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La palabra faltava
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Comó se escribe faltava o faltaba?

Cual es errónea Faltaba o Faltava?

La palabra correcta es Faltaba. Sin Embargo Faltava se trata de un error ortográfico.

El Error ortográfico detectado en el termino faltava es que hay un Intercambio de las letras b;v con respecto la palabra correcta la palabra faltaba

Más información sobre la palabra Faltaba en internet

Faltaba en la RAE.
Faltaba en Word Reference.
Faltaba en la wikipedia.
Sinonimos de Faltaba.

Algunas Frases de libros en las que aparece faltaba

La palabra faltaba puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 802
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Le faltaba el riego, la tanda que le había robado Pimentó con sus astucias de mal hombre, y no volvería a corresponderle hasta pasados quince días, porque el agua escaseaba. ...

En la línea 1027
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... parecía que le faltaba algo. ...

En la línea 1370
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Sólo faltaba que se derrumbase su techumbre encima de ellos, aplastándolos a todos. ...

En la línea 1427
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Los amos acababan de prestarle el piquillo que le faltaba para la compra del rocín. ...

En la línea 1046
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Aquel cuervo fatídico que, según él, llamaba a los buenos cuando faltaba uno en el camposanto, debía estar ya despierto, alisándose con el pico las negras alas y preparando el graznido para que compareciese su prima. ...

En la línea 3015
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... ¡Sólo le faltaba a este imbécil ser cardenalista! Y yo que había asegurado a la reina, yo que había prometido a mi pobre ama. ...

En la línea 4398
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -¿Y qué fue de él?-¡Oh, no sé nada! Ya tenía bastante, y se marchó sin pedir lo que faltaba; pero a vos, mi querido D'Artagnan, ¿qué os ha pasado?-¿De modo, mi querido Porthos -continuó D'Artagnan-, que ese esguince os retiene en el lecho?-¡Ah, Dios mío, sí, eso es todo! Por lo demás, dentro de pocos días ya estaré en pie. ...

En la línea 5922
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... detuvo, le faltaba la palabra. ...

En la línea 7670
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... De rápida ojeada registró todos los rincones de la sala y vio que le faltaba uno de los hombres. ...

En la línea 1044
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Solo aquello faltaba para completar la escena. ...

En la línea 2537
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Pero una cosa, indispensable para quien va a emprender una expedición de esa índole, me faltaba aún: quiero decir un criado que me acompañase. ...

En la línea 3782
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Estuvimos más de una hora con el abogado; su conversación, si no me convenció de que fuese el hombre de más talento de España, era, en general, de gran interés; el abogado poseía, ciertamente, una ilustración general bastante extensa, aunque le faltaba muchísimo para ser el profundo filólogo que el notario me había dicho. ...

En la línea 4107
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... No le asustaba el calor del día, ni una gota de sudor surcaba su curtido semblante, ni le faltaba el resuello; brincaba de roca en roca con la irritante agilidad de una cabra montés. ...

En la línea 485
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Donde se concluye y da fin a la estupenda batalla que el gallardo vizcaíno y el valiente manchego tuvieron Dejamos en la primera parte desta historia al valeroso vizcaíno y al famoso don Quijote con las espadas altas y desnudas, en guisa de descargar dos furibundos fendientes, tales que, si en lleno se acertaban, por lo menos se dividirían y fenderían de arriba abajo y abrirían como una granada; y que en aquel punto tan dudoso paró y quedó destroncada tan sabrosa historia, sin que nos diese noticia su autor dónde se podría hallar lo que della faltaba. ...

En la línea 486
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Causóme esto mucha pesadumbre, porque el gusto de haber leído tan poco se volvía en disgusto, de pensar el mal camino que se ofrecía para hallar lo mucho que, a mi parecer, faltaba de tan sabroso cuento. ...

En la línea 696
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Y Vivaldo, que era persona muy discreta y de alegre condición, por pasar sin pesadumbre el poco camino que decían que les faltaba, al llegar a la sierra del entierro, quiso darle ocasión a que pasase más adelante con sus disparates. ...

En la línea 832
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... -Pues, a tenerla yo aquí, desgraciado yo, ¿qué nos faltaba? -respondió don Quijote-. ...

En la línea 578
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Algunos, taciturnos, se despedían pronto y abandonaban el templo; no faltaba quien saliera sin despedirse. ...

En la línea 1227
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Si algo faltaba antes para la completa armonía de aquella pareja, ya estaba colmada su felicidad doméstica, por lo que toca a la concordia. ...

En la línea 1333
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... No le faltaba talento, era apasionado y se asimilaba con facilidad ideas que entendía muy pronto, pero no se distinguía por lo original ni por lo prudente. ...

En la línea 1962
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Cada vez que faltaba a su propósito de no contradecir a las tías, sentía una especie de remordimiento, como el del artista que se equivoca. ...

En la línea 51
del libro El Señor
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Pero en adelante le faltaba un resorte moral a su vida interna; faltaba el imán que le atraía; sentía la nostalgia enervante de un porvenir desvanecido. ...

En la línea 51
del libro El Señor
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Pero en adelante le faltaba un resorte moral a su vida interna; faltaba el imán que le atraía; sentía la nostalgia enervante de un porvenir desvanecido. ...

En la línea 1065
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Al recibir Borja por escrito una invitación de Enciso de las Casas abundante en Ingenuas confidencias se enteró de que el banquete era para celebrar una gran cruz pontificia que acababan de concederle, la única que faltaba en la brillante colección con que cubría el lado Izquierdo de su frac. ...

En la línea 1191
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Finalmente, huyó de Roma, afirmando que hacia esto para salvar su vida, y no le faltaba razón. Con su facundia venenosa, había empezado a lanzar acusaciones dignas de una mentalidad anormal y que equivalían al mismo tiempo a una demostración de que jamás había amado a su mujer. El fue quien inventó la inconcebible calumnia de que Lucrecia era amante de su padre y sus hermanos. Es seguro que de haber permanecido unos días más en Roma, el mismo César lo habría matado a puñaladas. ...

En la línea 1339
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Ya no podía fijar el joven la fecha del movimiento insurreccional contra la República de las mujeres. Todos los preparativos estaban terminados y las órdenes transmitidas a las diferentes ciudades. Solo faltaba que se iniciase el movimiento en un Estado lejano, el más favorable para emplear aquel descubrimiento que debía vencer a los famosos rayos negros. ...

En la línea 1502
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... - ¡Sólo nos faltaba esta nueva calamidad!… ...

En la línea 470
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Los cuales enseñaban a Barbarita, a más de las cretonas, unos satenes de algodón floreados que eran la gran novedad del día; y a la viciosa le faltaba tiempo para comprarle un vestido a su nuera, quien solía pasarlo a alguna de sus hermanas. ...

En la línea 570
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... En cuanto Guillermina pescó lo que le faltaba para completar su cantidad, dejó la costura y se puso el manto. Despidiéndose brevemente de las dos señoras, atravesó el salón a prisa. ...

En la línea 880
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... El Pituso dijo que sí con la cabeza. Su aflicción crecía, y poco le faltaba para romper a llorar. Todas las vecinas reconocieron la necesidad de lavarle; pero unas no tenían agua y otras no querían gastarla en tal objeto. Por fin una mujer agitanada y con faldas de percal rameado, el talle muy bajo, un pañuelo caído por los hombros, el pelo lacio y la tez crasa y de color de terra-cotta, se pareció por allí de repente, y quiso dar una lección a las vecinas delante de las señoras, diciendo que ella tenía agua de sobra para despercudir y chovelar a aquel ángel. Se le llevaron en burlesca procesión, él delante, aislado por su propio tizne, y ya con la dignidad tan por los suelos, que empezaba a dar jipíos; los chicos detrás haciendo una bulla infernal, y la tarasca aquella del moño lacio amenazándolos con endiñarles si no se quitaban de en medio. Desapareció la comparsa por una puerquísima y angosta escalera que del ángulo del corredor partía. Jacinta hubiera querido subir también; pero Guillermina la sofocaba con sus prisas. «¿Hija, sabes tú la hora que es?». ...

