Cual es errónea Muerta o Muerrta?
La palabra correcta es Muerta. Sin Embargo Muerrta se trata de un error ortográfico.
La falta ortográfica detectada en la palabra muerrta es que se ha eliminado o se ha añadido la letra r a la palabra muerta
Más información sobre la palabra Muerta en internet
Muerta en la RAE.
Muerta en Word Reference.
Muerta en la wikipedia.
Sinonimos de Muerta.

la Ortografía es divertida
Algunas Frases de libros en las que aparece muerta
La palabra muerta puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 1160
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... La gente de la gañanía aprobaba los propósitos de la vieja, con el egoísmo del cansancio. Ellos no podían resucitar a la muerta, y era mejor, para su tranquilidad, que se ausentase cuanto antes aquella familia ruidosa, que turbaría su sueño. ...
En la línea 1186
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... El gitano daba suspiros, como un eco del dolor que rugía delante de él, y hablaba al mismo tiempo a Salvatierra de su amada muerta. ...
En la línea 1190
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Y al suspirar de nuevo, pensando en la muerta, le respondió el coro de lamentos que escoltaba el carro. ...
En la línea 1208
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Si; _Alcaparrón_ sentiría cerca de él a su amada muerta. Algo de ella subiría hasta su rostro como un perfume, cuando arañase la tierra con el azadón y el surco nuevo enviase a su olfato la frescura del suelo removido. Algo habría también de su alma en las espigas del trigo, en las amapolas que goteaban de rojo los flancos de oro de la mies, en los pájaros que cantaban al amanecer cuando el rebaño humano iba hacia el tajo, en los matorrales del monte, sobre los cuales revoloteaban los insectos asustados por las carreras de las yeguas y los bufidos de los toros. ...
En la línea 6081
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Sin embargo, y hay que decirlo en su elogio, el primer empleo que hizo de su influencia sobre Ketty fue tra tar de saber por ells qué había sido de la señora Bonacieux; pero la pobre muchacha juró sobre el cru cifijo a D'Artagnan que ignoraba todo, pues su ama no dejaba nunca penetrar más que la mitad de sus secretos; sólo creía poder responder que no estaba muerta. ...
En la línea 6713
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -Veamos -dijo D'Artagnan-, ¿estáis seguros de que la otra está bien muerta?-¿La otra? -dijo Athos con una voz tan sorda que apenas si D'Ar tagnan la oyó. ...
En la línea 6984
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Vos sabéis algo de eso, igual que yo, ¿no es así? Ahora bien, si vuestra amante no está muerta, si esla que acabamos de ver, la encontraréis un día a otro. ...
En la línea 7253
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -¡Gracia, señor, piedad! ¡En nombre de esa dama a la que amáis a la que quizá creéis muerta y que no lo está! -exclamó el bandido poniéndose de rodillas y apoyándose sobre su mano, porque comenzaba a perder sus fuerzas con la sangre. ...
En la línea 658
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... CAPÍTULO IV Dilaciones molestas.—El cochero borracho.—Una mula muerta.—Lamentación.—Aventura en un descampado.—El miedo a la oscuridad.—Un fidalgo portugués.—La escolta.—Regreso a Lisboa. ...
En la línea 689
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Yo salí despedido contra el lodo, y el borracho del cochero cayó sobre el cuerpo de la mula muerta. ...
En la línea 694
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... He visto muchos animales en los países donde he vivido, pero una mula como ésta, no la he visto nunca; ¡y se ha matado! ¡Mi mula se ha matado! Se ha caído y se ha muerto de repente.» En este tono continuó durante mucho rato, y sus lamentaciones tenían siempre el mismo estribillo: «Mi mula se ha matado; se ha caído y se ha muerto de repente.» Al cabo, quitó la collera a la mula muerta y se la puso a la otra, metiéndola con algún trabajo en varas. ...
En la línea 695
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Un muchacho de unos trece años, muy guapo, llegó de la ciudad corriendo como una liebre; se detuvo ante la mula muerta, y rompió a llorar. ...
En la línea 1518
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Y así, picó a Rocinante, y siguióle Sancho con su acostumbrado jumento; y, habiendo rodeado parte de la montaña, hallaron en un arroyo, caída, muerta y medio comida de perros y picada de grajos, una mula ensillada y enfrenada; todo lo cual confirmó en ellos más la sospecha de que aquel que huía era el dueño de la mula y del cojín. ...
En la línea 1523
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Bajó el cabrero, y, en llegando adonde don Quijote estaba, dijo: -Apostaré que está mirando la mula de alquiler que está muerta en esa hondonada. ...
En la línea 1528
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... -Decidme, buen hombre -dijo don Quijote-, ¿sabéis vos quién sea el dueño destas prendas? -Lo que sabré yo decir -dijo el cabrero- es que «habrá al pie de seis meses, poco más a menos, que llegó a una majada de pastores, que estará como tres leguas deste lugar, un mancebo de gentil talle y apostura, caballero sobre esa mesma mula que ahí está muerta, y con el mesmo cojín y maleta que decís que hallastes y no tocastes. ...
En la línea 1948
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Luego me encaminé a ella, con intención de acabar aquí la vida, y, en entrando por estas asperezas, del cansancio y de la hambre se cayó mi mula muerta, o, lo que yo más creo, por desechar de sí tan inútil carga como en mí llevaba. ...
En la línea 185
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... El Polyvorus chimango es mucho más pequeño que la especie precedente. Es un ave verdaderamente omnívora; come de todo, hasta pan; y me han asegurado que devasta los campos de patatas en Chiloé, arrancando los tubérculos que acaban de plantarse. Entre todas las aves que comen carne muerta, suele ser la última que abandona el cadáver de un animal; muy a menudo hasta la he visto en el interior del costillaje de un caballo o de una vaca, como un pájaro dentro de una jaula. El Polyvorus Novae Zelandiae es otra especie muy común en las islas Falkland. Estas aves se parecen casi en todo a las carranchas. Se alimentan de cadáveres y de animales marinos; en los peñones de Ramírez hasta tienen que pedir al mar todo su alimento. En extremo atrevidas, frecuentan las cercanías de las casas para apoderarse de todo cuanto se arroje desde ellas. Así que un cazador mata a un animal, se juntan alrededor suyo en gran número para precipitarse sobre cuanto el hombre pueda abandonar y esperan con paciencia durante horas si es preciso. Cuando están ahitos, hínchaseles el implume buche, lo cual les da un aspecto repulsivo. Suelen atacar a las aves heridas: habiendo llegado a descansar en la costa un Mórfex herido, inmediatamente fue rodeado por varias de esas aves, las cuales acabaron de matarlo a picotazos. El Beagle sólo visitó en verano las islas Falkland; pero los oficiales del buque Aventure, que pasaron un invierno en estas islas, me han citado muchos ejemplos extraordinarios de la audacia y de la rapacidad de estas aves. Una vez atacaron a un perro que dormía a los pies de uno de los oficiales; otra vez, estando de caza, hubo que disputarlas unos gansos que acababan de ser muertos. Dícese que reunidas en bandadas (y en esto se parecen a las carranchas), se colocan junto al boquete de una gazapera y se arrojan sobre el conejo en cuanto sale. Cuando el barco estaba en el puerto iban constantemente a visitarlo y era menester una vigilancia de todos los instantes para impedir que destrozasen los pedazos de cuero que había en las jarcias y llevarse los cuartos de carne o la caza colgados a popa. Estas aves son muy curiosas, y también sólo por eso muy desagradables: recogen todo cuanto pueda haber en el suelo; transportaron a una milla de distancia un gran sombrero de hule y lleváronse también un par de bolas muy pesadas, de las que sirven para la caza de reses mayores. Durante una excursión, Mister Usborne tuvo una pérdida muy sensible, puesto que le robaron una brujulita de Kater, metida en un estuche de tafilete rojo, y jamás pudo recobrarla. Se pelean mucho y tienen terribles accesos de cólera, durante los cuales arrancan la hierba a picotazos. No puede decirse que vivan verdaderamente en sociedad; no se ciernen en las alturas y su vuelo es pesado y torpe; corren con mucha rapidez, y su paso se asemeja bastante al de los faisanes. Son muy estrepitosos, dan varios gritos agudos; uno de esos gritos se parece al de la grulla inglesa, por lo cual les han dado este nombre los pescadores de focas. Circunstancia curiosa: cuando arrojan un grito echan atrás la cabeza, igual que la carrancha. Construyen los nidos en costas escarpadas, pero sólo en los islotes pequeños próximos a la costa y nunca en tierra firme o en las dos islas principales: extraña precaución para un ave tan poco asustadiza y tan atrevida. Los marinos dicen que la carne cocida de estas aves es muy blanda y constituye un manjar excelente; pero se necesita sumo valor para tragar un solo bocado de ella. ...
En la línea 253
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Encuéntranse esas costras en muchas partes de la América del Sur, donde el clima es moderadamente seco; pero nunca he visto tantas como en los alrededores de Bahía Blanca. Allí, como en otras partes de la Patagonia, la sal consiste principalmente en una mezcla de sulfato de sosa con un poco de sal común. Todo el tiempo en que el suelo de estos salitrales (como los llaman los españoles impropiamente, porque han tomado esa sustancia por salitre), permanece lo suficientemente húmedo, no se ve nada más que una llanura cuyo suelo es negro y fangoso;, acá y allá algunas matas de plantas vigorosas. Si se vuelve a una de esas llanuras después de unos cuantos días de calor, causa grandísima sorpresa el encontrarla enteramente blanca como si hubiese caído nieve y el viento hubiera acumulado ésta en montoncitos en muchas partes. Este último efecto proviene de que durante la evaporación lenta suben las sales a lo largo de las matas de hierba muerta, de los trozos de leña seca y de los terrones de tierra, en vez de cristalizar en el fondo de las charcas de agua. Los salitrales se encuentran en las llanuras elevadas unos cuantos pies nada más sobre el nivel del mar o en los terrenos de aluvión que costean a los ríos. M. Parchappe7 ha visto que las costras salinas en las planicies sitas a algunas millas de distancia del mar consisten principalmente en sulfato de sosa y no contienen más que 7 por 100 de sal común, al paso que junto a la costa la sal común entra en la proporción de 37 por 100. Esta circunstancia induce a creer que el sulfato de sosa es engendrado en el suelo por el cloruro de sodio que quedó en la superficie durante el lento y reciente levantamiento de este país seco; sea como fuere, el fenómeno merece llamar la atención a los naturalistas. Las plantas vigorosas que crecen en el suelo y que, como es sabido, contienen mucha sosa, ¿tienen el poder de descomponer el cloruro sódico? El fango negro, fétido y abundante en materias orgánicas, ¿cede el azufre y por fin el ácido sulfúrico de que está saturado? Dos días después me encamino de nuevo al puerto. Ya nos acercábamos al punto de llegada, cuando mi acompañante (el mismo hombre que me había guiado) vio a lejos a tres personas cazando a caballo. Echo pie a tierra enseguida, los examinó con cuidado y me dijo: «No montan a caballo como cristianos y además nadie puede abandonar el fuerte». Reuniéronse los tres cazadores y se apearon también. Por último, uno de ellos volvió a montar a caballo, dirigiose hacia lo alto de la colina y desapareció. Mi acompañante me dijo: «Ahora tenemos que montar otra vez a caballo, cargue V ...
En la línea 2509
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... s ropas de la muerta estaban atadas al sepulcro, y los cabellos, cortados, colocados a sus pies ...
En la línea 2912
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... s como en virtud de mi teoría las superficies sobre que se encuentran los attols y los arrecifesbarreras se deprimen continuamente, deberían encontrarse de cuando en cuando arrecifes muertos y sumergidos. todos los arrecifes se derraman los sedimentos del lagoon o del canallagoon hacia el lado del viento, que, por lo tanto, es el menos favorable al crecimiento prolongado de los corales; por consiguiente, se encuentran con mucha frecuencia partes de arrecifes muertos en ese lado de las islas; los cuales, aun conservando todavía su aspecto de muralla, se hallan en muchos casos a varias brazas por debajo de la superficie. grupo de las Chagos parece que se halla ahora por algún motivo, quizá la excesiva rapidez de su hundimiento, menos favorablemente situado para el crecimiento de los corales, de lo que lo estaba en otros tiempos. un attol de este grupo está muerta y sumergida una porción de arrecife marginal que tiene nueve millas de longitud, y en otro no hay más que algunas porcioncitas vivas que se elevan hasta la superficie; un tercero y un cuarto están completamente muertos y sumergidos, y el quinto es una masa de ruinas cuya conformación casi ha desaparecido. notable que en todos esos casos las partes de arrecife o arrecifes muertos están casi a la misma profundidad, esto es, a seis u ocho brazas bajo la superficie, como si hubiesen sido arrastrados por un movimiento uniforme ...
En la línea 86
del libro Blancanieves
del afamado autor Jacob y Wilhelm Grimm
... Cuando vieron a Blancanieves en el suelo, como muerta, sospecharon enseguida de la madrastra. ...
En la línea 105
del libro Blancanieves
del afamado autor Jacob y Wilhelm Grimm
... Apenas tuvo un trozo en la boca, cayó muerta. ...
En la línea 111
del libro Blancanieves
del afamado autor Jacob y Wilhelm Grimm
... A la noche, al volver a la casa, los enanitos encontraron a Blancanieves tendida en el suelo sin que un solo aliento escapara de su boca: estaba muerta. ...
En la línea 112
del libro Blancanieves
del afamado autor Jacob y Wilhelm Grimm
... La levantaron, buscaron alguna cosa envenenada, aflojaron sus lazos, le peinaron los cabellos, la lavaron con agua y con vino pelo todo esto no sirvió de nada: la querida niña estaba muerta y siguió estándolo. ...
En la línea 1784
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Pálida como una muerta, con dos lágrimas heladas en los párpados, con las manos flacas en cruz, oyó todo el diálogo de sus tías. ...
En la línea 2781
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Si Mesía paseaba los gemelos por los palcos y las butacas, seguía Ronzal el movimiento de aquellos que se le antojaban dos cañones cargados de mortífera metralla: ¡infeliz de la mujer a quien apuntara aquel asesino de corazones! Señora o señorita ya la tenía Ronzal por muerta de amor o deshonrada cuando menos. ...
En la línea 3413
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... y aquí me tienes muerta de hambre. ...
En la línea 3475
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Los colores vivos de la fruta mejor sazonada y de mayor tamaño animaban el cuadro, algo melancólico si hubiesen estado solos aquellos tonos apagados de la naturaleza muerta, ya embutida, ya salada. ...
En la línea 375
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... La única satisfacción de Gillespie era ver aparecer sobre un borde de su mesa el abultado cuerpo, la sonrisa bondadosa, los anteojos redondos y el gorro universitario del profesor Flimnap. Era el único pigmeo que hablaba correctamente el inglés y con el que podía conversar sin esfuerzo alguno. Los otros personajes, así los universitarios como los pertenecientes al gobierno, conocían su idioma como se conoce una lengua muerta. Podían leerlo con más o menos errores; pero, cuando pretendían hablarlo, balbuceaban a las pocas frases, acabando por callarse. ...
