agua, brillaba sobre el edificio la rueda, como el ojo disforme sobre la morena y rugosa frente de un cíclope. Eran destellos de la enorme pupila las gotas de refulgente argentería líquida que saltaban de rayo a rayo, a cada vuelta; y el quejido penoso que la pesada rueda exhalaba al girar, completaba el símil, remedando el hálito del monstruo. Un puente lanzado con osadía sobre el mismo arco de la catarata que formaba la presa dejaba ver, al través de su tablazón mal junta, el agua espumante y rugiente. En la presa bogaban con pachorra hasta media docena de patos, e infinitos gorriones revolaban en el alero irregular del tejado, mientras en el obscuro agujero de una de las desiguales ventanas florecía un tiesto de petunias. Quedábase Lucía muchos ratos mirando al molino, sentada en el ribazo opuesto, arrullada por el ronquido cadencioso de la rueda y por el blando chapaleteo del agua batida. Pilar prefería el manantial intermitente que le proporcionaba las emociones de que era tan ávido su endeble organismo. Llegábase al manantial por un ameno sendero; ya desde el puente se cogía bella perspectiva. El Allier es vasto y caudaloso, pero muy mermado a la sazón por los calores estivales; sólo en los puntos más anchos del cauce llevaba agua, y el resto descubría el álveo formado de arena en prolongadas zonas blancas. A lo más rápido de la corriente, obscuros peñascos se interponían, originando otros tantos remolinos; saltaba el agua, espumaba un punto colérica, y después seguía mansa y sesga como de costumbre. En lontananza se descubría extensa vega. Dilatadas praderías, donde pacían vacas y borregos, estaban limitadas al término del horizonte por una línea de chopos verde pálido, muy rectos y agudos, a la manera de los árboles contrahechos de las cajas de juguetes; los mimbrales, en cambio, eran rechonchos y panzones, como bolas de verdor sombrío rodantes por la pradera. Completaba la lejanía la cima de la Montaña Verde, recortándose sobre el cielo con cierta dureza de paisaje flamenco en sus contornos exactos y marcados, de un verde obscuro límpido. A la margen del río se veía bajar y subir el brazo derecho de las lavanderas, como miembro de marioneta movido por resortes, y se oía el plas acompasado de la paleta con que azotaban la ropa. Por el agrio talud de la ribera ascendían lentos carros cargados de arena y casquijo, y cruzaban después el puente, bañado en sudor el tiro, muy despacio, sonando a largos intervalos las campanillas. Pasaban las aldeanas auvernesas, vestidas de colores apagados, la esportilla de paja puesta sobre la blanca escofieta, conduciendo sus vacas, cuyos ubres henchidos de leche se columpiaban al andar, y que, posando una mirada triste en los transeúntes, solían pegar una huida de costado, un trote de diez segundos, tras de lo cual recobraban la resignación de su paso grave. En la esquina del puente, un pobre, decentemente vestido y con trazas de militar, pedía limosna con sólo una inflexión suplicante de la voz y un doliente fruncimiento de cejas. ...

En la línea 828
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... La noche se venía a más andar, un soplo helado movió el follaje; las dos damas se abrocharon, estremeciéndose, sus abriguillos de paño café con leche, a tiempo que dos bultos negros se destacaban al fin de la avenida. Eran Miranda y Perico, que se asombraron de hallarlas allí tan tarde. ...

En la línea 840
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... -¿Dónde tiene usted los ojos, hombre? -exclamó Lucía con su franqueza castellana-. ¡Valor se necesita para decir eso!, es hermosísima la sueca; en cualquier parte, emboba a la gente. Más blanca es que la leche, y luego unos ojos… ...


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