En la línea 967
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Aquel iiii no se acababa nunca, daba vueltas para arriba y para abajo como una rúbrica trazada con el sonido. Ya les faltaba el aliento a los oyentes cuando el ciego se determinó a posarse en el final de la frase: ...

En la línea 1009
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –¡Pues no faltaba más! ...

En la línea 1530
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... «Ahora –prosiguió pensando–, ¡una idea luminosa, luminosísima! Voy a fingir que quiero pretender de nuevo a Eugenia, voy a solicitarla de nuevo, a ver si me admite de novio, de futuro marido, claro que no más que para probarla, como un experimento psicológico y seguro como estoy de que ella me rechazará… ¡pues no faltaba más! Tiene que rechazarme. Después de lo pasado, después de lo que en nuestra última entrevista me dijo, no es posible ya que me admita. Es una mujer de palabra, creo. Mas… ¿es que las mujeres tienen palabra?, ¿es que la mujer, la Mujer, así, con letra mayúscula, la única, la que se reparte entre millones de cuerpos femeninos y más o menos hermosos –más bien más que menos–; es que la Mujer está obligada a guardar su palabra? Eso de guardar su palabra, ¿no es acaso masculino? Pero ¡no, no! Eugenia no puede admitirme; no me quiere. No me quiere y aceptó ya mi dádiva. Y si aceptó mi dádiva y la disfruta, ¿para qué va a quererme?» ...

En la línea 2024
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... –¡Eso más faltaba! –exclamé algo molesto. ...

En la línea 2303
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -Señor profesor, si no le parece mal nos remontaremos a 1702. No ignora usted que en esa época, vuestro rey Luis XIV, creyendo que bastaba con un gesto de potentado para enterrar los Pirineos, había impuesto a los españoles a su nieto el duque de Anjou. Este príncipe, que reinó más o menos mal bajo el nombre de Felipe V, tuvo que hacer frente a graves dificultades exteriores. En efecto, el año anterior, las casas reales de Holanda, de Austria y de Inglaterra habían concertado en La Haya un tratado de alianza, con el fin de arrancar la corona de España a Felipe V para depositarla en la cabeza de un archiduque al que prematuramente habían dado el nombre de Carlos III. España hubo de resistir a esa coalición, casi desprovista de soldados y de marinos. Pero no le faltaba el dinero, a condición, sin embargo, de que sus galeones, cargados del oro y la plata de América, pudiesen entrar en sus puertos. ...

En la línea 2966
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Por la noche, habíamos ganado un metro más en el foso. Cuando regresé a bordo me sentí sofocado por el ácido carbónico de que estaba saturado el aire. ¡Si hubiéramos tenido los medios químicos necesarios para expulsar ese gas deletéreo! Pues el oxígeno no nos faltaba, lo contenía toda esa agua en cantidades considerables, y descomponiéndolo con nuestras poderosas pilas nos habría restituido el fluido vivificante. Pensaba yo en eso, a sabiendas de que era inútil, ya que el ácido carbónico, producto de nuestra respiración, había invadido todas las partes del navío. Para absorberlo habría que disponer de recipientes de potasa cáustica y agitarlos continuamente, pero carecíamos de esa materia a bordo y nada podía reemplazarla. ...

En la línea 3024
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -Pero no demasiado, créame el señon Me faltaba un poco de aire, sí, pero creo que hubiera ido acostumbrándome. Además, ver cómo el señor iba asfixiándose me quitaba las ganas de respirar, como se dice, me cortaba la respi… ...

En la línea 527
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Entonces fue cuando comprendí que todo lo que había en la estancia, a semejanza del reloj, se había parado e interrumpido hacía ya mucho tiempo. Noté que la señorita Havisham dejó la joya exactamente en el mismo lugar de donde la tomara. Y mientras Estella repartía los naipes, yo miré otra vez a la mesa del tocador, y allí vi el zapato que un día fue blanco y ahora estaba amarillento, pero sin la menor señal de haber sido usado. Miré al pie cuyo zapato faltaba y observé que la media de seda, que también fue blanca y que ahora era de color de hueso, quedó destrozada a fuerza de andar; y aun sin aquella interrupción de todo y sin la inmóvil presencia de los pálidos objetos ya marchitos, el traje nupcial sobre el cuerpo inmóvil no podría haberse parecido más a una vestidura propia de la tumba, ni el largo velo más semejante a un sudario. ...

En la línea 1114
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... No faltaba nada en la casa, y a excepción de estar apagada la bujía, la cual se hallaba en una mesa entre la puerta y mi hermana y a espaldas de ésta cuando fue herida, no se notaba ningún desorden en la cocina más que el que ella misma originó al caer y al derramar sangre por la herida. Pero en aquel lugar había una pieza de convicción. La habían golpeado con algo muy pesado y de cantos redondeados en la cabeza y en la columna vertebral; después de haberla herido y mientras ella estaba tendida de cara al suelo, le arrojaron algo muy pesado con extraordinaria violencia. Y en el suelo, a su lado, cuando Joe levantó a su mujer, pudo ver un grillete de presidiario que había sido limado. ...