En la línea 356
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Jacinta estaba alarmadísima, medio muerta de miedo y de dolor. No sabía qué hacer ni qué decir. «Hijo mío—exclamó limpiando el sudor de la frente de su marido—, ¡cómo estás… ! Cálmate, por María Santísima. Estás delirando». ...
En la línea 974
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Cuentan Jacinta y su criada que al verse dentro de la reducida, inmunda y desamparada celda, y al observar que el llamado Platón cerraba la puerta, les entró un miedo tan grande que a entrambas se les ocurrió salir a la ventanilla a pedir socorro. Miró la señora de soslayo a la criada, por ver si esta mostraba entereza de ánimo; pero Rafaela estaba más muerta que viva. «Este bandido—pensó Jacinta—, nos va a retorcer el pescuezo sin dejarnos chistar». Algo se tranquilizaba oyendo muy cerca el guitarreo y el rum rum de la multitud que rodeaba a los dos ciegos. Izquierdo les ofreció las dos sillas que en la estancia había, y él se sentó sobre un baúl, poniendo al Pituso sobre sus rodillas. ...
En la línea 1451
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... —Es decir, hacía que me escribieran, porque la pobrecilla no sabe… «Pues señor, no hay más remedio que ir allá». Cree que tu pobre marido iba de muy mal humor. No puedes figurarte lo que le molestaba la resurrección de una cosa que creía muerta y desaparecida para siempre. «¿Por dónde saldrá ahora?… ¿Para qué me llamará?». Yo decía también: «De fijo que hay muchacho por en medio». Esta sucesión me cargaba. «Pero en fin, ¡qué remedio!… » pensaba al subir por aquellas oscuras escaleras. Era una casa de la calle de Hortaleza, al parecer de huéspedes. En el bajo hay tienda de ataúdes. ¿Y qué era?, que la infeliz había venido a Madrid con su hijo, con el mío: ¿por qué no decirlo claro?, y con un hombre, el cual estaba muy mal de fondos, lo que no tiene nada de particular… Llegar y ponerse malo el pobre niño fue todo uno. Viose la pobre en un trance muy apurado. ¿A quién acudir? Era natural: a mí. Yo se lo dije. «Has hecho perfectamente… ». La más negra era que el garrotillo le cogió al pobrecillo nene tan de filo, que cuando yo llegué… te va a dar mucha pena, como me la dio a mí… pues sí, cuando llegué, el pobre niño estaba expirando. Lo que yo le decía al verla hecha un mar de lágrimas: «¿Por qué no me avisaste antes?». Claro, yo habría llevado uno o dos buenos médicos y quién sabe, quién sabe si le hubiéramos salvado. ...
En la línea 1750
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... El tiempo apremiaba y doña Lupe podía venir. Cuando cogió la hucha llena, el corazón le palpitaba y su respiración era difícil. Dábale compasión de la víctima, y para evitar su enternecimiento, que podría frustrar el acto, hizo lo que los criminales que se arrojan frenéticos a dar el primer golpe para perder el miedo y acallar la conciencia, impidiéndose el volver atrás. Cogió la hucha y con febril mano le atizó un porrazo. La víctima exhaló un gemido seco. Se había cascado, pero no estaba rota aún. Como este primer golpe fue dado sobre el suelo, le pareció a Maximiliano que había retumbado mucho, y entonces puso sobre la cama el cacharro herido. Su azoramiento era tal que casi le pega a la hucha vacía en vez de hacerlo a la llena; pero se serenó, diciendo: «¡Qué tonto soy! Si esto es mío, ¿por qué no he de disponer de ello cuando me dé la gana?». Y leña, más leña… La infeliz víctima, aquel antiguo y leal amigo, modelo de honradez y fidelidad, gimió a los fieros golpes, abriéndose al fin en tres o cuatro pedazos. Sobre la cama se esparcieron las tripas de oro, plata y cobre. Entre la plata, que era lo que más abundaba, brillaban los centenes como las pepitas amarillas de un melón entre la pulpa blanca. Con mano trémula, el asesino lo recogió todo menos la calderilla, y se lo guardó en el bolsillo del pantalón. Los cascos esparcidos semejaban pedazos de un cráneo, y el polvillo rojo del barro cocido que ensuciaba la colcha blanca pareciole al criminal manchas de sangre. Antes de pensar en borrar las huellas del estropicio, pensó en poner los cuartos en la hucha nueva, operación verificada con tanta precipitación que las piezas se atragantaban en la boca y algunas no querían pasar. Como que la boca era un poquitín más estrecha que la de la muerta. Después metió el cobre de las dos pesetas que había cambiado. ...
En la línea 1192
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... –¡Qué conducta tan rara ha sido la suya! –dijo entre dientes–. Yo creo que ella me ha conocido… , y creo que no me ha conocido. Estas opiniones son contradictorias, lo veo claro. No me es posible conciliarlas ni desechar ninguna de las dos, ni siquiera que una gane a la otra. El caso sencillamente es éste: ha de haber conocido mi cara, mi figura y mi voz, porque ¿cómo podría ser de otro modo? Sin embargo, ha dicha que no me conocía, y eso es una prueba absoluta, porque no es capaz de mentir. ¡Pero… , un momento!… Creo que empiezo a comprender. Acaso él ha influido en ella, le ha obligado a que mienta, le ha exigido mentir. Ésa es la solución: el enigma está descifrado. Parecía muerta de terror… Sí estaba bajó su poder. Yo la veré, yo la encontraré. Ahora que él está fuera, ella me dirá la verdad, recordará los antiguos tiempos en que éramos compañeros de juegos y esto le ablandará el corazón y no me negará más, sino que confesará quién soy. Por sus venas no corre sangre engañosa. No; siempre ha sido honesta y fiel. Me amaba en aquellos días de antaño. Esa es mi seguridad, porque no se puede hacer traición a quien se ha amado. ...
En la línea 2173
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... —¡Prisionero! —exclamó apretando los dientes e intentando romper los hierros-. ¿Qué pasó? ¿Me vencieron otra vez los ingleses? ¡Condenación! ¿Qué será de Mariana? ¡Quizás esté muerta! ...
En la línea 2483
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... —¡Yáñez! —clamó Mariana, pálida como una muerta. ...
En la línea 1996
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Muy temprano, por la mañana, me levanté y salí. Aún no era tiempo de ir a casa de la señorita Havisham, y por eso di un paseo por el campo, en la dirección de la casa de ésta, que no era, desde luego, la correspondiente a la vivienda de Joe; allí podría ir al día siguiente, y, mientras tanto, pensaba en mi protectora y elaboraba brillantes cuadros de sus planes acerca de mí. La señorita Havisham había adoptado a Estella, y casi puede decirse que también me adoptó a mí, de modo que, sin duda alguna, su intención era criarnos juntos. Me reservaba el cometido de restaurar la triste casa, de admitir la entrada del sol en sus oscuras habitaciones, de poner en marcha los relojes, de encender el fuego en la chimenea y de quitar las telarañas y destruir todos los insectos; en una palabra: realizar los brillantes actos del joven caballero de los poemas, para casarse luego con la princesa. Cuando pasaba ante ella me detuve para mirar la casa; sus muros de ladrillo rojo, sus ventanas atrancadas y el verde acebo agarrado a las chimeneas, con sus raíces y sus tendones, como si fuesen viejos brazos sarmentosos, hacían 110 de todo aquello un misterio tranquilo, cuyo héroe era yo. Estella era la inspiración y el corazón de la aventura, desde luego. Pero aunque hubiese adquirido tan fuerte dominio en mí, aunque mi fantasía y mi esperanza reposaran en ella, a pesar de que su influencia en mi vida infantil y en mi carácter había sido todopoderosa, ni siquiera en aquella romántica mañana pude dotarla de otros atributos que los que realmente poseia. Menciono esto aquí con un propósito definido, porque es el hilo por el cual se podrá seguirme en mi mísero laberinto. De acuerdo con mi experiencia, las nociones convencionales de un enamorado no pueden ser ciertas siempre. La incalificable verdad es que cuando amaba a Estella con amor de hombre, la amaba sólo y sencillamente por considerarla irresistible. Y, de una vez para siempre, diré también que, para mi desgracia, comprendía muchas veces, si no siempre, que la amaba contra toda razón, contra toda promesa, contra toda paz y esperanza y contra la felicidad y el desencanto que pudiera haber en ello. Y, de una vez para siempre, diré también que no por eso la quería menos y que ello no tenía más influencia en contenerme que si yo hubiese creído devotamente que ella era la cumbre de la humana perfección. Dispuse mi paseo de manera que llegué a la puerta de la casa a la hora acostumbrada en otros tiempos. Cuando hube tirado del cordón de la campana con temblorosa mano, me volví de espaldas a la puerta, mientras trataba de recobrar el aliento y calmar moderadamente los latidos de mi corazón. Oí como se abría la puerta lateral de la casa y los pasos que atravesaban el patio; pero fingí no darme cuenta de ello, ni siquiera en el momento en que la puerta giró sobre sus oxidados goznes. Mas por fin me tocaron en el hombro, y yo, como sobresaltado, me volví. Y tuve entonces mayor sobresalto al verme cara a cara con un hombre sencillamente vestido de gris. Era el último a quien podía esperar ver ocupando el lugar de portero en la puerta de la casa de la señorita Havisham. - ¡Orlick! - ¡Ah, joven amigo! No solamente usted ha cambiado. Pero entre, entre. Es contrario a mis órdenes tener la puerta abierta. Entré y él cerró con llave, guardándosela luego. - Sí - dijo dando media vuelta mientras me precedía en algunos pasos cuando nos dirigíamos a la casa -. Aquí estoy. - ¿Y cómo ha venido usted aquí? - Pues muy sencillamente - replicó -: andando con mis piernas. Al mismo tiempo me traje mi caja en una carretilla. - ¿Y para qué bueno está usted aquí? - Supongo que no estoy para nada malo. Yo no estaba seguro de tanto. Tuve tiempo de pensar en mi respuesta mientras él levantaba con lentitud su pesada mirada desde el suelo, hacia mis piernas y mis brazos, para fijarse en mi rostro. - ¿De modo que ha dejado usted la fragua? - pregunté. - ¿Le parece que esto tiene aspecto de fragua? -me contestó Orlick mirando alrededor con aire de ofensa -. ¿Cree usted que tiene aspecto de tal? Yo le pregunté cuánto tiempo hacía que dejó la fragua de Gargery. - Son aquí los días tan parecidos uno a otro - contestó -, que no podría contestarle sin calcularlo antes. De todos modos, puedo decirle que vine aquí algún tiempo después de la marcha de usted. - Pues yo podría decirle la fecha, Orlick. - ¡Ah! - exclamó secamente -. Es que, desde entonces, usted ha podido aprender. Hablando así habíamos llegado a la casa, en donde vi que su habitación estaba situada junto a la puerta de servicio y cuya ventana daba al patio. En sus pequeñas dimensiones, no era muy distinta aquella habitación de la que en París se destina usualmente al portero. En las paredes estaban colgadas algunas llaves, y a ellas añadió la de la puerta exterior; su cama, cubierta por una colcha hecha con retazos de toda clase de tela, estaba en un hueco interior que formaba la misma estancia. El conjunto tenía un aspecto desaliñado, confinado y triste, semejante a la jaula destinada a un lirón humano, en tanto que él aparecía macizo y oscuro en la sombra del rincón inmediato a la ventana y muy parecido al lirón humano para quien la habitación estaba preparada, como así era en efecto. - Jamás había visto esta habitación - observé -, aunque antes aquí no había portero alguno. - No - contestó él -. Hasta que se vio que la planta baja carecía de protección y se creyó que era peligroso vivir así, en vista de que con alguna frecuencia hay fugas de presidiarios. Entonces me recomendaron a la casa como hombre capaz de devolver a cualquiera las mismas intenciones que traiga, y yo acepté. Es mucho más fácil que mover los fuelles y dar martillazos. Ya estoy cansado de aquello. 111 Mis ojos sorprendieron un arma de fuego y un bastón con anillos de bronce que había sobre la chimenea, y la mirada de Orlick siguió la mía. - Muy bien - dije yo, poco deseoso de continuar aquella conversación -. ¿Debo subir para ver a la señorita Havisham? - Que me maten si lo sé - replicó desperezándose y luego sacudiéndose a sí mismo -. Mis instrucciones han terminado ya, joven amigo. Yo, por mi parte, me limitaré a dar un martillazo en esta campana, y usted seguirá el corredor hasta que encuentre a alguien. - Creo que me esperan. - Lo ignoro por completo - replicó. En vista de eso, me dirigí hacia el largo corredor que en otros tiempos pisé con mis gruesos zapatos, y él hizo resonar su campana. A1 extremo del corredor, mientras aún vibraba la campana, encontré a Sara Pocket, la cual parecía entonces haber adquirido, por mi culpa y de un modo definitivo, una coloración verde y amarilla en su rostro. - ¡Oh! - exclamó -. ¿Es usted, señor Pip? - Sí, señorita Pocket. Y tengo la satisfacción de decirle que tanto el señor Pocket como su familia están muy bien. - ¿Son más juiciosos? - preguntó Sara meneando tristemente la cabeza -. Mejor sería que gozasen de más juicio en vez de buena salud. ¡Ah, Mateo, Mateo!