En la línea 2017
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Había cumplido veintitrés años. Ni una sola palabra oí hasta entonces que pudiese iluminarme con respecto al asunto de mis esperanzas, y hacía ya una semana que cumplí mi vigesimotercer aniversario. Un año antes habíamos abandonado la Posada de Barnard y vivíamos en el Temple. Nuestras habitaciones estaban en Garden Court, junto al río. El señor Pocket y yo nos habíamos separado hacía algún tiempo por lo que se refiere a nuestras primeras relaciones, pero continuábamos siendo muy buenos amigos. A pesar de mi incapacidad de dedicarme a nada, lo cual creo que se debía a la intranquilidad que me producía la incertidumbre del origen de mis medios de vida, era muy aficionado a leer, y lo hacía regularmente durante muchas horas cada día. El asunto de Herbert progresaba también, y los míos eran tal como los he descrito al terminar el capítulo anterior. Los negocios habían obligado a Herbert a dirigirse a Marsella. Yo estaba solo, y por esta causa experimentaba una penosa sensación. Desanimado y ansioso, esperando que el día siguiente o la semana próxima me dejarían ver con mayor claridad mi camino, echaba de menos el alegre rostro y el simpático carácter de mi amigo. El tiempo era muy malo; tempestuoso y húmedo, en las calles había una cantidad extraordinaria de barro. Día por día llegaban a Londres espesas y numerosas nubes del Este, como si el Oriente fuese una eternidad de nubes y de viento. Tan furiosas habían sido las acometidas del huracán, que hasta algunos edificios elevados de la capital habían perdido los canalones de sus tejados; en la campiña hubo árboles arrancados, alas de molino rotas, y de la costa llegaban tristes relatos de naufragios y de muertes. Estas acometidas furiosas del viento eran acompañadas por violentas ráfagas de lluvia, y terminaba el día que hasta entonces, según pude ver, había sido el peor de todos. En aquella parte del Temple se han hecho muchas transformaciones a partir de entonces, pues ahora ya no es un barrio tan solitario ni está tan expuesto a las alteraciones del río. Vivíamos en lo alto de la última casa, y los embates del viento que subía por el cauce del río estremecían aquella noche la casa como si fuesen cañonazos o las acometidas del agua contra los rompientes. Cuando la lluvia acompañó al viento y se arrojó contra las ventanas, se me ocurrió la idea, mientras miraba a éstas cuando oscilaban, que podía figurarme vivir en un faro combatido por la tempestad. De vez en cuando, el humo bajaba por la chimenea, como si le resultara molesto salir por la parte superior en una noche como aquélla; y cuando abrí la puerta para mirar a la escalera, observé que las luces de ésta se habían apagado. Luego, haciendo con las manos sombra en torno de mi rostro, para mirar a través de las negras ventanas (pues no había que pensar en abrirlas ni poco ni mucho, en vista de la lluvia y del furioso viento), vi que los faroles del patio también se 150 habían apagado y que los de los puentes y los de las orillas del río oscilaban, próximos a apagarse, así como que los fuegos de carbón encendidos en las barcazas que había en el río eran arrastrados a lo lejos por el viento, como rojas manchas entre la lluvia. Leía con el reloj sobre la mesa, decidido a cerrar mi libro a las once de la noche. Cuando lo hice, las campanas de San Pablo y las de todos los relojes de las iglesias de la City, algunas precediendo y otras acompañando, dieron aquella hora. El sonido fue afeado de un modo curioso por el viento; y yo estaba escuchando y pensando, al mismo tiempo, en cómo el viento asaltaba las campanadas y las desfiguraba, cuando oí pasos en la escalera. Nada importa saber qué ilusión loca me hizo sobresaltar, relacionando aquellos pasos con los de mi difunta hermana. Tal ilusión pasó en un momento. Escuché de nuevo y oí los pasos que se acercaban. Recordando, entonces, que estaban apagadas las luces de la escalera, empuñé mi lámpara, a cuya luz solía leer, y me asomé con ella al hueco de la escalera. Quienquiera que estuviese debajo se detuvo al ver la luz, porque ya no se oyó más ruido. - ¿Hay alguien abajo? - pregunté mirando al mismo tiempo. - Sí - dijo una voz desde la oscuridad inferior. - ¿Qué piso busca usted? - El último. Deseo ver al señor Pip. - Ése es mi nombre. ¿Ocurre algo grave? - Nada de particular - replicó la voz. Y aquel hombre subió. Yo sostenía la lámpara por encima de la baranda de la escalera, y él subió lentamente a su luz. La lámpara tenía una pantalla, con objeto de que alumbrara bien el libro, y el círculo de la luz era muy pequeño, de manera que el que subía estaba un momento iluminado y luego se volvía a sumir en la sombra. En el primer momento que pude ver el rostro observé que me era desconocido, aunque pude advertir que miraba hacia mí como si estuviera satisfecho y conmovido de contemplarme. Moviendo la mano de manera que la luz siguiera el camino de aquel hombre, noté que iba bien vestido, aunque con un traje ordinario, como podría ir un viajero por mar. Su cabeza estaba cubierta por largos cabellos grises, de un tono semejante al hierro, y me dije que su edad sería la de unos sesenta años. Era un hombre musculoso, de fuertes piernas, y su rostro estaba moreno y curtido por la exposición a la intemperie. Cuando subía los dos últimos escalones y la luz de la lámpara nos iluminó a ambos, vi, con estúpido asombro, que me tendía ambas manos. - ¿Qué desea usted? - le pregunté. - ¿Que qué deseo?-repitió haciendo una pausa.- ¡Ah, sí! Si me lo permite, ya le explicaré lo que me trae… - ¿Quiere usted entrar? - Sí - contestó -. Deseo entrar, master. Le dirigí la pregunta con acento poco hospitalario, porque me molestaba la expresión de reconocimiento, alegre y complacido, que había notado en sus ojos. Y me molestaba por creer que él, implícitamente, deseaba que correspondiera a ella. Pero le hice entrar en la habitación que yo acababa de dejar, y después de poner la lámpara sobre la mesa le rogué con toda la amabilidad de que fui capaz que explicara el motivo de su visita. Miró alrededor con expresión muy rara - como si se sorprendiese agradablemente y tuviera alguna parte en las cosas que admiraba, - y luego se quitó una especie de gabán ordinario y también el sombrero. Asimismo, vi que la parte superior de su cabeza estaba hendida y calva y que los grises cabellos no crecían más que en los lados. Pero nada advertí que me explicara su visita. Por el contrario, en aquel momento vi que de nuevo me tendía las manos. - ¿Qué se propone usted? - le pregunté, con la sospecha de que estuviera loco. Dejó de mirarme y lentamente se frotó la cabeza con la mano derecha. - Es muy violento para un hombre - dijo con voz ruda y entrecortada, - después de haber esperado este momento y desde tan lejos… Pero no tiene usted ninguna culpa… Ninguno de nosotros la tiene. Me explicaré en medio minuto. Concédame medio minuto, hágame el favor. Se sentó en una silla ante el fuego y se cubrió la frente con sus morenas manos, surcadas de venas. Le observé con la mayor atención y me aparté ligeramente de él, pero no le reconocí. - ¿Hay alguien más por aquí cerca? - preguntó, volviendo la cabeza para mirar hacia atrás. - Me extraña que me haga usted esa pregunta, desconocido como es para mí y después de presentarse en mi casa a tales horas de la noche. 151 - Es usted un buen muchacho - me dijo moviendo la cabeza hacia mí con muestras de afecto, que a la vez me resultaban incomprensibles e irritantes -. Me alegro mucho de que haya crecido, para convertirse en un muchacho tan atrayente. Pero no me haga prender, porque luego se arrepentiría amargamente de haberlo hecho. Abandoné mentalmente la intención que él acababa de comprender, porque en aquel momento le reconocí. Era imposible identificar un simple rasgo de su rostro, pero a pesar de eso le reconocí. Si el viento y la lluvia se hubiesen llevado lejos aquellos años pasados, y al mismo tiempo todos los sucesos y todos los objetos que hubo en ellos, situándonos a los dos en el cementerio en donde por primera vez nos vimos cara a cara y a distinto nivel, no habría podido conocer a mi presidiario más claramente de lo que le conocía entonces, sentado ante el fuego. No habia necesidad de que se sacara del bolsillo una lima para mostrármela, ni que se quitara el pañuelo que llevaba al cuello para ponérselo en torno de la cabeza, ni que se abrazase a sí mismo y echase a andar a través de la habitación, mirando hacia mí para que le reconociese. Le conocí antes de que ayudase de este modo, aunque un momento antes no había sospechado ni remotamente su identidad. Volvió a donde yo estaba y de nuevo me tendió las manos. Sin saber qué hacer, porque, a fuerza de asombro, había perdido el dominio de mí mismo, le di las mías de mala gana. Él las estrechó cordialmente, se las llevó a los labios, las besó y continuó estrechándolas. - Obraste noblemente, muchacho – dijo. - ¡Noble Pip! Y yo jamás lo he olvidado. Al advertir un cambio en sus maneras, como si hasta se dispusiera a abrazarme, le puse una mano en el pecho y le obligué a alejarse. - Basta – dije. - Apártese. Si usted me está agradecido por lo que hice en mi infancia, espero que podrá demostrarme su gratitud comunicándome que ha cambiado de vida. Si ha venido aquí para darme las gracias, debo decirle que no era necesario. Sin embargo, ya que me ha encontrado, no hay duda de que hay algo bueno en el sentimiento que le ha traído, y por eso no le rechazaré… , pero seguramente comprenderá que yo… Mi atención quedó de tal modo atraída por la singularidad de su mirada fija en mí, que las palabras murieron en mis labios. - Decía usted - observó después de mirarnos en silencio-que seguramente comprenderé… ¿Qué debo comprender? - Que no debo renovar con usted aquella relación casual, y ya muy antigua, en estas circunstancias, que son completamente distintas. Me complazco en creer que se ha arrepentido usted, recobrando el dominio de sí mismo. Se lo digo con el mayor gusto. Y también me alegro, creyendo que merezco su gratitud, de que haya venido a darme las gracias. No obstante, nuestros caminos son muy distintos. Está usted mojado de pies a cabeza y parece muy fatigado. ¿Quiere beber algo antes de marcharse? Había vuelto a ponerse el pañuelo en torno del cuello, aunque sin apretar el nudo, y se quedó mirándome con la mayor atención mordiendo una punta de aquél. - Me parece - me contestó, sin dejar de morder el pañuelo y mirándome fijamente-que beberé antes de marcharme, y por ello también le doy las gracias. En una mesita auxiliar había una bandeja. La puse encima de la mesa inmediata al fuego, y le pregunté qué prefería. Señaló una de las botellas sin mirarla y sin decir una palabra, y yo le serví un poco de agua caliente con ron. Me esforcé en que no me temblara la mano en tanto que le servía, pero su mirada fija en mí mientras se recostaba en su silla, con el extremo del pañuelo entre sus dientes, cosa que hacía tal vez sin darse cuenta, fue causa de que me resultara difícil contener el temblor de la mano. Cuando por fin le serví el vaso, observé con el mayor asombro que sus ojos estaban llenos de lágrimas. Hasta entonces, yo había permanecido en pie, sin tratar de disimular mi deseo de que se marchara cuanto antes. Pero me ablandé al observar el suavizado aspecto de aquel hombre y sentí el mudo reproche que me dirigía. - Espero - dije sirviéndome apresuradamente algo de beber yo también y acercando una silla a la mesa -, espero que no creerá usted que le he hablado con rudeza. No tenía intención de hacerlo, pero, si así fue, lo lamento mucho. Deseo que sea usted feliz y se encuentre a su gusto. Cuando me llevé el vaso a los labios, él miró sorprendido el extremo de su pañuelo, dejándolo caer al abrir la boca, y luego me tendió la mano. Yo le di la mía, y ambos bebimos. Hecho esto, se pasó la manga de su traje por los ojos y la frente. - ¿Cuál es su profesión? - le pregunté. -He tenido rebaños de ovejas, he sido criador de reses y otros oficios semejantes en el Nuevo Mundo – contestó; - es decir, a muchos millares de millas de aquí y a través del agua tempestuosa. 152 - Espero que habrá usted ganado dinero. - Mucho, muchísimo. Otros que se dedicaban a lo mismo hicieron también bastante dinero, pero nadie tanto como yo. Fui famoso por esta causa. - Me alegro mucho. - Espero que se alegrará usted más todavía, mi querido joven. Sin tratar de averiguar el sentido de tales palabras ni la razón del tono con que fueron pronunciadas, volví mi atención al detalle que acababa de presentarse a mi mente. - ¿Ha visto alguna vez al mensajero que me mandó, después que él hubo cumplido el encargo que usted le diera? - No le he echado la vista encima. No era fácil tampoco que le viese. - Pues él cumplió fielmente el encargo y me entregó dos billetes de una libra esterlina. Entonces yo era un pobre niño, como ya sabe usted, y, para mí, aquella cantidad era casi una pequeña fortuna. Pero, como usted, he progresado desde entonces y va a permitirme que se las devuelva. Podrá usted emplearlas regalándolas a otro muchacho pobre. Hablando así, saqué mi bolsa. Él me observó mientras la dejaba sobre la mesa y la abría, y no apartó sus ojos de mí mientras separaba dos billetes de una libra esterlina de la cantidad que contenía. Los billetes eran limpios y nuevos. Los desplegué y se los ofrecí. Sin dejar de observarme, los puso uno sobre otro, los dobló a lo largo, los retorció, les prendió fuego en la lámpara y dejó caer las cenizas en la bandeja. - ¿Me permitirá usted que le pregunte - dijo entonces con una sonrisa ceñuda o con sonriente ceño - cómo ha progresado usted desde que ambos nos vimos en los marjales? - ¿Cómo? - Sí. Vació su vaso, se levantó y fue a situarse al lado del fuego, apoyando su grande y morena mano en la chimenea. Apoyó un pie en la barra de hierro que había ante el fuego, con objeto de secárselo y calentarlo, y su húmeda bota empezó a humear; pero él no la miraba ni tampoco se fijaba en el fuego, sino que me contemplaba con la mayor atención. Entonces fue cuando empecé a temblar. Cuando se entreabrieron mis labios y formulé algunas palabras que no se pudieron oír, hice fuerza en mí mismo para decirle, aunque no con mucha claridad, que había sido elegido para heredar