… Usted ya conoce el camino, caballero. Lo conocía bastante, porque muchas veces había subido la escalera a oscuras. Ascendí entonces por ella con un calzado más ligero que en otro tiempo y llamé del modo acostumbrado en la puerta de la estancia de la señorita Havisham. - Es la llamada de Pip - oí que decía inmediatamente -. Entra, Pip. Estaba en su sillón, cerca de la vieja mesa, vistiendo el mismo traje antiguo y con ambas manos cruzadas sobre su bastón, la barbilla apoyada en ellas y los ojos fijos en el suelo. Sentada cerca de ella, teniendo en la mano el zapato blanco que nunca había usado y con la cabeza inclinada mientras lo miraba, estaba una elegante dama a quien nunca había visto. - Entra, Pip - murmuró la señorita Havisham sin levantar los ojos ni mirar alrededor-. Entra, Pip. ¿Cómo estás, Pip? ¿De modo que me besas la mano como si fuese una reina? ¿Qué… ? Me miró de pronto, moviendo únicamente sus ojos y repitió en tono que a la vez era jocoso y triste: - ¿Qué… ? - Me he enterado, señorita Havisham - dije yo sin ocurrírseme otra cosa -, que fue usted tan bondadosa como para desear que viniese a verla. Y por eso me he apresurado a obedecerla. - ¿Y qué… ? La señora a quien nunca había visto levantó los ojos y me miró burlonamente; entonces vi que sus ojos eran los de Estella. Pero estaba tan cambiada y era tan hermosa y tan mujer, y de tal modo era admirable por los adelantos que había hecho, que, a mi vez, me pareció no haber logrado ninguno. Me figuré, mientras la miraba, que yo, de un modo irremediable, volvía a convertirme en el muchacho rudo y ordinario de otros tiempos. ¡Qué intensa fue la sensación de distancia y de disparidad que se apoderó de mí y de la inaccesibilidad en que parecía hallarse ella! Me dio su mano, y yo tartamudeé algunas palabras, tratando de expresar el placer que tenía al verla de nuevo, y también di a entender que hacía mucho tiempo que esperaba tan agradable ocasión. - ¿La encuentras muy cambiada, Pip? - preguntó la señorita Havisham con su mirada ansiosa y golpeando con el bastón una silla que había entre las dos, para indicarme que me sentara en ella. -Al entrar, señorita Havisham, no creí, a juzgar por el rostro o por la figura, que fuese Estella; pero ahora, y a pesar de su cambio, reconozco perfectamente su figura y su rostro anteriores. - Supongo que no vas a decir que Estella es vieja - replicó la señorita Havisham -. Acuérdate de que era orgullosa e insultante y que deseabas alejarte de ella. ¿Te acuerdas? Yo, muy confuso, contesté que de eso hacía mucho tiempo, que no sabía entonces lo que me decía y otras cosas por el estilo. Estella sonrió con perfecta compostura y dijo que no tenía duda alguna de que yo entonces estaba en lo cierto, pues ella había sido siempre muy desagradable para mí. - ¿Y a él le encuentras cambiado? - le preguntó la señorita Havisham. - Mucho - contestó Estella mirándome. - ¿Te parece menos rudo y menos ordinario? -preguntó la señorita Havisham jugando con el cabello de Estella. Ésta se echó a reír, miró el zapato que tenía en la mano, se rió de nuevo, me miró y dejó el zapato. Seguía tratándome como a un muchacho, pero continuaba atrayéndome. 112 Estábamos los tres sentados en la triste estancia y entre las antiguas y extrañas influencias que tanto me habían impresionado. Entonces supe que Estella acababa de llegar de Francia y que estaba a punto de dirigirse a Londres. Tan orgullosa y testaruda como antes, había logrado unir de tal modo estas cualidades a su propia belleza, que era por completo imposible y fuera de razón, o por lo menos me lo pareció así, de separarlas de su hermosura. En realidad, no se podía disociar su presencia de todos aquellos malditos deseos de dinero y de nobleza que me asediaron durante mi infancia, de todas aquellas mal reguladas aspiraciones que me hicieron avergonzarme de mi hogar y de Joe, ni de todas aquellas visiones que me ofrecieron la imagen de su rostro en las llamas de la fragua, o entre las chispas que el martillo arrancaba al hierro candente sobre el yunque, o en la oscuridad de la noche, cuando sentía la impresión de que asomaba su rostro a la ventana de la fragua, para huir en seguida. En una palabra: me era imposible separarla, en el pasado o en el presente, de la razón más profunda de mi propia vida. Se convino que yo permanecería allí durante el resto del día y que a la noche regresaría al hotel, y a Londres a la mañana siguiente. En cuanto hubimos conversado un rato, la señorita Havisham nos mandó a pasear por el abandonado jardín, y al regresar me dijo que la llevase de un lado a otro en su sillón de ruedas, como otras veces lo había hecho. Así, Estella y yo salimos al jardín por la puerta que me dio paso antes de tener el encuentro con el joven caballero pálido, o sea con Herbert. Yo temblaba espiritualmente y adoraba incluso el borde del vestido de mi compañera, la cual, muy serena y decidida a no adorar el borde de mi traje, salió conmigo, y en cuanto llegamos al lugar de la pelea con Herbert se detuvo y dijo: - Sin duda me porté de un modo raro aquel día, cuando me escondí para presenciar la pelea. Pero no puedo negar que lo hice y que me divertí mucho. - Ya me recompensó usted bien. - ¿De veras? - replicó, como si no se acordase -. Si la memoria no me es infiel, sentía mucha antipatía hacia su adversario, porque me supo muy mal que lo trajeran aquí para molestarme con su presencia. - Pues ahora, él y yo somos muy amigos - dije. - ¿De veras? Ahora me parece recordar que usted recibe lecciones de su padre. - Así es. De mala gana admití este hecho, que me daba muy poca importancia, y así pude observar que ella volvía a tratarme casi como a un muchacho. - A partir del cambio de su fortuna y de sus esperanzas, ha cambiado también usted de compañeros - observó Estella. - Naturalmente - dije. - Y necesariamente - añadió ella con altanería -. Lo que fue antaño una buena compañía para usted, sería completamente inapropiada. Dudo mucho de que en mi conciencia hubiese todavía la intención de ir a visitar a Joe, pero estas palabras me la quitaron por completo. - ¿Y no tenía usted idea, en aquellos tiempos, de la buena fortuna que le esperaba? - dijo Estella moviendo ligeramente la mano, como para significar la época de mi lucha con Herbert. - Ni remotamente. Ofrecía un contraste, que yo sentí muy bien, el aire de seguridad y de superioridad con que ella andaba a mi lado y el de incertidumbre y sumisión con que yo la acompañaba. Y me habría irritado mucho más de lo que me molestó, de no haber estado convencido de que se me había sacado de mi baja esfera para reservarme a ella. El jardín, gracias a lo descuidado que estaba, tenía tal frondosidad que apenas se podía andar por él; de manera que, después de haber dado un par de vueltas o tres, llegamos otra vez al patio de la fábrica de cerveza. Le indiqué el lugar en donde la había visto andar por encima de los barriles, el primer día de mi visita a la casa, y ella, dirigiendo una fría y descuidada mirada en aquella dirección, me preguntó: - ¿De veras? Le recordé el lugar por el que saliera de la casa para darme de comer y de beber, y ella contestó: - No me acuerdo. - ¿No se acuerda usted tampoco de que me hizo llorar? - pregunté. - No - dijo meneando la cabeza y mirando alrededor. Estoy convencido de que aquella falta de memoria con respecto a tales detalles me hicieron llorar interiormente, que es el llanto más triste de todos. - Es preciso que usted sepa - dijo Estella, con acento de condescendencia, propio de una joven hermosa y brillante - que no tengo corazón, siempre y cuando eso se relacione con mi memoria. 113 Yo pronuncié algunas palabras, tomándome la libertad de dudar de lo que acababa de decir. Estaba seguro de que su belleza habría sido imposible careciendo de corazón. - ¡Oh!, sí lo tengo, y sería posible atravesármelo con un puñal o de un balazo - contestó Estella -, y, naturalmente, él cesaría de latir y yo de existir. Pero ya sabe usted a lo que me refiero. Aquí no tengo ninguna bondad, ninguna simpatía, ningún sentimiento ni ninguna de esas tonterías. ¿Qué veía en mi mente mientras ella estaba inmóvil, a mi lado, y mirándome con la mayor atención? ¿Algo que hubiese visto en la señorita Havisham? No. En algunas de sus miradas y gestos había cierto parecido con la señorita Havisham, parecido que a veces adquieren los niños con respecto a las personas mayores con las que han sostenido frecuente trato o con los que han vivido encerrados. Esto, cuando ha pasado ya la infancia, produce unas semejanzas casuales y muy notables entre la expresión de dos rostros que, por lo demás, son completamente distintos. Y, sin embargo, no podía hallar en Estella nada que me recordase a la señorita Havisham. La miré otra vez y, a pesar de que ella continuaba con los ojos fijos en mí, desapareció por completo mi ilusión. ¿Qué sería? - Hablo en serio - dijo Estella sin arrugar la frente, que era muy tersa, y sin que tampoco se ensombreciese su rostro-. Y si hemos de pasar mucho rato juntos, es mejor que se convenza de ello en seguida. No - añadió imperiosamente al observar que yo abría los labios -. No he dedicado a nadie mi ternura. Jamás he sentido tal cosa. Un momento después estábamos en la fábrica de cerveza, abandonada desde hacía tanto tiempo, y ella señaló la alta galería por donde la vi pasar el primer día, diciéndome que recordaba haber estado allí y haberme visto mientras yo la contemplaba asustado. Mientras mis ojos observaban su blanca mano, volví a sentir la misma débil impresión, que no podía recordar sobre el brazo, e instantáneamente aquel fantasma volvió a pasar y se alejó. ¿Qué sería? - ¿Qué ocurre? - preguntó Estella -. ¿Se ha asustado usted otra vez? -Me asustaría en realidad si creyese lo que acaba de decir - repliqué, tratando de olvidarlo. - ¿De modo que no lo cree usted? Muy bien. De todos modos, recuerde que se lo he dicho. La señorita Havisham querrá verle pronto en su antiguo puesto, aunque yo creo que eso podría dejarse ahora a un lado, con otras cosas ya antiguas. Vamos a dar otra vuelta por el jardín, y luego entre en la casa. Venga. Hoy no derramará usted lágrimas por mi crueldad; será mi paje y me prestará su hombro. Su bonito traje habíase arrastrado por el suelo. Recogió la cola de la falda con una mano y con la otra se apoyó ligeramente en mi hombro mientras andábamos. Dimos dos o tres vueltas más por el abandonado jardín, que me pareció haber florecido para mí, y si los hierbajos verdes y amarillos que crecían en las resquebrajaduras de la antigua cerca hubiesen sido las flores más preciosas del mundo, no los hubiera recordado con más cariño. Entre nosotros no había discrepancia de edad que pudiera justificar su alejamiento de mí; teníamos casi los mismos años, aunque, naturalmente, ella parecía ser mayor que yo; pero la aparente inaccesibilidad que le daban su belleza y sus modales me atormentaba en medio de mis delicias y aun en la seguridad que sentía yo de que nuestra protectora nos había elegido uno para otro. ¡Pobre de mí! Por fin volvimos a la casa, y allí me enteré con la mayor sorpresa de que mi tutor acababa de llegar para ver a la señorita Havisham, a fin de tratar de negocios, y que estaría de regreso a la hora de comer. Los antiguos candeleros de la estancia en que había la mesa del festín quedaron encendidos mientras nosotros estábamos en el jardín y la señorita Havisham continuaba sentada en su silla y esperándome. Cuando empujé su sillón de ruedas y dimos algunas vueltas lentas en torno de los restos de la fiesta nupcial, me pareció haber vuelto a los tiempos pasados. Pero en la fúnebre estancia, con aquella figura sepulcral sentada en el sillón que fijaba los ojos en ella, Estella parecía más radiante y hermosa que antes y yo estaba sumido en extraño embeleso. Pasó el tiempo y se acercó la hora de la comida; entonces Estella nos dejó para prepararla. La señorita Havisham y yo nos habíamos detenido cerca del centro de la larga mesa, y ella, con uno de sus pálidos brazos extendido, apoyó la cerrada mano en el amarillento mantel. Y cuando Estella miraba hacia atrás, antes de salir, la señorita Havisham le besó la mano con tal voraz intensidad que me pareció terrible. Entonces, en cuanto Estella se hubo marchado y nos quedamos solos, ella se volvió a mí y, en voz tan baja que parecía un murmullo, dijo: - ¿La encuentras hermosa, graciosa y crecida? ¿No la admiras? - Todos los que la vean la admirarán, señorita Havisham. 114 Ella me rodeó el cuello con un brazo y, acercando mi cabeza a la suya, mientras estaba sentada en el sillón, exclamó: - ¡Ámala, ámala, ámala! ¿Cómo te trata? Antes de que pudiera contestar, aun suponiendo que hubiese sido capaz de contestar a tan difícil pregunta, ella repitió: - ¡Ámala, ámala, ámala! Si se te muestra favorable, ámala. Si te hiere, ámala. Si te destroza el corazón, y a medida que crezca en años y sea más fuerte te lo deja más destrozado, a pesar de ello, ¡ámala, ámala, ámala! Jamás había visto yo tal ímpetu apasionado como el que ella empleó al pronunciar tales palabras. Sentí en torno de mi cuello los músculos de su flaco brazo, agitado por la vehemencia que la poseía. - Escúchame, Pip. La adopté para que fuese amada. La crié y la eduqué para que la amasen. E hice que llegara a ser como es para que pudieran amarla. ¡Ámala! Pronunció esta palabra repetidas veces, y no había duda acerca de su intención; pero si hubiese repetido del mismo modo la palabra «odio» en vez de «amor», o bien «desesperación», «venganza» o «trágica muerte», no habría podido sonar en sus labios de un modo más semejante a una maldición. - Y ahora voy a decirte - añadió con el rnismo murmullo vehemente y apasionado -, voy a decirte lo que es un amor verdadero. Es una devoción ciega que para nada tiene en cuenta la propia humillación, la absoluta sumisión, la confianza y la fe, contra uno mismo y contra el mundo entero, y que entrega el propio corazón y la propia alma al que los destroza… , como hice yo. Cuando dijo esto, añadió un grito tan desesperado, que me creí obligado a cogerla por la cintura, porque se levantó en el sillón, cubierta por la mortaja de su traje, y golpeó el aire como si quisiera haberse arrojado a sí misma contra la pared y caer muerta. Todo esto ocurrió en pocos segundos. Cuando volví a dejarla en su sillón, sentí un aroma que me era muy conocido, y al volverme vi a mi tutor en la estancia. Siempre llevaba consigo, y creo no haberlo mencionado todavía, un pañuelo de bolsillo de rica seda y de enormes dimensiones, que le era sumamente útil en su profesión. Muchas veces le he visto dejar aterrorizado a un cliente o a un testigo limitándose a desdoblar ceremoniosamente su pañuelo, como si se dispusiera a sonarse, pero luego hacía una pausa, como persuadido de que no tenía tiempo de ello antes de que el testigo o el cliente confesaran de plano, y así ocurría que, del modo más natural del mundo, llegaba la confesión del que se encontraba ante él. Cuando le vi en la estancia, sostenía con las manos el pañuelo de seda y nos estaba mirando. Al encontrar mis ojos, se limitó a decir, después de hacer una ligera pausa: - ¿De veras? Es singular. Y luego usó con maravilloso efecto el pañuelo para el fin a que estaba destinado. La señorita Havisham le había visto al mismo tiempo que yo y, como ocurría a todo el mundo, sentía temor de aquel hombre. Hizo un esfuerzo para tranquilizarse, y luego, tartamudeando, dijo al señor Jaggers que era tan puntual como siempre. - ¿Tan puntual como siempre? - repitió él acercándose a nosotros. Luego, mirándome, añadió: - ¿Cómo está usted, Pip? ¿Quiere que le haga dar una vuelta, señorita Havisham? ¿Una vuelta nada más? ¿De modo que está usted aquí, Pip? Le dije cuándo había llegado y que la señorita Havisham deseaba que fuese para ver a Estella. - ¡Ah! - replicó él -. Es una preciosa señorita. Luego