algunas propiedades. - ¿Me permite usted preguntar qué propiedades son ésas? - No lo sé - respondí tartamudeando. - ¿Y puedo saber de quién son esas propiedades? - añadió. - Lo ignoro - contesté del mismo modo. -Me parece que podría adivinar-dijo el ex presidiario - la cantidad que recibe usted anualmente desde que es mayor de edad. Refiriéndome a la primera cifra, me parece que es un cinco. Mientras me latía el corazón apresurada y desordenadamente, me puse en pie, apoyando la mano en el respaldo de la silla y mirando, muy apurado, a mi interlocutor. - Y con respecto a un tutor – continuó, - indudablemente existía un tutor o algo parecido mientras usted era menor de edad. Es posible que fuese abogado, y me parece que no me equivocaré mucho al afirmar que la primera letra de su nombre es una J. En aquel momento comprendí toda la verdad de mi situación, y sus inconvenientes, peligros, deshonras y consecuencias de todas clases me invadieron en tal multitud, que me senté anonadado y tuve que esforzarme extraordinariamente para continuar respirando. - Supongamos - continuó - que el que comisionó a aquel abogado, cuyo nombre empieza por una J y que muy bien puede ser Jaggers, supongamos que, atravesando el mar, hubiese llegado a Portsmouth y que, desembarcando allí, hubiera deseado venir a hacerle una visita a usted. «¿Y cómo me ha descubierto usted?», se preguntará. Pues bien, escribí desde Portsmouth a una persona de Londres pidiéndole las señas de usted. ¿Y quiere saber cómo se llama esa persona? Pues es un tal Wemmick. Ni para salvar mi vida habría podido pronunciar entonces una sola palabra. Allí estaba con una mano apoyada en un respaldo de la silla y la otra en mi pecho, pareciéndome que me ahogaba. Así miraba yo a mi extraño interlocutor, y tuve que agarrarme con fuerza a la silla al observar que la habitación parecía dar vueltas alrededor de mí. Él me cogió, me llevó al sofá, me tendió sobre los almohadones y se arrodilló a mi lado, acercando el rostro, que ahora recordaba muy bien y que me hacía temblar, hasta ponerlo a muy poca distancia del mío propio. - Sí, Pip, querido muchacho. He hecho de ti un caballero. Soy yo quien ha hecho eso. Aquel día juré que si lograba ganar una guinea, sería para ti. Y, más tarde, cuando empecé a especular y a enriquecerme, me 153 juré que serías rico. Viví sufriendo grandes penalidades para que tú vivieses cómodamente. Trabajé con la mayor energía para que tú no tuvieras que hacerlo. ¡Qué cosas tan raras! ¿Verdad, muchacho? ¿Y crees que te lo digo para que estés agradecido? De ninguna manera. Te lo digo tan sólo para que sepas que aquel perro cuya vida contribuiste a sostener levantó la cabeza a tal altura para poder hacer de ti un caballero. Y, en efecto, Pip, has llegado a ser un caballero. El aborrecimiento que me inspiraba aquel hombre y el temor que sentía hacia él, así como la repugnancia que me obligó a evitar su contacto, no habrían podido ser mayores de haber sido un animal terrible. -Mira, Pip. Soy tu segundo padre. Tú eres mi hijo y todavía más que un hijo. He ahorrado mucho dinero tan sólo para que tú puedas gastarlo. Cuando me alquilaron como pastor y vivía en una cabaña solitaria, sin ver más que las ovejas, hasta que olvidé cómo eran los rostros de los hombres y las mujeres, aun entonces, mentalmente, seguía viendo tu rostro. Muchas veces se me ha caído el cuchillo de las manos en aquella cabaña, cuando comía o cenaba, y entonces me decía: «Aquí está otra vez mi querido muchacho contemplándome mientras como y bebo». Te vi muchas veces, con tanta claridad como el día en que te encontré en los marjales llenos de niebla. «Así Dios me mate - decía con frecuencia, y muchas veces al aire libre, para que me oyese el cielo, - pero si consigo la libertad y la riqueza, voy a hacer un caballero de ese muchacho». Y ahora mira esta vivienda tuya, digna de un lord. ¿Un lord? ¡Ah!, tendrás dinero más que suficiente para hacer apuestas con los lores y para lograr ventajas sobre ellos. En su vehemencia triunfal, y dándose cuenta de que yo había estado a punto de desmayarme, no observó la acogida que presté a sus palabras. Éste fue el único consuelo que tuve. - Mira - continuó, sacándome el reloj del bolsillo y volviendo hacia él una sortija que llevaba mi dedo, mientras yo rehuía su contacto como si hubiese sido una serpiente. - El reloj es de oro, y la sortija, magnífica. Ambas cosas dignas de un caballero. Y fíjate en tu ropa blanca: fina y hermosa. Mira tu traje: mejor no puede encontrarse. Y también tus libros - añadió mirando alrededor, - que llenan todos los estantes, a centenares. Y tú los lees, ¿no es verdad? Me habría gustado encontrarte leyendo al llegar. ¡Ja, ja, ja! Luego me leerás algunos, querido Pip, y si son en algún idioma extranjero que yo no entienda, no por eso me sentiré menos orgulloso. De nuevo llevó mis manos a sus labios, en tanto que la sangre parecía enfriarse en mis venas. - No hay necesidad de que hables, Pip - dijo, volviendo a pasarse la manga por los ojos y la frente, mientras su garganta producía aquel ruido que yo recordaba tan bien. Y lo más horrible de todo era el darme cuenta del afecto con que hablaba. - Lo mejor que puedes hacer es permanecer quieto, querido Pip. Tú no has pensado en nuestro encuentro tanto tiempo como yo. No estabas preparado para eso, como lo estaba yo. Pero sin duda jamás te imaginaste que sería yo. -¡Oh, no, no!-repliqué-. ¡Nunca, nunca! - ¡Pues bien, ya ves que era yo y sin ayuda de nadie! No ha intervenido en el asunto nadie más que yo mismo y el señor Jaggers. - ¿Ninguna otra persona? - pregunté. - No - contestó, sorprendido. - ¿Quién más podía haber intervenido? Pero déjame que te diga, querido Pip, que te has convertido en un hombre muy guapo. Y espero que te habrán conquistado algunos bellos ojos. ¿No hay alguna linda muchacha de la que estés enamorado? - ¡Oh, Estella, Estella! -Pues será tuya, querido hijo, siempre en el supuesto de que el dinero pueda conseguirlo. No porque un caballero como tú, de tan buena figura y tan instruido, no pueda conquistarla por sí mismo; pero el dinero te ayudará. Ahora déjame que acabe lo que te iba diciendo, querido muchacho. De aquella cabaña y del tiempo que pasé haciendo de pastor recibí el primer dinero, pues, al morir, me lo dejó mi amo, que había sido lo mismo que yo, y así logré la libertad y empecé a trabajar por mi cuenta. Y todas las aventuras que emprendía, lo hacía por ti. «Dios bendiga mi empresa - decía al emprenderla -. No es para mí, sino para él.» Y en todo prosperé de un modo maravilloso. Para que te des cuenta, he de añadir que me hice famoso. El dinero que me legaron y las ganancias del primer año lo mandé todo al señor Jaggers, todo para ti. Entonces él fue en tu busca, de acuerdo con las instrucciones que le di por carta. ¡Oh, ojalá no hubiese venido! ¡Pluguiese a Dios que me dejara en la fragua, lejos de ser feliz, pero, sin embargo, dichoso en comparación con mi estado actual! - Y entonces, querido Pip, recibí la recompensa sabiendo secretamente que estaba haciendo de ti un caballero. A veces, los caballos de los colonos me llenaban de polvo cuando yo iba andando. Pero yo me decía: «Estoy haciendo ahora un caballero que será mucho mejor que todos los demás.» Y cuando uno decía a otro: «Hace pocos años era un presidiario y además es un hombre ordinario e ignorante. Sin embargo, tiene mucha suerte», entonces yo pensaba: «Si yo no soy un caballero ni tengo instrucción, por lo 154 menos soy propietario de uno de ellos. Todo lo que vosotros poseéis no es más que ganado y tierras, pero ninguno de vosotros tiene, como yo, un caballero de Londres.» Así me consolaba y así continuaba viviendo, y también de ese modo continué ganando dinero, hasta que me prometí venir un día a ver a mi muchacho y darme a conocer a él en el mismo sitio en que vivía. Me puso la mano en el hombro, y yo me estremecí ante la idea de que, según imaginaba, aquella mano pudiera estar manchada de sangre. - No me fue fácil, Pip, salir de allí, ni tampoco resultaba muy seguro. Pero yo estaba empeñado, y cuanto más difícil resultaba, mayor era mi decisión, porque estaba resuelto a ello. Y por fin lo he hecho. Sí, querido Pip, lo he hecho. Traté de reunir mis ideas, pero estaba aturdido. Me parecía haber prestado mayor atención a los rugidos del viento que a las palabras de mi compañero; pero no me era posible separar la voz de éste de los silbidos de aquél, aunque seguía oyéndolos cuando él permanecía callado. - ¿Dónde me alojarás? - preguntó entonces. - Ya comprenderás, querido Pip, que he de quedarme en alguna parte. - ¿Para dormir? - dije. - Sí, para dormir muchas horas y profundamente – contestó, - porque he pasado meses y meses sacudido y mojado por el agua del mar. -Mi amigo y compañero-dije levantándome del sofáestá ausente; podrá usted disponer de su habitación. - ¿Volverá mañana? - preguntó. - No - contesté yo casi maquinalmente a pesar de mis extraordinarios esfuerzos. - No volverá mañana. - Lo pregunto, querido Pip - dijo en voz baja y apoyando un dedo en mi pecho, - porque es preciso tener la mayor precaución. - ¿Qué quiere usted decir? ¿Precaución? - ¡Ya lo creo! Corro peligro de muerte. - ¿Qué muerte? - Fui deportado de por vida. Y el volver equivale a la muerte. Durante estos últimos años han vuelto muchos que se hallaban en mi caso, y, sin duda alguna, me ahorcarían si me cogiesen. ¡Sólo faltaba eso! Aquel desgraciado, después de cargarme con su oro maldito y con sus cadenas de plata, durante años enteros, arriesgaba la vida para venir a verme, y allí le tenía a mi custodia. Si le hubiese amado en vez de aborrecerle, si me hubiera sentido atraído a él por extraordinaria admiración y afecto, en vez de sentir la mayor repugnancia, no habría sido peor. Por el contrario, habría sido mejor, porque su seguridad sería lo más importante del mundo para mi corazón. Mi primer cuidado fue cerrar los postigos, a fin de que no se pudiese ver la luz desde el exterior, y luego cerrar y atrancar las puertas. Mientras así lo hacía, él estaba sentado a la mesa, bebiendo ron y comiendo bizcochos; yo, al verle entretenido así, creí contemplar de nuevo al presidiario en los marjales mientras comía. Y casi me pareció que pronto se inclinaría hacia su pierna para limar su grillete. Cuando hube entrado en la habitación de Herbert, cerrando toda comunicación entre ella y la escalera, a fin de que no quedase otro paso posible que la habitación en que habíamos estado conversando, pregunté a mi compañero si quería ir a acostarse. Contestó afirmativamente, pero me pidió algunas prendas de mi ropa blanca de caballero para ponérselas por la mañana. Se las entregué y se las dejé dispuestas, y pareció interrumpirse nuevamente el curso de la sangre en mis venas cuando de nuevo me estrechó las manos para desearme una buena noche. Me alejé de él sin saber cómo lo hacía; reanimé el fuego en la estancia en que habíamos permanecido juntos y me senté al lado de la chimenea, temeroso de irme a la cama. Durante una o dos horas estuve tan aturdido que apenas pude pensar; pero cuando lo logré, me di cuenta de lo desgraciado que era y de que la nave en que me embarcara se había destrozado por completo. Era evidente que las intenciones de la señorita Havisham con respecto a mí no eran nada más que un sueño; sin duda alguna, Estella no me estaba destinada; en la casa Satis se me toleraba como algo conveniente, como si fuese una espina para los avarientos parientes, como un modelo dotado de corazón mecánico a fin de que Estella se practicase en mí cuando no había nadie más en quien hacerlo; éstas fueron las primeras ideas que se presentaron a mi mente. Pero el dolor más agudo de todos era el de que, a causa de aquel presidiario, reo de ignorados crímenes y expuesto a ser cogido en mis propias habitaciones para ser ahorcado en Old Bailey, yo había abandonado a Joe. Entonces no habría querido volver al lado de Joe ni al de Biddy por nada del mundo; aunque me figuro que eso se debía a la seguridad que tenía de que mi indigna conducta hacia ellos era más culpable de lo que 155 me había figurado. Ninguna sabiduría en la tierra podría darme ahora el consuelo que habría obtenido de su sencillez y de su fidelidad; pero jamás podría deshacer lo hecho. En cada una de las acometidas del viento y de la lluvia parecíame oír el ruido de los perseguidores. Por dos veces habría jurado que llamaban a la puerta y que al otro lado alguien hablaba en voz baja. Con tales temores, empecé a recordar que había recibido misteriosos avisos de la llegada de aquel hombre. Me imaginé que durante las semanas anteriores vi en las calles algunos rostros que me parecieron muy semejantes al suyo. Díjeme que aquellos parecidos habían sido más numerosos a medida que él se acercaba a Inglaterra, y estaba seguro de que su maligno espíritu me había mandado, de algún modo, aquellos mensajeros, y, en aquella noche tempestuosa, él valía tanto como su palabra y estaba conmigo. Entre estas reflexiones, se me ocurrió la de que, con mis ojos infantiles, le juzgué hombre violento y desesperado; que había oído al otro presidiario asegurar reiteradamente que había querido asesinarle; y yo mismo le vi en el fondo de la zanja, luchando con la mayor fiereza con su compinche. Y tales recuerdos me aterraron, dándome a entender que no era seguro para mí el estar encerrado con él en lo más profundo de aquella noche solitaria y tempestuosa. Y este temor creció de tal manera, que por fin me obligó a tomar una bujía para ir a ver a mi terrible compañero. Éste se había envuelto la cabeza en un pañuelo y su rostro estaba inmóvil y sumido en el sueño. Dormía tranquilamente, aunque en la almohada se veía una pistola. Tranquilizado acerca del particular, puse suavemente la llave en la parte exterior de la puerta y le di la vuelta para cerrar antes de sentarme junto al fuego. Gradualmente me deslicé de mi asiento y al fin me quedé tendido en el suelo. Cuando desperté, sin que durante mi sueño hubiese olvidado mi desgracia, los relojes de las iglesias de la parte oriental de Londres daban las cinco de la madrugada, las bujías se habían consumido, el fuego estaba apagado y el viento y la lluvia intensificaban las espesas tinieblas. ÉSTE ES EL FINAL DE LA SEGUNDA FASE DE LAS ESPERANZAS DE PIP ...