empujó el sillón de la señorita Havisham con una de sus enormes manos y se metió la otra en el bolsillo del pantalón, como si éste contuviera numerosos secretos. - Dígame, Pip - añadió en cuanto se detuvo -. ¿Cuántas veces había usted visto antes a la señorita Estella? - ¿Cuántas veces? - Sí, cuántas. ¿Diez mil, tal vez? - ¡Oh, no, no tantas! - ¿Dos? - Jaggers - intervino la señorita Havisham con gran placer por mi parte-. Deje usted a mi Pip tranquilo y vaya a comer con él. Jaggers obedeció, y ambos nos encaminamos hacia la oscura escalera. Mientras nos dirigíamos hacia las habitaciones aisladas que había al otro lado del enlosado patio de la parte posterior me preguntó cuántas veces había visto comer o beber a la señorita Havisham, y, como de costumbre, me dio a elegir entre una vez y cien. Yo reflexioné un momento y luego contesté: 115 - Nunca. - Ni lo verá nunca, Pip - replicó sonriendo y ceñudo a un tiempo -. Nunca ha querido que la viese nadie comer o beber desde que lleva esta vida. Por las noches va de un lado a otro, y entonces toma lo que encuentra. - Perdóneme - dije -. ¿Puedo hacerle una pregunta, caballero? - Usted puede preguntarme - contestó - y yo puedo declinar la respuesta. Pero, en fin, pregunte. - ¿El apellido de Estella es Havisham, o… ? - me interrumpí, porque no tenía nada que añadir. - ¿O qué? - dijo él. - ¿Es Havisham? - Sí, Havisham. Así llegamos a la mesa, en donde nos esperaban Estella y Sara Pocket. El señor Jaggers ocupó la presidencia, Estella se sentó frente a él y yo me vi cara a cara con mi amiga del rostro verdoso y amarillento. Comimos muy bien y nos sirvió una criada a quien jamás viera hasta entonces, pero la cual, a juzgar por cuanto pude observar, estuvo siempre en aquella casa. Después de comer pusieron una botella de excelente oporto ante mi tutor, que sin duda alguna conocía muy bien la marca, y las dos señoras nos dejaron. Era tanta la reticencia de las palabras del señor Jaggers bajo aquel techo, que jamás vi cosa parecida, ni siquiera en él mismo. Cuidaba, incluso, de sus propias miradas, y apenas dirigió una vez sus ojos al rostro de Estella durante toda la comida. Cuando ella le dirigía la palabra, prestaba la mayor atención y, como es natural, contestaba, pero, por lo que pude ver, no la miraba siquiera. En cambio, ella le miraba frecuentemente, con interés y curiosidad, si no con desconfianza, pero él parecía no darse cuenta de nada. Durante toda la comida se divirtió haciendo que Sara Pocket se pusiera más verde y amarilla que nunca, aludiendo en sus palabras a las grandes esperanzas que yo podía abrigar. Pero entonces tampoco demostró enterarse del efecto que todo eso producía y fingió arrancarme, y en realidad lo hizo, aunque ignoro cómo, estas manifestaciones de mi inocente persona. Cuando él y yo nos quedamos solos, permaneció sentado y con el aire del que reserva sus palabras a consecuencia de los muchos datos que posee, cosa que, realmente, era demasiado para mí. Y como no tenía otra cosa al alcance de su mano, pareció repreguntar al vino que se bebía. Lo sostenía ante la bujía, luego lo probaba, le daba varias vueltas en la boca, se lo tragaba, volvía a mirar otra vez el vaso, olía el oporto, lo cataba, se lo bebía, volvía a llenar el vaso y lo examinaba otra vez, hasta que me puso nervioso, como si yo estuviese convencido de que el vino le decía algo en mi perjuicio. Tres o cuatro veces sentí la débil impresión de que debía iniciar alguna conversación; pero cada vez que él advertía que iba a preguntarle algo, me miraba con el vaso en la mano y paladeaba el vino, como si quisiera hacerme observar que era inútil mi tentativa, porque no podría contestarme. Creo que la señorita Pocket estaba convencida de que el verme tan sólo la ponía en peligro de volverse loca, y tal vez de arrancarse el sombrero, que era muy feo, parecido a un estropajo de muselina, y de desparramar por el suelo los cabellos que seguramente no habían nacido en su cabeza. No apareció cuando más tarde subimos a la habitación de la señorita Havisham y los cuatro jugamos al whist. En el intervalo, la señorita Havisham, obrando de un modo caprichoso, había puesto alguna de las más hermosas joyas que había en el tocador en el cabello de Estella, en su pecho y en sus brazos, y observé que incluso mi tutor la miraba por debajo de sus espesas cejas y las levantaba un poco cuando ante sus ojos vio la hermosura de Estella adornada con tan ricos centelleos de luz y de color. Nada diré del modo y de la extensión con que guardó nuestros triunfos y salió con cartas sin valor al terminar las rondas, antes de que quedase destruida la gloria de nuestros reyes y de nuestras reinas, ni tampoco de mi sensación acerca del modo de mirarnos a cada uno, a la luz de tres fáciles enigmas que él adivinó mucho tiempo atrás. Lo que me causó pena fue la incompatibilidad que había entre su fría presencia y mis sentimientos con respecto a Estella. No porque yo no pudiese hablarle de ella, sino porque sabía que no podría soportar el inevitable rechinar de sus botas en cuanto oyese hablar de Estella y porque, además, no quería que después de hablar de ella fuese a lavarse las manos, como tenía por costumbre. Lo que más me apuraba era que el objeto de mi admiración estuviese a corta distancia de él y que mis sentimientos se hallaran en el mismo lugar en que se encontraba él. Jugamos hasta las nueve de la noche, y entonces se convino que cuando Estella fuese a Londres se me avisaría con anticipación su llegada a fin de que acudiese a recibirla al bajar de la diligencia; luego me despedí de ella, estreché su mano y la dejé. Mi tutor se albergaba en El Jabalí, y ocupaba la habitación inmediata a la mía. En lo más profundo de la noche resonaban en mis oídos las palabras de la señorita Havisham cuando me decía: «¡Amala, ámala, 116 ámala!» Las adapté a mis sentimientos y dije a mi almohada: «¡La amo, la amo, la amo!» centenares de veces. Luego me sentí penetrado de extraordinaria gratitud al pensar que me estuviese destinada, a mí, que en otros tiempos no fui más que un aprendiz de herrero. Entonces pensé que, según temía, ella no debía de estar muy agradecida por aquel destino, y me pregunté cuándo empezaría a interesarse por mí. ¿Cuándo podría despertar su corazón, que ahora estaba mudo y dormido? ¡Ay de mí! Me figuré que éstas eran emociones elevadas y grandiosas. Pero nunca pensé que hubiera nada bajo y mezquino en mi apartamiento de Joe, porque sabía que ella le despreciaría. No había pasado más que un día desde que Joe hizo asomar las lágrimas a mis ojos; pero se habían secado pronto, Dios me perdone, demasiado pronto. ...
En la línea 2008
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Aquélla era la primera vez que se abría una tumba en el camino de mi vida, y fue extraordinario el efecto que ello me produjo. Día y noche me asaltaba el recuerdo de mi hermana, sentada en su sillón junto al fuego de la cocina. Y el pensar que subsistiese esta última sin mi hermana me resultaba de difícil comprensión. Así como en los últimos tiempos apenas o nunca pensé en ella, a la sazón tenía la extraña idea de que iba a verla por la calle, viniendo hacia mí, o que de pronto llamaria a la puerta. También en mi vivienda, con la cual jamás estuvo mi hermana asociada, parecía reinar la impresión de la muerte y la sugestión perpetua del sonido de su voz, o de alguna peculiaridad de su rostro o de su figura, como si aún viviese y me hubiera visitado allí con frecuencia. Cualesquiera que hubieran podido ser mis esperanzas y mi fortuna, es dudoso que yo recordase a mi hermana con mucha ternura. Pero supongo que siempre puede existir cierto pesar aunque el cariño no sea grande. Bajo su influencia (y quizás ocupando el lugar de un sentimiento más tierno), sentí violenta indignación contra el criminal por cuya causa sufrió tanto aquella pobre mujer, y sin duda alguna, de haber tenido pruebas suficientes, hubiera perseguido vengativamente hasta el último extremo a Orlick o a cualquier otro. Después de escribir a Joe para ofrecerle mis consuelos, y asegurándole que no dejaría de asistir al entierro, pasé aquellos días intermedios en el curioso estado mental que ya he descrito. Salí temprano por la mañana y me detuve en El Jabalí Azul. con tiempo más que suficiente para dirigirme a la fragua. Otra vez corría el verano, y el tiempo era muy agradable mientras fui, paseando, hacia la fragua. Entonces recordé con la mayor precisión la época en que no era mas que un niño indefenso y mi hermana no me mimaba ciertamente. Pero lo recordé con mayor suavidad, que incluso hizo más llevadero el mismo recuerdo de «Tickler». Entonces el aroma de las habas y del trébol insinuaba en mi corazón que llegaría el 133 día en que sería agradable para mi memoria que otros, al pasear a la luz del sol, se sintieran algo emocionados al pensar en mí. Por fin llegué ante la casa, y vi que «Trabb & Co.» habían procedido a preparar el entierro, posesionándose de la casa. Dos personas absurdas y de triste aspecto, cada una de ellas luciendo una muletilla envuelta en un vendaje negro, como si tal instrumento pudiera resultar consolador para alguien, estaban situadas ante la puerta principal de la casa; en una de ellas reconocí a un postillón despedido de El Jabalí Azul por haber metido en un aserradero a una pareja de recién casados que hacían su viaje de novios, a consecuencia de una fenomenal borrachera que sufría y que le obligó a agarrarse con ambos brazos al cuello de su caballo para no caerse. Todos los muchachos del pueblo, y muchas mujeres también, admiraban a aquellos enlutados guardianes, contemplando las cerradas ventanas de la casa y de la fragua; cuando yo llegué, uno de los dos guardianes, el postillón, llamó a la puerta como dando a entender que yo estaba tan agobiado por la pena que ni siquiera me quedaba fuerza para hacerlo con mis propias manos. El otro enlutado guardián, un carpintero que en una ocasión se comió dos gansos por una apuesta, abrió la puerta y me introdujo en la sala de ceremonia. Allí, el señor Trabb había tomado para sí la mejor mesa, provisto de los necesarios permisos, y corría a su cargo una especie de bazar de luto, ayudándose de regular cantidad de alfileres negros. En el momento de mi llegada acababa de poner una gasa en el sombrero de alguien, con los extremos de aquélla anudados y muy largos, y me tendió la mano pidiéndome mi sombrero; pero yo, equivocándome acerca de su intento, le estreché la mano que me tendía con el mayor afecto. El pobre y querido Joe, envuelto en una capita negra atada en el cuello por una gran corbata del mismo color, estaba sentado lejos de todos, en el extremo superior de la habitacion, lugar en donde, como presidente del duelo, le había colocado el señor Trabb. Yo le saludé inclinando la cabeza y le dije: - ¿Cómo estás, querido Joe? - ¡Pip, querido amigo! - me contestó -. Usted la conoció cuando todavía era una espléndida mujer. Luego me estrechó la mano y guardó silencio. Biddy, modestamente vestida con su traje negro, iba de un lado a otro y se mostraba muy servicial y útil. En cuanto le hube dicho algunas palabras, pues la ocasión no permitía una conversación más larga, fui a sentarme cerca de Joe, preguntándome en qué parte de la casa estaría mi hermana. En la sala se percibía el débil olor de pasteles, y miré alrededor de mí en busca de la mesa que contenía el refresco; apenas era visible hasta que uno se había acostumbrado a aquella penumbra. Vi en ella un pastel de manzanas, ya cortado en porciones, y también naranjas, sandwichs, bizcochos y dos jarros, que conocía muy bien como objetos de adorno, pero que jamás vi usar en toda mi vida. Uno de ellos estaba lleno de oporto, y el otro, de jerez. Junto a la mesa distinguí al servil Pumblechook, envuelto en una capa negra y con el lazo de gasa en el sombrero, cuyos extremos eran larguísimos; alternativamente se atracaba de lo lindo y hacía obsequiosos movimientos con objeto de despertar mi atención. En cuanto lo hubo logrado, vino hacia mí, oliendo a jerez y a pastel y, con voz contenida, dijo: - ¿Me será permitido, querido señor… ? Y, en efecto, me estrechó las manos. Entonces distinguí al señor y a la señora Hubble, esta última muy apenada y silenciosa en un rincón. Todos íbamos a acompañar el cadáver y, por lo tanto, antes Trabb debía convertirnos separadamente, a cada uno de nosotros, en ridículos fardos de negras telas. - Le aseguro, Pip - murmuró Joe cuando ya estábamos «formados», según decía el señor Trabb, de dos en dos, en el salón, lo cual parecía una horrible preparación para una triste danza, - le aseguro, caballero, que habría preferido llevarla yo mismo a la iglesia, acompañado de tres o cuatro amigos que me habrían prestado con gusto sus corazones y sus brazos; pero se ha tenido en cuenta lo que dirian los vecinos al verlo, temiendo que se figuraran que eso era una falta de respeto. - ¡Saquen los pañuelos ahora! - gritó el señor Trabb en aquel momento con la mayor seriedad y como si dirigiese el ejercicio de algunos reclutas -. ¡Fuera pañuelos! ¿Estamos? Por consiguiente, todos nos llevamos los pañuelos a la cara, como si nos sangrasen las narices, y salimos de dos en dos. Delante íbamos Joe y yo; nos seguían Biddy y Pumblechook, y, finalmente, iban el señor y la señora Hubble. Los restos de mi pobre hermana fueron sacados por la puerta de la cocina, y como era esencial en la ceremonia del entierro que los seis individuos que transportaban el cadáver anduvieran envueltos en una especie de gualdrapas de terciopelo negro, con un borde blanco, el conjunto parecía un monstruo ciego, provisto de doce piernas humanas, cuyos pies intentaban dirigirse cada uno por su lado, bajo la guía de los dos guardias, o sea del postillón y de su camarada. 