En la línea 2041
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... No podría decir cuál era mi propósito cuando estaba empeñado en averiguar quiénes eran los padres de Estella. Ya observará el lector que el asunto no se me presentaba de un modo claro hasta que me hizo fijar en él una cabeza mucho más juiciosa que la mía. Pero en cuanto Herbert y yo sostuvimos nuestra importante conversación, fui presa de la febril convicción de que no tenía más remedio que aclarar por completo el asunto… , que no tenía que dejarlo en reposo, sino que había de ir a ver al señor Jaggers para averiguar toda la verdad. No sé si hacía todo eso en beneficio de Estella o si, por el contrario, me animaba el deseo de hacer brillar sobre el hombre en cuya salvación estaba tan interesado algunos reflejos del halo romántico que durante tantos años había rodeado a Estella. Tal vez esta última posibilidad estaba más cerca de la verdad. Pero, sea lo que fuere, muy difícilmente me dejé disuadir de ir aquella noche a la calle de Gerrard. Contuvieron mi impaciencia las razones de Herbert, quien me dio a entender que si iba me fatigaría y empeoraría inútilmente, en tanto que la salvación de mi fugitivo dependía casi en absoluto de mí. Y 195 diciéndome, por último, que, ocurriese lo que ocurriese, podría ir al día siguiente a visitar al señor Jaggers, me tranquilicé y me resigné a quedarme en casa para que Herbert me curase las quemaduras. A la mañana siguiente salimos los dos, y en la esquina de las calles de Smithfield y de Giltspur dejé a Herbert en su camino hacia la City para dirigirme hacia Litle Britain. En ciertas ocasiones periódicas, el señor Jaggers y el señor Wemmick examinaban sus cuentas, comprobaban los cobros y, en una palabra, ponían en orden su contabilidad. En tales ocasiones, Wemmick llevaba sus libros y sus papeles al despacho del señor Jaggers, y uno de los empleados del piso superior iba a ocupar el sitio de Wemmick. Al entrar encontré a este empleado en el lugar de mi amigo, y por eso supuse lo que ocurría en el despacho del señor Jaggers; no lamenté encontrar a los dos juntos, pues así Wemmick podría cerciorarse de que yo no decía nada que pudiese comprometerle. Mi aparición con el brazo vendado y la chaqueta sobre los hombros, como si fuese una capa, pareció favorable para mi propósito. A pesar de que había mandado al señor Jaggers una breve relación del accidente en cuanto llegué a Londres, me faltaba darle algunos detalles complementarios; y lo especial de la ocasión fue causa de que nuestra conversación fuese menos seca y dura, y menos regulada por las leyes de la evidencia, que en otra oportunidad cualquiera. Mientras yo hacía un relato del accidente, el señor Jaggers estaba en pie, ante el fuego, según su costumbre. Wemmick se había reclinado en la silla, mirándome, con las manos en los bolsillos del pantalón y la pluma puesta horizontalmente en el libro. Las dos brutales mascarillas, que en mi mente eran inseparables de los procedimientos legales, parecían preguntarse si en aquellos mismos instantes no estarían oliendo a quemado. Terminada mi narración y después de haberse agotado las preguntas del señor Jaggers, exhibí la autorización de la señorita Havisham para recibir las novecientas libras esterlinas destinadas a Herbert. Los ojos del señor Jaggers parecieron hundirse más en sus cuencas cuando le entregué las tabletas; las tomó y las pasó a Wemmick, dándole instrucciones para que preparase el cheque a fin de firmarlo. Mientras Wemmick lo extendía, le observé, en tanto que el señor Jaggers, balanceándose ligeramente sobre sus brillantes botas, me miraba a su vez. - Lamento mucho, Pip - dijo en tanto que yo me guardaba el cheque en el bolsillo después que él lo hubo firmado, - que no podamos hacer nada por usted. - La señorita Havisham me preguntó bondadosamente - repliqué - si podría hacer algo en mi beneficio, pero le contesté que no. - Todo el mundo debería conocer sus propios asuntos - dijo el señor Jaggers. Y al mismo tiempo observé que los labios de Wemmick parecían articular silenciosamente las palabras: «Objetos de valor fácilmente transportables.» - De hallarme en su lugar, yo no le habría contestado que no - añadió el señor Jaggers, - pero todo hombre debería conocer mejor sus propios asuntos. -Los asuntos de cualquier hombre - dijo Wemmick mirándome con cierta expresión de reproche - son los objetos de valor fácilmente transportables. Como yo creyese que había llegado la ocasión para tratar del asunto que tanto importaba a mi corazón, me volví hacia el señor Jaggers y le dije: - Sin embargo, pedí una cosa a la señorita Havisham, caballero. Le pedí que me diese algunos informes relativos a su hija adoptiva, y ella me comunicó todo lo que sabía. - ¿Eso hizo? - preguntó el señor Jaggers inclinándose para mirarse las botas y enderezándose luego. - ¡Ah! Creo que yo no lo habría hecho, de hallarme en lugar de la señorita Havisham. Ella misma debería conocer mejor sus propios asuntos. - Conozco bastante más que la señorita Havisham la historia de la niña adoptada por ella. Sé quién es su verdadera madre. El señor Jaggers me dirigió una mirada interrogadora y repitió: - ¿Su madre? - He visto a su madre en los tres últimos días. - ¿De veras? - preguntó el señor Jaggers. - Y usted también, caballero. Usted la ha visto aún más recientemente. - ¿De veras? - Tal vez sé más de la historia de Estella que usted mismo – dije. - También sé quién es su padre. La expresión del rostro del señor Jaggers, pues aunque tenía demasiado dominio sobre sí mismo para expresar asombro no pudo impedir cierta mirada de extrañeza, me dio la certeza de que no estaba enterado de tanto. Yo lo sospechaba ya, a juzgar por el relato de Provis (según me lo transmitiera Herbert), quien dijo que había procurado permanecer en la sombra; lo cual lo relacioné con el detalle de que no fue cliente 196 del señor Jaggers hasta cosa de cuatro años más tarde y en ocasión en que no tenía razón alguna para dar a conocer su verdadera identidad. De todas suertes, no estuve seguro de la ignorancia del señor Jaggers acerca del particular como me constaba ahora. - ¿De manera que usted conoce al padre de esa señorita, Pip? - preguntó el señor Jaggers. - Sí – contesté. - Se llama Provis… De Nueva Gales del Sur. Hasta el mismo señor Jaggers se sobresaltó al oír estas palabras. Fue el sobresalto más leve que podía sufrir un hombre, el más cuidadosamente contenido y más rápidamente exteriorizado; pero se sobresaltó, aunque su movimiento de sorpresa lo convirtió en el que solía hacer para tomar su pañuelo. No sé cómo recibió Wemmick aquella noticia, porque en aquellos momentos temía mirarle, para que el señor Jaggers no adivinara que entre los dos había habido comunicaciones ignoradas por él. - ¿Y en qué se apoya, Pip - preguntó muy fríamente el señor Jaggers, deteniéndose en su movimiento de llevarse el pañuelo a la nariz, - en qué se apoya ese Provis para reivindicar esa paternidad? - No pretende nada de eso – contesté, - ni lo ha hecho nunca, porque ignora por completo la existencia de esa hija. Por una vez falló el poderoso pañuelo. Mi respuesta fue tan inesperada, que se volvió el pañuelo al bolsillo sin terminar la acción habitual. Cruzó los brazos y me miró con severa atención, aunque con rostro inmutable. Entonces le di cuenta de todo lo que sabía y de cómo llegué a saberlo; con la única reserva de que le di a entender que sabía por la señorita Havisham lo que, en realidad, conocía gracias a Wemmick. En eso fui muy cuidadoso. Y ni siquiera miré hacia Wemmick hasta que hubo permanecido silencioso unos instantes con la mirada fija en la del señor Jaggers. Cuando por fin volví los ojos hacia el señor Wemmick, observé que había tomado la pluma y que estaba muy atento en su trabajo. - ¡Ah! - dijo por fin el señor Jaggers mientras se dirigía a los papeles que tenía en la mesa. - ¿En qué estábamos, Wemmick, cuando entró el señor Pip? No pude resignarme a ser olvidado de tal modo y le dirigí una súplica apasionada, casi indignada, para que fuese más franco y leal conmigo. Le recordé las falsas esperanzas en que había vivido, el mucho tiempo que las alimenté y los descubrimientos que había hecho; además, aludí al peligro que me tenía conturbado. Me representé como digno de merecer un poco más de confianza por su parte, a cambio de la que yo acababa de demostrarle. Le dije que no le censuraba, ni me inspiraba ningún recelo ni sospecha alguna, sino que deseaba tan sólo que confirmase lo que yo creía ser verdad. Y si quería preguntarme por qué deseaba todo eso y por qué me parecía tener algún derecho a conocer estas cosas, entonces le diría, por muy poca importancia que él diese a tan pobres ensueños, que había amado a Estella con toda mi alma y desde muchos años atrás, y que, a pesar de haberla perdido y de que mi vida había de ser triste y solitaria, todo lo que se refiriese a ella me era más querido que otra cosa cualquiera en el mundo. Y observando que el señor Jaggers permanecía mudo y silencioso y, en apariencia, tan obstinado como siempre, a pesar de mi súplica, me volví a Wemmick y le dije: - Wemmick, sé que es usted un hombre de buen corazón. He tenido ocasión de visitar su agradable morada y a su anciano padre, así como conozco todos los inocentes entretenimientos con los que alegra usted su vida de negocios. Y le ruego que diga al señor Jaggers una palabra en mi favor y le demuestre que, teniéndolo todo en cuenta, debería ser un poco más franco conmigo. Jamás he visto a dos hombres que se miraran de un modo más raro que el señor Jaggers y Wemmick, después de pronunciar este apóstrofe. En el primer instante llegué a temer que Wemmick fuese despedido en el acto; pero recobré el ánimo al notar que la expresión del rostro de Jaggers se fundía en algo parecido a una sonrisa y que Wemmick parecía más atrevido. - ¿Qué es esto? - preguntó el señor Jaggers. - ¿Usted tiene un padre anciano y goza de toda suerte de agradables entretenimientos? -¿Y qué?