134 Sin embargo, la vecindad manifestaba su entera aprobación con respecto a aquella ceremonia y nos admiraron mucho mientras atravesábamos el pueblo. Los aldeanos más jóvenes y vigorosos hacían varias tentativas para dividir el cortejo, y hasta se ponían al acecho para interceptar nuestro camino en los lugares convenientes. En aquellos momentos, los más exaltados entre ellos gritaban con la mayor excitación en cuanto aparecíamos por la esquina inmediata: - ¡Ya están aquí! ¡Ya vienen! Cosa que a nosotros no nos alegraba ni mucho menos. En aquella procesión me molestó mucho el abyecto Pumblechook, quien, aprovechándose de la circunstancia de marchar detrás de mí, insistió durante todo el camino, como prueba de sus delicadas atenciones, en arreglar las gasas que colgaban de mi sombrero y en quitarme las arrugas de la capa. También mis pensamientos se distrajeron mucho al observar el extraordinario orgullo del señor y la señora Hubble, que se vanagloriaban enormemente por el hecho de ser miembros de tan distinguida procesión. Apareció ante nosotros la dilatada extensión de los marjales, y casi en seguida las velas de las embarcaciones que navegaban por el río; entramos en el cementerio, situándonos junto a las tumbas de mis desconocidos padres, «Philip Pirrip, último de su parroquia, y también Georgiana, esposa del anterior». Allí mi hermana fue depositada en paz, en la tierra, mientras las alondras cantaban sobre la tumba y el ligero viento la adornaba con hermosas sombras de nubes y de árboles. Acerca de la conducta del charlatán de Pumblechook mientras esto sucedía, no debo decir más sino que por entero se dedicó a mí y que, incluso cuando se leyeron aquellas nobles frases que recuerdan a la humanidad que no trajo consigo nada al mundo ni tampoco puede llevarse nada de éste, y le advierten, además, que la vida transcurre rápida como una sombra y nunca continua por mucho tiempo en esta morada terrena, yo le oí hacer en voz baja una reserva con respecto a un joven caballero que inesperadamente llegó a poseer una gran fortuna. Al regreso tuvo la desvergüenza de expresarme su deseo de que mi hermana se hubiese enterado del gran honor que yo le hacía, añadiendo que tal vez lo habría considerado bien logrado aun a costa de su muerte. Después de eso acabó de beberse todo nuestro jerez, mientras el señor Hubble se bebía el oporto, y los dos hablaron (lo cual, según he observado, es costumbre en estos casos) como si fuesen de otra raza completamente distinta de la de la difunta y notoriamente inmortales. Por fin, Pumblechook se marchó con el señor y la señora Hubble, para pasar la velada hablando del entierro, sin duda alguna, y para decir en Los Tres Alegres Barqueros que él era el iniciador de mi fortuna y el primer bienhechor que tuve en el mundo. En cuanto se hubieron marchado, y asi que Trabb y sus hombres (aunque no su aprendiz, porque le busqué con la mirada) hubieron metido sus disfraces en unos sacos que a prevención llevaban, alejándose a su vez, la casa volvió a adquirir su acostumbrado aspecto. Poco después, Biddy, Joe y yo tomamos algunos fiambres; pero lo hicimos en la sala de respeto y no en la antigua cocina. Joe estaba tan absorto en sus movimientos con el cuchillo, el tenedor, el salero y otros chismes semejantes, que aquello resulto molesto para todos. Pero después de cenar, en cuanto le hice tomar su pipa y en su compañia dimos una vuelta por la fragua, sentándonos luego en el gran bloque de piedra que había en la parte exterior, la cosa marcho mucho mejor. Observé que, después del entierro, Joe se cambió de traje, como si quisiera hacer una componenda entre su traje de las fiestas y el de faena, y en cuanto se hubo puesto este último, el pobre resultó más natural y volvió a adquirir su verdadera personalidad. Le complació mucho mi pregunta de si podría dormir en mi cuartito, cosa que a mí me pareció muy agradable, pues comprendí que había hecho una gran cosa tan sólo con dirigirle aquella petición. En cuanto se espesaron las sombras de la tarde, aproveché una oportunidad para salir al jardín con Biddy a fin de charlar un rato. -Biddy – dije, - creo que habrías podido escribirme acerca de estos tristes acontecimientos. - ¿Lo cree usted así, señor Pip? - replicó Biddy. - En realidad, le habría escrito si se me hubiera ocurrido. - Creo que no te figurarás que quiero mostrarme impertinente si te digo que deberías haberte acordado. - ¿De veras, señor Pip? Su aspecto era tan apacible y estaba tan lleno de compostura y bondad, y parecía tan linda, que no me gustó la idea de hacerla llorar otra vez. Después de mirar un momento sus ojos, inclinados al suelo, mientras andaba a mi lado, abandoné tal idea. - Supongo, querida Biddy, que te será difícil continuar aquí ahora. - ¡Oh, no me es posible, señor Pip! - dijo Biddy con cierto pesar pero con apacible convicción. - He hablado de eso con la señora Hubble, y mañana me voy a su casa. Espero que las dos podremos cuidar un poco al señor Gargery hasta que se haya consolado. - ¿Y cómo vas a vivir, Biddy? Si necesitas algo, di… 135 - ¿Que cómo voy a vivir? - repitió Biddy con momentáneo rubor -. Voy a decírselo, señor Pip. Voy a ver si me dan la plaza de maestra en la nueva escuela que están acabando de construir. Puedo tener la recomendación de todos los vecinos, y espero mostrarme trabajadora y paciente, enseñándome a mí misma mientras enseño a los demás. Ya sabe usted, señor Pip - prosiguió Biddy, sonriendo mientras levantaba los ojos para mirarme el rostro, - ya sabe usted que las nuevas escuelas no son como las antiguas. Aprendí bastante de usted a partir de entonces, y luego he tenido tiempo para mejorar mi instrucción. - Estoy seguro, Biddy, de que siempre mejorarás, cualesquiera que sean las circunstancias. - ¡Ah!, exceptuando en mí el lado malo de la naturaleza humana - murmuró. Tales palabras no eran tanto un reproche como un irresistible pensamiento en voz alta. Pero yo resolví no hacer caso, y por eso anduve un poco más con Biddy, mirando silenciosamente sus ojos, inclinados al suelo. - Aún no conozco detalles de la muerte de mi hermana, Biddy. -Poco hay que decir acerca de esto, ¡pobrecilla! A pesar de que últimamente había mejorado bastante, en vez de empeorar, acababa de pasar cuatro días bastante malos, cuando, una tarde, parecio ponerse mejor, precisamente a la hora del té, y con la mayor claridad dijo: «Joe». Como hacía ya mucho tiempo que no había pronunciado una sola palabra, corrí a la fragua en busca del señor Gargery. La pobre me indicó por señas su deseo de que su esposo se sentase cerca de ella y también que le pusiera los brazos rodeando el cuello de él. Me apresuré a hacerlo, y apoyó la cabeza en el hombro del señor Gargery, al parecer contenta y satisfecha. De nuevo dijo «Joe», y una vez «perdón» y luego «Pip». Y ya no volvió a levantar la cabeza. Una hora más tarde la tendimos en la cama, después de convencernos de que estaba muerta. Biddy lloró, y el jardín envuelto en sombras, la callejuela y las estrellas, que salían entonces, se presentaban borrosos a mis ojos. - ¿Y nunca se supo nada, Biddy? - Nada. - ¿Sabes lo que ha sido de Orlick? - Por el color de su ropa, me inclino a creer que trabaja en las canteras. - Supongo que, en tal caso, lo habrás visto. ¿Por qué miras ahora ese árbol oscuro de la callejuela? - Lo vi ahí la misma noche que ella murió. - ¿Fue ésa la última vez, Biddy? -No. Le he visto ahí desde que entramos en el jardín. Es inútil- añadió Biddy poniéndome la mano sobre el brazo al advertir que yo echaba a correr. - Ya sabe usted que no le engañaría. Hace un minuto que estaba aquí, pero se ha marchado ya. Renació mi indignación al observar que aún la perseguía aquel tunante, hacia el cual experimentaba la misma antipatía de siempre. Se lo dije así, añadiendo que me esforzaría cuanto pudiese, empleando todo el trabajo y todo el dinero que fuese menester, para obligarle a alejarse de la región. Gradualmente, ella me condujo a hablar con mayor calma, y luego me dijo cuánto me quería Joe y que éste jamás se quejaba de nada (no dijo de mí; no tenía necesidad de tal cosa, y yo lo comprendía), sino que siempre cumplía con su deber, en la vida que llevaba, con fuerte mano, apacible lengua y cariñoso corazón. - Verdaderamente, es difícil reprocharle nada – dije. - Mira, Biddy, hablaremos con frecuencia de estas cosas, porque vendré a menudo. No quiero dejar solo al pobre Joe. Biddy no replicó ni una sola palabra. - ¿No me has oído? - pregunté. - Sí, señor Pip. -No me gusta que me llames «señor Pip». Es de muy mal gusto, Biddy. ¿Qué quieres decir con eso? - ¿Que qué quiero decir? - preguntó tímidamente Biddy. - Sí - le dije, muy convencido. - Deseo saber qué quieres decir con eso. - ¿Con eso? - repitió Biddy. - Hazme el favor de contestarme y de no repetir mis palabras. Antes no lo hacías. - ¿Que no lo hacía? - repitió Biddy -. ¡Oh, señor Pip! Creí mejor abandonar aquel asunto. Despues de dar en silencio otra vuelta por el jardín, proseguí diciendo: - Mira, Biddy, he hecho una observación con respecto a la frecuencia con que me propongo venir a ver a Joe. Tú la has recibido con notorio silencio. Haz el favor, Biddy, de decirme el porqué de todo eso. - ¿Y está usted seguro de que vendrá a verle con frecuencia? - preguntó Biddy deteniéndose en el estrecho caminito del jardín y mirándome a la luz de las estrellas con sus claros y honrados ojos. 136 - ¡Dios mío! - exclamé como si a mi pesar me viese obligado a abandonar a Biddy. - No hay la menor duda de que éste es un lado malo de la naturaleza humana. Hazme el favor de no decirme nada más, Biddy, porque esto me disgusta mucho. Y, por esta razón convincente, permanecí a cierta distancia de Biddy durante la cena, y cuando me dirigí a mi cuartito me despedí de ella con tanta majestad como me fue posible en vista de los tristes sucesos de aquel día. Y con la misma frecuencia con que me sentí inquieto durante la noche, cosa que tuvo lugar cada cuarto de hora, reflexioné acerca de la maldad, de la injuria y de la injusticia de que Biddy acababa de hacerme víctima. Tenía que marcharme a primera hora de la mañana. Muy temprano salí y, sin ser visto, miré una de las ventanas de madera de la fragua. Allí permanecí varios minutos, contemplando a Joe, ya dedicado a su trabajo y con el rostro radiante de salud y de fuerza, que lo hacía resplandecer como si sobre él diese el brillante sol de la larga vida que le esperaba. -Adiós, querido Joe. No, no te limpies la mano, ¡por Dios! Dámela ennegrecida como está. Vendré muy pronto y con frecuencia. - Nunca demasiado pronto, caballero - dijo Joe -, y jamás con demasiada frecuencia, Pop. Biddy me esperaba en la puerta de la cocina, con un jarro de leche recién ordeñada y una rebanada de pan. -Biddy - le dije al darle la mano para despedirme -. No estoy enojado, pero sí dolorido. - No, no esté usted dolorido - dijo patéticamente .— Deje que la dolorida sea yo, si he sido poco generosa. Una vez más se levantaba la bruma mientras me alejaba. Y si, como supongo, me permitía ver que yo no volvería y que Biddy estaba en lo cierto, lo único que puedo decir es que tenía razón. ...
En la línea 2041
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... No podría decir cuál era mi propósito cuando estaba empeñado en averiguar quiénes eran los padres de Estella. Ya observará el lector que el asunto no se me presentaba de un modo claro hasta que me hizo fijar en él una cabeza mucho más juiciosa que la mía. Pero en cuanto Herbert y yo sostuvimos nuestra importante conversación, fui presa de la febril convicción de que no tenía más remedio que aclarar por completo el asunto… , que no tenía que dejarlo en reposo, sino que había de ir a ver al señor Jaggers para averiguar toda la verdad. No sé si hacía todo eso en beneficio de Estella o si, por el contrario, me animaba el deseo de hacer brillar sobre el hombre en cuya salvación estaba tan interesado algunos reflejos del halo romántico que durante tantos años había rodeado a Estella. Tal vez esta última posibilidad estaba más cerca de la verdad. Pero, sea lo que fuere, muy difícilmente me dejé disuadir de ir aquella noche a la calle de Gerrard. Contuvieron mi impaciencia las razones de Herbert, quien me dio a entender que si iba me fatigaría y empeoraría inútilmente, en tanto que la salvación de mi fugitivo dependía casi en absoluto de mí. Y 195 diciéndome, por último, que, ocurriese lo que ocurriese, podría ir al día siguiente a visitar al señor Jaggers, me tranquilicé y me resigné a quedarme en casa para que Herbert me curase las quemaduras. A la mañana siguiente salimos los dos, y en la esquina de las calles de Smithfield y de Giltspur dejé a Herbert en su camino hacia la City para dirigirme hacia Litle Britain. En ciertas ocasiones periódicas, el señor Jaggers y el señor Wemmick examinaban sus cuentas, comprobaban los cobros y, en una palabra, ponían en orden su contabilidad. En tales ocasiones, Wemmick llevaba sus libros y sus papeles al despacho del señor Jaggers, y uno de los empleados del piso superior iba a ocupar el sitio de Wemmick. Al entrar encontré a este empleado en el lugar de mi amigo, y por eso supuse lo que ocurría en el despacho del señor Jaggers; no lamenté encontrar a los dos juntos, pues así Wemmick podría cerciorarse de que yo no decía nada que pudiese comprometerle. Mi aparición con el brazo vendado y la chaqueta sobre los hombros, como si fuese una capa, pareció favorable para mi propósito. A pesar de que había mandado al señor Jaggers una breve relación del accidente en cuanto llegué a Londres, me faltaba darle algunos detalles complementarios; y lo especial de la ocasión fue causa de que nuestra conversación fuese menos seca y dura, y menos regulada por las leyes de la evidencia, que en otra oportunidad cualquiera. Mientras yo hacía un relato del accidente, el señor Jaggers estaba en pie, ante el fuego, según su costumbre. Wemmick se había reclinado en la silla, mirándome, con las manos en los bolsillos del pantalón y la pluma puesta horizontalmente en el libro. Las dos brutales mascarillas, que en mi mente eran inseparables de los procedimientos legales, parecían preguntarse si en aquellos mismos instantes no estarían oliendo a quemado. Terminada mi narración y después de haberse agotado las preguntas del señor Jaggers, exhibí la autorización de la señorita Havisham para recibir las novecientas libras esterlinas destinadas a Herbert. Los ojos del señor Jaggers parecieron hundirse más en sus cuencas cuando le entregué las tabletas; las tomó y las pasó a Wemmick, dándole instrucciones para que preparase el cheque a fin de firmarlo. Mientras Wemmick lo extendía, le observé, en tanto que el señor Jaggers, balanceándose ligeramente sobre sus brillantes botas, me miraba a su vez. - Lamento mucho, Pip - dijo en tanto que yo me guardaba el cheque en el bolsillo después que él lo hubo firmado, - que no podamos hacer nada por usted. - La señorita Havisham me preguntó bondadosamente - repliqué - si podría hacer algo en mi beneficio, pero le contesté que no. - Todo el mundo debería conocer sus propios asuntos - dijo el señor Jaggers. Y al mismo tiempo observé que los labios de Wemmick parecían articular silenciosamente las palabras: «Objetos de valor fácilmente transportables.» - De hallarme en su lugar, yo no le habría contestado que no - añadió el señor Jaggers, - pero todo hombre debería conocer mejor sus propios asuntos. -Los asuntos de cualquier hombre - dijo Wemmick mirándome con cierta expresión de reproche - son los objetos de valor fácilmente transportables. Como yo creyese que había llegado la ocasión para tratar del asunto que tanto importaba a mi corazón, me volví hacia el señor Jaggers y le dije: - Sin embargo, pedí una cosa a la señorita Havisham, caballero. Le pedí que me diese algunos informes relativos a su hija adoptiva, y ella me comunicó todo lo que sabía. - ¿Eso hizo? - preguntó el señor Jaggers inclinándose para mirarse las botas y enderezándose luego. - ¡Ah! Creo que yo no lo habría hecho, de hallarme en lugar de la señorita Havisham. Ella misma debería conocer mejor sus propios asuntos. - Conozco bastante más que la señorita Havisham la historia de la niña adoptada por ella. Sé quién es su verdadera madre. El señor Jaggers me dirigió una mirada interrogadora y repitió: - ¿Su madre? - He visto a su madre en los tres últimos días. - ¿De veras? - preguntó el señor Jaggers. - Y usted también, caballero. Usted la ha visto aún más recientemente. - ¿De veras? - Tal vez sé más de la historia de Estella que usted mismo – dije. - También sé quién es su padre. La expresión del rostro del señor Jaggers, pues aunque tenía demasiado dominio sobre sí mismo para expresar asombro no pudo impedir cierta mirada de extrañeza, me dio la certeza de que no estaba enterado de tanto. Yo lo sospechaba ya, a juzgar por el relato de Provis (según me lo transmitiera Herbert), quien dijo que había procurado permanecer en la sombra; lo cual lo relacioné con el detalle de que no fue cliente 196 del señor Jaggers hasta cosa de cuatro años más tarde y en ocasión en que no tenía razón alguna para dar a conocer su verdadera identidad. De todas suertes, no estuve seguro de la ignorancia del señor Jaggers acerca del particular como me constaba ahora. - ¿De manera que usted conoce al padre de esa señorita, Pip? - preguntó el señor Jaggers. - Sí – contesté. - Se llama Provis… De Nueva Gales del Sur. Hasta el mismo señor Jaggers se sobresaltó al oír estas palabras. Fue el sobresalto más leve que podía sufrir un hombre, el más cuidadosamente contenido y más rápidamente exteriorizado; pero se sobresaltó, aunque su movimiento de sorpresa lo convirtió en el que solía hacer para tomar su pañuelo. No sé cómo recibió Wemmick aquella noticia, porque en aquellos momentos temía mirarle, para que el señor Jaggers no adivinara que entre los dos había habido comunicaciones ignoradas por él. - ¿Y en qué se apoya, Pip - preguntó muy fríamente el señor Jaggers, deteniéndose en su movimiento de llevarse el pañuelo a la nariz, - en qué se apoya ese Provis para reivindicar esa paternidad? - No pretende nada de eso – contesté, - ni lo ha hecho nunca, porque ignora por completo la existencia de esa hija. Por una vez falló el poderoso pañuelo. Mi respuesta fue tan inesperada, que se volvió el pañuelo al bolsillo sin terminar la acción habitual. Cruzó los brazos y me miró con severa atención, aunque con rostro inmutable. Entonces le di cuenta de todo lo que sabía y de cómo llegué a saberlo; con la única reserva de que le di a entender que sabía por la señorita Havisham lo que, en realidad, conocía gracias a Wemmick. En eso fui muy cuidadoso. Y ni siquiera miré hacia Wemmick hasta que hubo permanecido silencioso unos instantes con la mirada fija en la del señor Jaggers. Cuando por fin volví los ojos hacia el señor Wemmick, observé que había tomado la pluma y que estaba muy atento en su trabajo. - ¡Ah! - dijo por fin el señor Jaggers mientras se dirigía a los papeles que tenía en la mesa. - ¿En qué estábamos, Wemmick, cuando entró el señor Pip? No pude resignarme a ser olvidado de tal modo y le dirigí una súplica apasionada, casi indignada, para que fuese más franco y leal conmigo. Le recordé las falsas esperanzas en que había vivido, el mucho tiempo que las alimenté y los descubrimientos que había hecho; además, aludí al peligro que me tenía conturbado. Me representé como digno de merecer un poco más de confianza por su parte, a cambio de la que yo acababa de demostrarle. Le dije que no le censuraba, ni me inspiraba ningún recelo ni sospecha alguna, sino que deseaba tan sólo que confirmase lo que yo creía ser verdad. Y si quería preguntarme por qué deseaba todo eso y por qué me parecía tener algún derecho a conocer estas cosas, entonces le diría, por muy poca importancia que él diese a tan pobres ensueños, que había amado a Estella con toda mi alma y desde muchos años atrás, y que, a pesar de haberla perdido y de que mi vida había de ser triste y solitaria, todo lo que se refiriese a ella me era más querido que otra cosa cualquiera en el mundo. Y observando que el señor Jaggers permanecía mudo y silencioso y, en apariencia, tan obstinado como siempre, a pesar de mi súplica, me volví a Wemmick y le dije: - Wemmick, sé que es usted un hombre de buen corazón. He tenido ocasión de visitar su agradable morada y a su anciano padre, así como conozco todos los inocentes entretenimientos con los que alegra usted su vida de negocios. Y le ruego que diga al señor Jaggers una palabra en mi favor y le demuestre que, teniéndolo todo en cuenta, debería ser un poco más franco conmigo. Jamás he visto a dos hombres que se miraran de un modo más raro que el señor Jaggers y Wemmick, después de pronunciar este apóstrofe. En el primer instante llegué a temer que Wemmick fuese despedido en el acto; pero recobré el ánimo al notar que la expresión del rostro de Jaggers se fundía en algo parecido a una sonrisa y que Wemmick parecía más atrevido. - ¿Qué es esto? - preguntó el señor Jaggers. - ¿Usted tiene un padre anciano y goza de toda suerte de agradables entretenimientos? -¿Y qué?-replicó Wemmick.- ¿Qué importa eso si no lo traigo a la oficina? - Pip - dijo el señor Jaggers poniéndome la mano sobre el brazo y sonriendo francamente, - este hombre debe de ser el más astuto impostor de Londres. - Nada de eso - replicó Wemmick, envalentonado. - Creo que usted es otro que tal. Y cambiaron una mirada igual a la anterior, cada uno de ellos recelando que el otro le engañaba. - ¿Usted, con una agradable morada? - dijo el señor Jaggers. -Toda vez que eso no perjudica en nada la marcha de los negocios - replicó Wemmick, - puede usted olvidarlo por completo. Y ahora ha llegado la ocasión de que le diga, señor, que no me sorprendería absolutamente nada que, por su parte, esté procurando gozar de una agradable morada cualquier día de éstos, cuando ya se haya cansado de todo este trabajo. 197 El señor Jaggers movió dos o tres veces la cabeza y, positivamente, suspiró. -Pip - dijo luego, - no hablemos de esos «pobres ensueños». Sabe usted más que yo de algunas cosas, pues tiene informes más recientes que los míos. Pero, con respecto a lo demás, voy a ponerle un ejemplo, aunque advirtiéndole que no admito ni confieso nada. Esperó mi declaración de haber entendido perfectamente que, de un modo claro y expreso, no admitía ni confesaba cosa alguna. - Ahora, Pip - añadió el señor Jaggers, - suponga usted lo que sigue: suponga que una mujer, en las circunstancias que ha expresado usted, tenía oculta a su hija y que se vio obligada a mencionar tal detalle a su consejero legal cuando éste le comunicó la necesidad de estar enterado de todo, para saber, con vistas a la defensa, la realidad de lo ocurrido acerca de la niña. Supongamos que, al mismo tiempo, tuviese el encargo de buscar una niña para una señora excéntrica y rica que se proponía criarla y adoptarla. - Sigo su razonamiento, caballero. - Supongamos que el consejero legal viviera rodeado de una atmósfera de maldad y que acerca de los niños no veía otra cosa sino que eran engendrados en gran número y que estaban destinados a una destrucción segura. Sigamos suponiendo que, con la mayor frecuencia, veía y asistía a solemnes juicios contra niños acusados de hechos criminales, y que los pobrecillos se sentaban en el banquillo de los acusados para que todo el mundo los viese; supongamos aún que todos los días veía cómo se les encarcelaba, se les azotaba, se les transportaba, se les abandonaba o se les echaba de todas partes, ya de antemano calificados como carne de presidio, y que los desgraciados no crecían más que para ser ahorcados. Supongamos que casi todos los niños que tenía ocasión de ver en sus ocupaciones diarias podía considerarlos como freza que acabaría convirtiéndose en peces que sus redes cogerían un día a otro, y que serían acusados, defendidos, condenados, dejados en la orfandad y molestados de un modo a otro. - Ya comprendo, señor. - Sigamos suponiendo, Pip, que había una hermosa niña de aquel montón que podía ser salvada; a la cual su padre creía muerta y por la cual no se atrevía a hacer indagación ni movimiento alguno, y con respecto a cuya madre el consejero legal tenía este poder: «Sé lo que has hecho y cómo lo hiciste. Hiciste eso y lo de más allá y luego tomaste tales y tales precauciones para evitar las sospechas. He adivinado todos tus actos, y te lo digo para que tu sepas. Sepárate de la niña, a no ser que sea necesario presentarla para demostrar tu inocencia, y en tal caso no dudes de que aparecerá en el momento conveniente. Entrégame a la niña y yo haré cuanto me sea posible para ponerte en libertad. Si te salvas, también se salvará tu niña; si eres condenada, tu hija, por lo menos, se habrá salvado.» Supongamos que se hizo así y que la mujer fue absuelta. - Entiendo perfectamente. - Pero ya he advertido que no admito que eso sea verdad y que no confieso nada. - Queda entendido que usted no admite nada de eso. Y Wemmick repitió: - No admite nada. - Supongamos aún, Pip, que la pasión y el miedo a la muerte había alterado algo la inteligencia de aquella mujer y que, cuando se vio en libertad, tenía miedo del mundo y se fue con su consejero legal en busca de un refugio. Supongamos que él la admitió y que dominó su antiguo carácter feroz y violento, advirtiéndole, cada vez que se exteriorizaba en lo más mínimo, que estaba todavía en su poder como cuando fue juzgada. ¿Comprende usted ese caso imaginario? - Por completo. - Supongamos, además, que la niña creció y que se casó por dinero. La madre vivía aún y el padre también. Demos por supuesto que el padre y la madre, sin saber nada uno de otro, vivían a tantas o cuantas millas de distancia, o yardas, si le parece mejor. Que el secreto seguía siéndolo, pero que usted ha logrado sorprenderlo. Suponga esto último y reflexione ahora con el mayor cuidado. - Ya lo hago. -Y también ruego a Wemmick que reflexione cuidadosamente. - Ya lo hago - contestó Wemmick. - ¿En beneficio de quién puede usted revelar el secreto? ¿En beneficio del padre? Me parece que no por eso se mostraría más indulgente con la madre. ¿En beneficio de la madre? Creo que si cometió el crimen, más segura estaría donde se halle ahora. ¿En beneficio de la hija? No creo que le diera mucho gusto el conocer a tales ascendientes, ni que de ello se enterase su marido; tampoco le sería muy útil volver a la vida de deshonra de que ha estado separada por espacio de veinte años y que ahora se apoderaría de ella para toda su existencia hasta el fin de sus días. Pero añadamos a nuestras suposiciones que usted amaba a esa 198 joven, Pip, y que la hizo objeto de esos «pobres ensueños» que en una u otra ocasión se han albergado en las cabezas de más hombres de los que se imagina. Pues antes que revelar este secreto, Pip, creo mejor que, sin pensarlo más, se cortara usted la mano izquierda, que ahora lleva vendada, y luego pasara el cuchillo a Wemmick para que también le cortase la derecha. Miré a Wemmick, cuyo rostro tenía una expresión grave. Sin cambiarla, se tocó los labios con su índice, y en ello le imitamos el señor Jaggers y yo. -Ahora, Wemmick - añadió Jaggers recobrando su tono habitual, - dígame usted dónde estábamos cuando entró el señor Pip. Me quedé allí unos momentos en tanto que ellos reanudaban el trabajo, y observé que se repetían sus extrañas y mutuas miradas, aunque con la diferencia de que ahora cada uno de ellos parecía arrepentirse de haber dejado entrever al otro un lado débil, y completamente alejado de los negocios, en sus respectivos caracteres. Supongo que por esta misma razón se mostrarían inflexibles uno con otro; el señor Jaggers parecía un dictador, y Wemmick se justificaba obstinadamente cuando se presentaba la más pequeña interrupción. Nunca les había visto en tan malos términos, porque, por regla general, marchaban los dos muy bien y de completo acuerdo. Pero, felizmente, se sintieron aliviados en gran manera por la entrada de Mike, el cliente del gorro de pieles que tenía la costumbre de limpiarse la nariz con la manga y a quien conocí el primer día de mi aparición en aquel lugar. Aquel individuo, que ya en su propia persona o en algún miembro de su familia parecía estar siempre en algún apuro (lo cual en tal lugar equivalía a Newgate) entró con objeto de dar cuenta de que su hija había sido presa por sospecha de que se dedicase a robar en las tiendas. Y mientras comunicaba esta triste ocurrencia a Wemmick, en tanto que el señor Jaggers permanecía con aire magistral ante el fuego, sin tomar parte en la conversación, los ojos de Mike derramaron una lágrima. - ¿Qué le pasa a usted? -preguntó Wemmick con la mayor indignación. - ¿Para qué viene usted a llorar aquí? -No lloraba, señor Wemmick. - Sí - le contestó éste. - ¿Cómo se atreve usted a eso? Si no se halla en situación de venir aquí, ¿para qué viene goteando como una mala pluma? ¿Qué se propone con ello? - No siempre puede el hombre contener sus sentimientos, señor Wemmick - replicó humildemente Mike. - ¿Sus qué? - preguntó Wemmick, furioso a más no poder. - ¡Dígalo otra vez! - Oiga usted, buen hombre - dijo el señor Jaggers dando un paso y señalando la puerta. - ¡Salga inmediatamente de esta oficina! Aquí no tenemos sentimientos. ¡Fuera! - Se lo tiene muy merecido - dijo Wemmick. - ¡Fuera! Así, pues, el desgraciado Mike se retiró humildemente, y el señor Jaggers y Wemmick recobraron, en apariencia, su buena inteligencia y reanudaron el trabajo con tan buen ánimo como si acabaran de tomar el almuerzo. ...
En la línea 2045
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... El movía la mano a un lado y tomaba un arma de fuego con el cañón provisto de abrazaderas de bronce. - ¿Conoces esto? - dijo apuntándome al mismo tiempo -. ¿Te acuerdas del lugar en que lo viste antes? ¡Habla, perro! - Sí - contesté. - Por tu culpa perdí aquel empleo. Tú fuiste el causante. ¡Habla! - No podía obrar de otra manera. - Eso hiciste, y ya habría sido bastante. ¿Cómo te atreviste a interponerte entre mí y la muchacha a quien yo quería? - ¿Cuándo hice tal cosa? - ¿Que cuándo la hiciste? ¿No fuiste tú quien siempre daba un mal nombre al viejo Orlick cuando estabas a su lado? - Tú mismo te lo diste; te lo ganaste con tus propios puños. Nada habría podido hacer yo contra ti si tú mismo no te hubieses granjeado mala fama. - ¡Mientes! Ya sabes que te esforzaste cuanto te fue posible, y que te gastaste todo el dinero necesario para procurar que yo tuviese que marcharme del país - dijo recordando las palabras que yo mismo dijera a Biddy en la última entrevista que tuve con ella. - Y ahora voy a decirte una cosa. Nunca te habría sido tan conveniente como esta noche el haberme obligado a abandonar el país, aunque para ello hubieses debido gastar veinte veces todo el dinero que tienes. Al mismo tiempo movía la cabeza, rugiendo como un tigre, y comprendí que decía la verdad. - ¿Qué te propones hacer conmigo? - Me propongo - dijo dando un fuerte puñetazo en la mesa y levantándose al mismo tiempo que caía su mano, como para dar más solemnidad a sus palabras, - me propongo quitarte la vida. Se inclinó hacia delante mirándome, abrió lentamente su mano, se la pasó por la boca, como si ésta se hubiera llenado de rabiosa baba por mi causa, y volvió a sentarse. - Siempre te pusiste en el camino del viejo Orlick desde que eras un niño. Pero esta noche dejarás de molestarme. El viejo Orlick ya no tendrá que soportarte por más tiempo. Estás muerto. Comprendí que había llegado al borde de mi tumba. Por un momento miré desesperado alrededor de mí, en busca de alguna oportunidad de escapar, pero no descubrí ninguna. - Y no solamente voy a hacer eso – añadió, - sino que no quiero que de ti quede un solo harapo ni un solo hueso. Meteré tu cadáver en el horno. Te llevaré a cuestas, y que la gente se figure de ti lo que quiera, porque jamás sabrán cómo acabaste la vida. Mi mente, con inconcebible rapidez, consideró las consecuencias de semejante muerte. El padre de Estella se figuraría que yo le había abandonado; él sería preso y moriría acusándome; el mismo Herbert llegaría a dudar de mí cuando comparase la carta que le había dejado con el hecho de que tan sólo había estado un momento en casa de la señorita Havisham; Joe y Biddy no sabrían jamás lo arrepentido que estuve aquella misma noche; nadie sabría nunca lo que yo habría sufrido, cuán fiel y leal me había propuesto ser en adelante y cuál fue mi horrible agonía. La muerte que tenía tan cerca era terrible, pero aún más terrible era la certeza de que después de mi fin se guardaría mal recuerdo de mí. Y tan rápidas eran mis ideas, que me vi a mí mismo despreciado por incontables generaciones futuras… , por los hijos de Estella y por los hijos de éstos… , en tanto que de los labios de mi enemigo surgían estas palabras: -Ahora, perro, antes de que te mate como a una bestia, pues eso es lo que quiero hacer y para eso te he atado como estás, voy a mirarte con atención. Eres mi enemigo mortal. Habíame pasado por la mente la idea de pedir socorro otra vez, aunque pocos sabían mejor que yo la solitaria naturaleza de aquel lugar y la inutilidad de esperar socorro de ninguna clase. Pero mientras se deleitaba ante mí con sus malas intenciones, el desprecio que sentía por aquel hombre indigno fue bastante para sellar mis labios. Por encima de todo estaba resuelto a no dirigirle ruego alguno y a morir resistiéndome cuanto pudiese, aunque podría poco. Suavizados mis sentimientos por el cruel extremo en que me hallaba; pidiendo humildemente perdón al cielo y con el corazón dolorido al pensar que no me había despedido de los que más quería y que nunca podría despedirme de ellos; sin que me fuese posible, tampoco, justificarme a sus ojos o pedirles perdón por mis lamentables errores, a pesar de todo eso, me habría sentido capaz de matar a Orlick, aun en el momento de mi muerte, en caso de que eso me hubiera sido posible. Él había bebido licor, y sus ojos estaban enrojecidos. En torno del cuello llevaba, colgada, una botella de hojalata, que yo conocía por haberla visto allí mismo cuando se disponía a comer y a beber. Llevó tal botella a sus labios y bebió furiosamente un trago de su contenido, y pude percibir el olor del alcohol, que animaba bestialmente su rostro. - ¡Perro! - dijo cruzando de nuevo los brazos. - El viejo Orlick va a decirte ahora una cosa. Tú fuiste la causa de la desgracia de tu deslenguada hermana. De nuevo mi mente, con inconcebible rapidez, examinó todos los detalles del ataque de que fue víctima mi hermana; recordó su enfermedad y su muerte, antes de que mi enemigo hubiese terminado de pronunciar su frase. - ¡Tú fuiste el asesino, maldito! - dije. 204 - Te digo que la culpa la tuviste tú. Te repito que ello se hizo por tu culpa - añadió tomando el arma de fuego y blandiéndola en el aire que nos separaba. - Me acerqué a ella por detrás, de la misma manera como te cogí a ti por la espalda. Y le di un golpe. La dejé por muerta, y si entonces hubiese tenido a mano un horno de cal como lo tengo ahora, con seguridad que no habría recobrado el sentido. Pero el asesino no fue el viejo Orlick, sino tú. Tú eras el niño mimado, y el viejo Orlick tenía que aguantar las reprensiones y los golpes. ¡El viejo Orlick, insultado y aporreado!, ¿eh? Ahora tú pagas por eso. Tuya fue la culpa de todo, y por eso vas a pagarlas todas juntas. Volvió a beber y se enfureció más todavía. Por el ruido que producía el líquido de la botella me di cuenta de que ya no quedaba mucho. Comprendí que bebía para cobrar ánimo y acabar conmigo de una vez. Sabía que cada gota de licor representaba una gota de mi vida. Y adiviné que cuando yo estuviese transformado en una parte del vapor que poco antes se había arrastrado hacia mí como si fuese un fantasma que quisiera avisarme de mi pronta muerte, él haría lo mismo que cuando acometió a mi hermana, es decir, apresurarse a ir a la ciudad para que le viesen ir por allá, de una parte a otra, y ponerse a beber en todas las tabernas. Mi rápida mente lo persiguió hasta la ciudad; me imaginé la calle en la que estaría él, y advertí el contraste que formaban las luces de aquélla y su vida con el solitario marjal por el que se arrastraba el blanco vapor en el cual yo me disolvería en breve. No solamente pude repasar en mi mente muchos, muchos años, mientras él pronunciaba media docena de frases, sino que éstas despertaron en mí vívidas imágenes y no palabras. En el excitado y exaltado estado de mi cerebro, no podía pensar en un lugar cualquiera sin verlo, ni tampoco acordarme de personas, sin que me pareciese estar contemplándolas. Imposible me sería exagerar la nitidez de estas imágenes, pero, sin embargo, al mismo tiempo, estaba tan atento a mi enemigo, que incluso me daba cuenta del más ligero movimiento de sus dedos. Cuando hubo bebido por segunda vez, se levantó del banco en que estaba sentado y empujó la mesa a un lado. Luego tomó la vela y, protegiendo sus ojos con su asesina mano, de manera que toda la luz se reflejara en mí, se quedó mirándome y aparentemente gozando con el espectáculo que yo le ofrecía. - Mira, perro, voy a decirte algo más. Fue Orlick el hombre con quien tropezaste una noche en tu escalera. Vi la escalera con las luces apagadas, contemplé las sombras que las barandas proyectaban sobre las paredes al ser iluminadas por el farol del vigilante. Vi las habitaciones que ya no volvería a habitar; aquí, una puerta abierta; más allá, otra cerrada, y, alrededor de mí, los muebles y todas las cosas que me eran familiares. - ¿Y para qué estaba allí el viejo Orlick? Voy a decirte algo más, perro. Tú y ella me habéis echado de esta comarca, por lo que se refiere a poder ganarme la vida, y por eso he adquirido nuevos compañeros y nuevos patronos. Uno me escribe las cartas que me conviene mandar. ¿Lo entiendes? Me escribe mis cartas. Escribe de cincuenta maneras distintas; no como tú, que no escribes más que de una. Decidí quitarte la vida el mismo día en que estuviste aquí para asistir al entierro de tu hermana. Pero no sabía cómo hacerlo sin peligro, y te he observado con la mayor atención, siguiéndote los pasos. Y el viejo Orlick estaba resuelto a apoderarse de ti de una manera u otra. Y mira, cuando te vigilaba, me encontré con tu tío Provis. ¿Qué te parece? ¡Con qué claridad se me presentó la vivienda de Provis! Éste se hallaba en sus habitaciones y ya era inútil la señal convenida. Y tanto él como la linda Clara, asi como la maternal mujer que la acompañaba, el viejo Bill Barney tendido de espaldas… , todos flotaban río abajo, en la misma corriente de mi vida que con la mayor rapidez me llevaba hacia el mar. - ¿Tú con un tío? Cuando te conocí en casa de Gargery eras un perrillo tan pequeño que podría haberte estrangulado con dos dedos, dejándote muerto (como tuve intenciones de hacer un domingo que te vi rondar por entre los árboles desmochados). Entonces no tenías ningún tío. No, ninguno. Pero luego el viejo Orlick se enteró de que tu tío había llevado en otros tiempos un grillete de hierro en la pierna, el mismo que un dia encontró limado, hace muchos años, y que se guardó para golpear con él a tu hermana, que cayó como un fardo, como vas a caer tú en breve. E impulsado por su salvajismo, me acercó tanto la bujía que tuve que volver el rostro para no quemarme. - ¡Ah! - exclamó riéndose y repitiendo la acción. - El gato escaldado, del agua fría huye, ¿no es verdad? El viejo Orlick estaba enterado de que sufriste quemaduras; sabía también que te disponías a hacer desaparecer a tu tío, y por eso te preparó esta trampa en que has caído. Ahora voy a decirte todavía algo más, perro, y ya será lo último. Hay alguien que es tan enemigo de tu tío Provis como el viejo Orlick lo es tuyo. Ya le dirán que ha perdido a su sobrino. Se lo dirán cuando ya no sea posible encontrar un solo trozo de ropa ni un hueso tuyo. Hay alguien que no podrá permitir que Magwitch (sí, conozco su nombre) viva en 205 el mismo país que él y que está tan enterado de lo que hacía cuando vivía en otras tierras, que no dejará de denunciarlo para ponerle en peligro. Tal vez es la misma persona capaz de escribir de cincuenta maneras distintas, al contrario que tú, que no sabes escribir más que de una. ¡Que tu tío Magwitch tenga cuidado de Compeyson y de la muerte que le espera! Volvió a acercarme la bujía al rostro, manchándome la piel y el cabello con el humo y dejándome deslumbrado por un instante; luego me volvió su vigorosa espalda cuando dejó la luz sobre la mesa. Yo había rezado una oración y, mentalmente, estuve en compañía de Joe, de Biddy y de Herbert, antes de que se volviese otra vez hacia mí. Había algunos pies de distancia entre la mesa y la pared, y en aquel espacio se movía hacia atrás y hacia delante. Parecía haber aumentado su extraordinaria fuerza mientras se agitaba con las manos colgantes a lo largo de sus robustos costados, los ojos ferozmente fijos en mí. Yo no tenía la más pequeña esperanza. A pesar de la rapidez de mis ideas y de la claridad de las imágenes que se me ofrecían, no pude dejar de comprender que, de no haber estado resuelto a matarme en breve, no me habría dicho todo lo que acababa de poner en mi conocimiento. De pronto se detuvo, quitó el corcho de la botella y lo tiró. A pesar de lo ligero que era, el ruido que hizo al caer me pareció propio de una bala de plomo. Volvió a beber lentamente, inclinando cada vez más la botella, y ya no me miró. Dejó caer las últimas gotas de licor en la palma de la mano y pasó la lengua por ella. Luego, impulsado por horrible furor, blasfemando de un modo espantoso, arrojó la botella y se inclinó, y en su mano vi un martillo de piedra, de largo y grueso mango. No me abandonó la decisión que había tomado, porque, sin pronunciar ninguna palabra de súplica, pedí socorro con todas mis fuerzas y luché cuanto pude por libertarme. Tan sólo podía mover la cabeza y las piernas, mas, sin embargo, luché con un vigor que hasta entonces no habría sospechado tener. Al mismo tiempo, oí voces que me contestaban, vi algunas personas y el resplandor de una luz que entraba en la casa; percibí gritos y tumulto, y observé que Orlick surgía de entre un grupo de hombres que luchaban, como si saliera del agua, y, saltando luego encima de la mesa, echaba a correr hacia la oscuridad de la noche. Después de unos momentos en que no me di cuenta de lo que ocurría, me vi desatado y en el suelo, en el mismo lugar, con mi cabeza apoyada en la rodilla de alguien. Mis ojos se fijaron en la escalera inmediata a la pared en cuanto recobré el sentido, pues los abrí antes de advertirlo mi mente, y así, al volver en mí dime cuenta de que allí mismo me había desmayado. Indiferente, al principio, para fijarme siquiera en lo que me rodeaba y en quién me sostenía, me quedé mirando a la escalera, cuando entre ella y yo se interpuso un rostro. Era el del aprendiz de Trabb. - Me parece que ya está bien - dijo con voz tranquila -, aunque bastante pálido. Al ser pronunciadas estas palabras se inclinó hacia mí el rostro del que me sostenía, y entonces vi que era… - ¡Herbert! ¡Dios mío! - ¡Cálmate, querido Haendel! ¡No te excites! - ¡Y también nuestro amigo Startop! - exclamé cuando él se inclinaba hacia mí. - Recuerda que tenía que venir a ayudarnos - dijo Herbert, - y tranquilízate. Esta alusión me obligó a incorporarme, aunque volví a caer a causa del dolor que me producía mi brazo. - ¿No ha pasado la ocasión, Herbert? ¿Qué noche es la de hoy? ¿Cuánto tiempo he estado aquí? Hice estas preguntas temiendo haber estado allí mucho tiempo, tal vez un día y una noche enteros, dos días o quizá más. -No ha pasado el tiempo aún. Todavía estamos a lunes por la noche. - ¡Gracias a Dios! - Y dispones aún de todo el día de mañana para descansar - dijo Herbert. - Pero ya veo que no puedes dejar de quejarte, mi querido Haendel. ¿Dónde te han hecho daño? ¿Puedes ponerte en pie? - Sí, sí – contesté, - y hasta podré andar. No me duele más que este brazo. Me lo pusieron al descubierto e hicieron cuanto les fue posible. Estaba muy hinchado e inflamado, y a duras penas podía soportar que me lo tocasen siquiera. Desgarraron algunos pañuelos para convertirlos en vendas y, después de habérmelo acondicionado convenientemente, me lo pusieron con el mayor cuidado en el cabestrillo, en espera de que llegásemos a la ciudad, donde me procurarían una loción refrescante. Poco después habíamos cerrado la puerta de la desierta casa de la compuerta y atravesábamos la cantera, en nuestro camino de regreso. El muchacho de Trabb, que ya se había convertido en un joven, nos precedía con una linterna, que fue la luz que vi acercarse a la puerta cuando aún estaba atado. La luna había empleado dos horas en ascender por el firmamento desde la última vez que la viera, y aunque la noche continuaba lluviosa, el tiempo era ya mejor. El vapor blanco del horno de cal pasó rozándonos cuando 206 llegamos a él, y así como antes había rezado una oración, entonces, mentalmente, dirigí al cielo unas palabras en acción de gracias. Como había suplicado a Herbert que me refiriese la razón de que hubiese llegado con tanta oportunidad para salvarme - cosa que al principio se negó a explicarme, pues insistió en que estuviera tranquilo, sin excitarme, - supe que, en mi apresuramiento al salir de mi casa, se me cayó la carta abierta, en donde él la encontró al llegar en compañía de Startop, poco después de mi salida. Su contenido le inquietó, y mucho más al advertir la contradicción que había entre ella y las líneas que yo le había dirigido apresuradamente. Y como aumentara su inquietud después de un cuarto de hora de reflexión, se encaminó a la oficina de la diligencia en compañía de Startop, que se ofreció a ir con él, a fin de averiguar a qué hora salía la primera diligencia. En vista de que ya había salido la última y como quiera que, a medida que se le presentaban nuevos obstáculos, su intranquilidad se convertía ya en alarma, resolvió tomar una silla de posta. Por eso él y Startop llegaron a El Jabalí Azul esperando encontrarme allí, o saber de mí por lo menos; pero como nada de eso ocurrió, se dirigieron a casa de la señorita Havisham, en donde ya se perdía mi rastro. Por esta razón regresaron al hotel (sin duda en los momentos en que yo me enteraba de la versión popular acerca de mi propia historia) para tomar un pequeño refrigerio y buscar un guía que los condujera por los marjales. Dio la casualidad de que entre los ociosos que había ante la puerta de la posada se hallase el muchacho de Trabb, fiel a su costumbre de estar en todos aquellos lugares en que no tenía nada que hacer, y parece que éste me había visto salir de la casa de la señorita Havisham hacia la posada en que cené. Por esta razón, el muchacho de Trabb se convirtió en su guía, y con él se encaminaron a la casa de la compuerta, pasando por el camino que llevaba allí desde la ciudad, y que yo había evitado. Mientras andaban, Herbert pensó que tal vez, en resumidas cuentas, podía darse el caso de que me hubiese llevado allí algún asunto que verdaderamente pudiese redundar en beneficio de Provis, y diciéndose que, si era así, cualquier interrupción podía ser desagradable, dejó a su guía y a Startop en el borde de la cantera y avanzó solo, dando dos o tres veces la vuelta a la casa, tratando de averiguar si ocurría algo desagradable. Al principio no pudo oír más que sonidos imprecisos y una voz ruda (esto ocurrió mientras mi cerebro reflexionaba con tanta rapidez) . y hasta tuvo dudas de que yo estuviese allí en realidad; mas, de pronto, yo grité pidiendo socorro, y él contestó a mis gritos y entró, seguido por sus dos compañeros. Cuando referí a Herbert lo que había sucedido en el interior de la casa, dijo que convenía ir inmediatamente, a pesar de lo avanzado de la hora, a dar cuenta de ello ante un magistrado, para obtener una orden de prisión contra Orlick; pero yo pensé que tal cosa podría detenernos u obligarnos a volver, lo cual sería fatal para Provis. Era imposible, por consiguiente, ocuparnos en ello, y por esta razón desistimos, por el momento, de perseguir a Orlick. Creímos prudente explicar muy poco de lo sucedido al muchacho de Trabb, pues estoy convencido de que habría tenido un desencanto muy grande de saber que su intervención me había evitado desaparecer en el horno de cal; no porque los sentimientos del muchacho fuesen malos, pero tenía demasiada vivacidad y necesitaba la variedad y la excitación, aunque fuese a costa de cualquiera. Cuando nos separamos le di dos guineas (cantidad que, según creo, estaba de acuerdo con sus esperanzas) y le dije que lamentaba mucho haber tenido alguna vez mala opinión de él (lo cual no le causó la más mínima impresión). Como el miércoles estaba ya muy cerca, decidimos regresar a Londres aquella misma noche, los tres juntos en una silla de posta y antes de que se empezara a hablar de nuestra aventura nocturna. Herbert adquirió una gran botella de medicamento para mi brazo, y gracias a que me lo curó incesantemente durante toda la noche, pude resistir el dolor al día siguiente. Amanecía ya cuando llegamos al Temple, y yo me metí en seguida en la cama, en donde permanecí durante todo el día. Me asustaba extraordinariamente el temor de enfermar y que a la mañana siguiente no tuviera fuerzas para lo que me esperaba; este recelo resultó tan inquietante, que lo raro fue que no enfermara de veras. No hay duda de que me habría encontrado mal a consecuencia de mis dolores físicos y mentales, de no haberme sostenido la excitación de lo que había de hacer al siguiente día. Y a pesar de que sentía la mayor ansiedad y de que las consecuencias de lo que íbamos a intentar podían ser terribles, lo cierto es que el resultado que nos aguardaba era impenetrable, a pesar de estar tan cerca. Ninguna precaución era más necesaria que la de contenernos para no comunicar con Provis durante todo el día; pero eso aumentaba todavía mi intranquilidad. Me sobresaltaba al oír unos pasos, creyendo que ya lo habían descubierto y preso y que llegaba un mensajero para comunicármelo. Me persuadí a mí mismo de que ya me constaba que lo habían capturado; que en mi mente había algo más que un temor o un presentimiento; que el hecho había ocurrido ya y que yo lo conocía de un modo misterioso. Pero como transcurría el día sin que llegara ninguna mala noticia, y en vista de que empezaba la noche, me acometió el temor de ser víctima de una enfermedad antes de que llegase la mañana. Sentía fuertes latidos de la sangre 207 en mi inflamado brazo, así como en mi ardorosa cabeza, de manera que creí que deliraba. Empecé a contar para calmarme, y llegué a cantidades fantásticas; luego repetí mentalmente algunos pasajes en verso y en prosa que me sabía de memoria. A veces, a causa de la fatiga de mi mente, me adormecía por breves instantes o me olvidaba de mis preocupaciones, y en tales casos me decía que ya se había apoderado de mí la enfermedad y que estaba delirando. Me obligaron a permanecer quieto durante todo el día, me curaron constantemente el brazo y me dieron bebidas refrescantes. Cuando me quedé dormido, me desperté con la misma aprensión que tuviera en la casa de la compuerta, es decir, que había pasado ya mucho tiempo y también la oportunidad de salvarlo. Hacia medianoche me levanté de la cama y me acerqué a Herbert, convencido de que había dormido por espacio de veinticuatro horas y que había pasado ya el miércoles. Aquél fue el último esfuerzo con que se agotaba a sí misma mi intranquilidad, porque a partir de aquel momento me dormí profundamente. Apuntaba la aurora del miércoles cuando miré a través de la ventana. Las parpadeantes luces de los puentes eran ya pálidas, y el sol naciente parecía un incendio en el horizonte. El río estaba aún oscuro y misterioso, cruzado por los puentes, que adquirían un color grisáceo, con algunas manchas rojizas que reflejaban el color del cielo. Mientras miraba a los apiñados tejados, entre los cuales sobresalían las torres de las iglesias, que se proyectaban en la atmósfera extraordinariamente clara, se levantó el sol y pareció como si alguien hubiese retirado un velo que cubría el río, pues en un momento surgieron millares y millares de chispas sobre sus aguas. También pareció como si yo me viese libre de un tupido velo, porque me sentí fuerte y sano. Herbert estaba dormido en su cama, y nuestro compañero de estudios hacía lo mismo en el sofá. No podía vestirme sin ayuda ajena, pero reanimé el fuego, que aún estaba encendido, y preparé el café para todos. A la hora conveniente se levantaron mis amigos, también descansados y vigorosos, y abrimos las ventanas para que entrase el aire fresco de la mañana, mirando a la marea que venía hacia nosotros. - Cuando sean las nueve - dij o alegremente Herbert, - vigila nuestra llegada y procura estar preparado en la orilla del río. ...
En la línea 556
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Corrió con las llaves al dormitorio. Era una pieza de medianas dimensiones. A un lado había una gran vitrina llena de figuras de santos; al otro, un gran lecho, perfectamente limpio y protegido por una cubierta acolchada confeccionada con trozos de seda de tamaño y color diferentes. Adosada a otra pared había una cómoda. Al acercarse a ella le ocurrió algo extraño: apenas empezó a probar las llaves para intentar abrir los cajones experimentó una sacudida. La tentación de dejarlo todo y marcharse le asaltó de súbito. Pero estas vacilaciones sólo duraron unos instantes. Era demasiado tarde para retroceder. Y cuando sonreía, extrañado de haber tenido semejante ocurrencia, otro pensamiento, una idea realmente inquietante, se apoderó de su imaginación. Se dijo que acaso la vieja no hubiese muerto, que tal vez volviese en sí… Dejó las llaves y la cómoda y corrió hacia el cuerpo yaciente. Cogió el hacha, la levantó… , pero no llegó a dejarla caer: era indudable que la vieja estaba muerta. ...
En la línea 558
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Sobre el entarimado se había formado un charco de sangre. En esto, Raskolnikof vio un cordón en el cuello de la vieja y empezó a tirar de él; pero era demasiado resistente y no se rompía. Además, estaba resbaladizo, impregnado de sangre… Intentó sacarlo por la cabeza de la víctima; tampoco lo consiguió: se enganchaba en alguna parte. Perdiendo la paciencia, pensó utilizar el hacha: partiría el cordón descargando un hachazo sobre el cadáver. Pero no se decidió a cometer esta atrocidad. Al fin, tras dos minutos de tanteos, logró cortarlo, manchándose las manos de sangre pero sin tocar el cuerpo de la muerta. Un instante después, el cordón estaba en sus manos. ...
En la línea 568
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Pero de pronto hubo de suspender el trabajo. Le parecía haber oído un rumor de pasos en la habitación inmediata. Se quedó inmóvil, helado de espanto… No, todo estaba en calma; sin duda, su oído le había engañado. Pero de súbito percibió un débil grito, o, mejor, un gemido sordo, entrecortado, que se apagó en seguida. De nuevo y durante un minuto reinó un silencio de muerte. Raskolnikof, en cuclillas ante el arca, esperó, respirando apenas. De pronto se levantó empuñó el hacha y corrió a la habitación vecina. En esta habitación estaba Lisbeth. Tenía en las manos un gran envoltorio y contemplaba atónita el cadáver de su hermana. Estaba pálida como una muerta y parecía no tener fuerzas para gritar. Al ver aparecer a Raskolnikof, empezó a temblar como una hoja y su rostro se contrajo convulsivamente. Probó a levantar los brazos y no pudo; abrió la boca, pero de ella no salió sonido alguno. Lentamente fue retrocediendo hacia un rincón, sin dejar de mirar a Raskolnikof en silencio, aquel silencio que no tenía fuerzas para romper. Él se arrojó sobre ella con el hacha en la mano. Los labios de la infeliz se torcieron con una de esas muecas que solemos observar en los niños pequeños cuando ven algo que les asusta y empiezan a gritar sin apartar la vista de lo que causa su terror. ...
En la línea 1646
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Pero ninguna voz turbó el profundo silencio que le rodeaba. La ciudad parecía tan muerta como las piedras que pisaba, pero muerta solamente para él, solamente para él… ...
En la línea 1252
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... ¿Qué le dijo? ¿Qué podía decir aquel hombre que era un convicto a aquella mujer muerta? Nadie oyó sus palabras. ¿Las oyó la muerta? Sor Simplicia ha referido muchas veces que mientras él hablaba a Fantina, vio aparecer claramente una inefable sonrisa en esos pálidos labios y en esa pupilas, llenas ya del asombro de la tumba. ...
En la línea 1252
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... ¿Qué le dijo? ¿Qué podía decir aquel hombre que era un convicto a aquella mujer muerta? Nadie oyó sus palabras. ¿Las oyó la muerta? Sor Simplicia ha referido muchas veces que mientras él hablaba a Fantina, vio aparecer claramente una inefable sonrisa en esos pálidos labios y en esa pupilas, llenas ya del asombro de la tumba. ...
En la línea 1253
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Jean Valjean le cerró los ojos, se arrodilló delante de la muerta y besó su mano. ...
En la línea 988
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Sólo a un punto iba Lucía sola: a la iglesia de San Luis. Al pronto, el edificio agradó muy poco a la leonesa, habituada a la majestad de su soberbia basílica. San Luis es mezquina rapsodia ojival, ideada por un arquitecto moderno; por dentro la afea estar pintada de charros colorines; en suma, parece una actriz mundana disfrazada de santa. Pero Lucía halló en el templo una Virgen de Lourdes, que la cautivó sobremanera. Campeaba en una gruta de floridos rosales y crisantemos, y sobre su cabeza decía un rótulo: «Soy la inmaculada Concepción.» Poco sabía Lucía de las apariciones de Bernardita la pastora, ni de los prodigios de la sacra montaña; pero con todo eso la imagen la atraía dulcemente con no sé qué voces misteriosas, que vagaban entre el grato aroma de los tiestos de flores y el titilar de los altos y blancos cirios. La imagen, risueña, sonrosada, candorosa, con ropas flotantes y manto azul, llegaba más al alma de Lucía que las rígidas efigies de la catedral de León, cubiertas de rozagante atavío. Yendo una tarde camino de la iglesia, vio pasar un entierro y lo siguió. Era de una doncella, hija de María. Rompía la marcha el bedel, oficialmente grave, vestido de negro, al cuello una cadena de plata; seguían cuatro niñas, con trajes blancos, tiritando de frío, morados los pómulos, pero muy huecas del importante papel de llevar las cintas. Luego los curas, graves y compuestos en su ademán, alzando de tiempo en tiempo sus voces anchas, que se dilataban en la clara atmósfera. Dentro del carro empenachado de blanco y negro, la caja, cubierta de níveo paño, que constelaban flores de azahar, rosas blancas, piñas de lila a granel, oscilantes a cada vaivén de la carroza. Las hijas de María, compañeras de la difunta, iban casi risueñas, remangando sus faldellines de muselina, por no ensuciarlo en el piso lodoso. El comisario civil, de uniforme, encabezaba el duelo; detrás se extendía una reata de mujeres enlutadas, rodeando a la familia, que mostraba el semblante encendido y abotargados los ojos de llorar. Doblaba tristemente la campana de la iglesia, cuando bajaron la caja y la colocaron sobre el catafalco. Lucía penetró en la nave y se arrodilló piadosamente entre los que lloraban a una muerta para ella desconocida. Oyó con delectación melancólica las preces mortuorias, los rezos entonados en plena y pastosa voz por los sacerdotes. Tenían para ella aquellas incógnitas frases latinas un sentido claro: no entendía las palabras; pero harto se le alcanzaba que eran lamentos, amenazas, quejas, y a trechos suspiros de amor muy tiernos y encendidos. Y entonces, como en el parque, volvía a su mente la idea secreta, el deseo de la muerte, y pensaba entre sí que era más dichosa la difunta, acostada en su ataúd cubierto de flores, tranquila, sin ver ni oír las miserias de este pícaro mundo -que rueda, y rueda, y con tanto rodar no trae nunca un día bueno ni una hora de dicha- que ella viva, obligada a sentir, pensar y obrar. ...
En la línea 991
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... -Oh, ¡y qué bueno debe de ser estar muerta! -calculaba Lucía-. Don Ignacio tenía razón en decir que… que no hay felicidad, vamos. ¡Si uno supiese lo que le aguarda en el otro mundo! ¡Dónde andará ahora el alma de ese cuerpo que está ahí! ¡Y de qué servirá morirse, si al fin no deja uno de existir y de acordarse de todo cuanto le pasa! ...
En la línea 1086
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... El Padre Arrigoitia y el médico Duhamel, de acuerdo con Miranda, y facultados telegráficamente por la desconsolada familia Gonzalvo, proporcionaron a la muerta cuanto necesitaba ya: mortaja y ataúd. Pilar, vestida de hábito del Carmen, fue extendida en la caja sobre su mismo lecho; encendieron luces, y dejáronla, a la española, en la cámara mortuoria, no acatando la costumbre francesa de convertir en capilla ardiente el portal, exponiendo allí el cadáver para que todo el que pase lo rocíe con una rama de boj que flota en una caldereta de agua bendita. Depósito, exequias y entierro, debían verificarse el día siguiente. ...
En la línea 1094
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... -Retírese un poco, hija, a descansar… está usted del color de la muerta. No ordena Dios tratarse así. ...
Mira que burrada ortográfica hemos encontrado con la letra r
Reglas relacionadas con los errores de r
Las Reglas Ortográficas de la R y la RR
Entre vocales, se escribe r cuando su sonido es suave, y rr, cuando es fuerte aunque sea una palabra derivada o compuesta que en su forma simple lleve r inicial. Por ejemplo: ligeras, horrores, antirreglamentario.
En castellano no es posible usar más de dos r

El Español es una gran familia
Errores Ortográficos típicos con la palabra Muerta
Cómo se escribe muerta o muerrta?
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