-replicó Wemmick.- ¿Qué importa eso si no lo traigo a la oficina? - Pip - dijo el señor Jaggers poniéndome la mano sobre el brazo y sonriendo francamente, - este hombre debe de ser el más astuto impostor de Londres. - Nada de eso - replicó Wemmick, envalentonado. - Creo que usted es otro que tal. Y cambiaron una mirada igual a la anterior, cada uno de ellos recelando que el otro le engañaba. - ¿Usted, con una agradable morada? - dijo el señor Jaggers. -Toda vez que eso no perjudica en nada la marcha de los negocios - replicó Wemmick, - puede usted olvidarlo por completo. Y ahora ha llegado la ocasión de que le diga, señor, que no me sorprendería absolutamente nada que, por su parte, esté procurando gozar de una agradable morada cualquier día de éstos, cuando ya se haya cansado de todo este trabajo. 197 El señor Jaggers movió dos o tres veces la cabeza y, positivamente, suspiró. -Pip - dijo luego, - no hablemos de esos «pobres ensueños». Sabe usted más que yo de algunas cosas, pues tiene informes más recientes que los míos. Pero, con respecto a lo demás, voy a ponerle un ejemplo, aunque advirtiéndole que no admito ni confieso nada. Esperó mi declaración de haber entendido perfectamente que, de un modo claro y expreso, no admitía ni confesaba cosa alguna. - Ahora, Pip - añadió el señor Jaggers, - suponga usted lo que sigue: suponga que una mujer, en las circunstancias que ha expresado usted, tenía oculta a su hija y que se vio obligada a mencionar tal detalle a su consejero legal cuando éste le comunicó la necesidad de estar enterado de todo, para saber, con vistas a la defensa, la realidad de lo ocurrido acerca de la niña. Supongamos que, al mismo tiempo, tuviese el encargo de buscar una niña para una señora excéntrica y rica que se proponía criarla y adoptarla. - Sigo su razonamiento, caballero. - Supongamos que el consejero legal viviera rodeado de una atmósfera de maldad y que acerca de los niños no veía otra cosa sino que eran engendrados en gran número y que estaban destinados a una destrucción segura. Sigamos suponiendo que, con la mayor frecuencia, veía y asistía a solemnes juicios contra niños acusados de hechos criminales, y que los pobrecillos se sentaban en el banquillo de los acusados para que todo el mundo los viese; supongamos aún que todos los días veía cómo se les encarcelaba, se les azotaba, se les transportaba, se les abandonaba o se les echaba de todas partes, ya de antemano calificados como carne de presidio, y que los desgraciados no crecían más que para ser ahorcados. Supongamos que casi todos los niños que tenía ocasión de ver en sus ocupaciones diarias podía considerarlos como freza que acabaría convirtiéndose en peces que sus redes cogerían un día a otro, y que serían acusados, defendidos, condenados, dejados en la orfandad y molestados de un modo a otro. - Ya comprendo, señor. - Sigamos suponiendo, Pip, que había una hermosa niña de aquel montón que podía ser salvada; a la cual su padre creía muerta y por la cual no se atrevía a hacer indagación ni movimiento alguno, y con respecto a cuya madre el consejero legal tenía este poder: «Sé lo que has hecho y cómo lo hiciste. Hiciste eso y lo de más allá y luego tomaste tales y tales precauciones para evitar las sospechas. He adivinado todos tus actos, y te lo digo para que tu sepas. Sepárate de la niña, a no ser que sea necesario presentarla para demostrar tu inocencia, y en tal caso no dudes de que aparecerá en el momento conveniente. Entrégame a la niña y yo haré cuanto me sea posible para ponerte en libertad. Si te salvas, también se salvará tu niña; si eres condenada, tu hija, por lo menos, se habrá salvado.» Supongamos que se hizo así y que la mujer fue absuelta. - Entiendo perfectamente. - Pero ya he advertido que no admito que eso sea verdad y que no confieso nada. - Queda entendido que usted no admite nada de eso. Y Wemmick repitió: - No admite nada. - Supongamos aún, Pip, que la pasión y el miedo a la muerte había alterado algo la inteligencia de aquella mujer y que, cuando se vio en libertad, tenía miedo del mundo y se fue con su consejero legal en busca de un refugio. Supongamos que él la admitió y que dominó su antiguo carácter feroz y violento, advirtiéndole, cada vez que se exteriorizaba en lo más mínimo, que estaba todavía en su poder como cuando fue juzgada. ¿Comprende usted ese caso imaginario? - Por completo. - Supongamos, además, que la niña creció y que se casó por dinero. La madre vivía aún y el padre también. Demos por supuesto que el padre y la madre, sin saber nada uno de otro, vivían a tantas o cuantas millas de distancia, o yardas, si le parece mejor. Que el secreto seguía siéndolo, pero que usted ha logrado sorprenderlo. Suponga esto último y reflexione ahora con el mayor cuidado. - Ya lo hago. -Y también ruego a Wemmick que reflexione cuidadosamente. - Ya lo hago - contestó Wemmick. - ¿En beneficio de quién puede usted revelar el secreto? ¿En beneficio del padre? Me parece que no por eso se mostraría más indulgente con la madre. ¿En beneficio de la madre? Creo que si cometió el crimen, más segura estaría donde se halle ahora. ¿En beneficio de la hija? No creo que le diera mucho gusto el conocer a tales ascendientes, ni que de ello se enterase su marido; tampoco le sería muy útil volver a la vida de deshonra de que ha estado separada por espacio de veinte años y que ahora se apoderaría de ella para toda su existencia hasta el fin de sus días. Pero añadamos a nuestras suposiciones que usted amaba a esa 198 joven, Pip, y que la hizo objeto de esos «pobres ensueños» que en una u otra ocasión se han albergado en las cabezas de más hombres de los que se imagina. Pues antes que revelar este secreto, Pip, creo mejor que, sin pensarlo más, se cortara usted la mano izquierda, que ahora lleva vendada, y luego pasara el cuchillo a Wemmick para que también le cortase la derecha. Miré a Wemmick, cuyo rostro tenía una expresión grave. Sin cambiarla, se tocó los labios con su índice, y en ello le imitamos el señor Jaggers y yo. -Ahora, Wemmick - añadió Jaggers recobrando su tono habitual, - dígame usted dónde estábamos cuando entró el señor Pip. Me quedé allí unos momentos en tanto que ellos reanudaban el trabajo, y observé que se repetían sus extrañas y mutuas miradas, aunque con la diferencia de que ahora cada uno de ellos parecía arrepentirse de haber dejado entrever al otro un lado débil, y completamente alejado de los negocios, en sus respectivos caracteres. Supongo que por esta misma razón se mostrarían inflexibles uno con otro; el señor Jaggers parecía un dictador, y Wemmick se justificaba obstinadamente cuando se presentaba la más pequeña interrupción. Nunca les había visto en tan malos términos, porque, por regla general, marchaban los dos muy bien y de completo acuerdo. Pero, felizmente, se sintieron aliviados en gran manera por la entrada de Mike, el cliente del gorro de pieles que tenía la costumbre de limpiarse la nariz con la manga y a quien conocí el primer día de mi aparición en aquel lugar. Aquel individuo, que ya en su propia persona o en algún miembro de su familia parecía estar siempre en algún apuro (lo cual en tal lugar equivalía a Newgate) entró con objeto de dar cuenta de que su hija había sido presa por sospecha de que se dedicase a robar en las tiendas. Y mientras comunicaba esta triste ocurrencia a Wemmick, en tanto que el señor Jaggers permanecía con aire magistral ante el fuego, sin tomar parte en la conversación, los ojos de Mike derramaron una lágrima. - ¿Qué le pasa a usted? -preguntó Wemmick con la mayor indignación. - ¿Para qué viene usted a llorar aquí? -No lloraba, señor Wemmick. - Sí - le contestó éste. - ¿Cómo se atreve usted a eso? Si no se halla en situación de venir aquí, ¿para qué viene goteando como una mala pluma? ¿Qué se propone con ello? - No siempre puede el hombre contener sus sentimientos, señor Wemmick - replicó humildemente Mike. - ¿Sus qué? - preguntó Wemmick, furioso a más no poder. - ¡Dígalo otra vez! - Oiga usted, buen hombre - dijo el señor Jaggers dando un paso y señalando la puerta. - ¡Salga inmediatamente de esta oficina! Aquí no tenemos sentimientos. ¡Fuera! - Se lo tiene muy merecido - dijo Wemmick. - ¡Fuera! Así, pues, el desgraciado Mike se retiró humildemente, y el señor Jaggers y Wemmick recobraron, en apariencia, su buena inteligencia y reanudaron el trabajo con tan buen ánimo como si acabaran de tomar el almuerzo. ...

En la línea 315
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Rasumikhine tenía otra característica notable: ninguna contrariedad le turbaba; ningún revés le abatía. Podría haber vivido sobre un tejado, soportar el hambre más atroz y los fríos más crueles. Era extremadamente pobre, tenía que vivir de sus propios recursos y nunca le faltaba un medio u otro de ganarse la vida. Conocía infinidad de lugares donde procurarse dinero… , trabajando, naturalmente. ...

En la línea 489
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Corrió a la puerta, escuchó, cogió su sombrero y empezó a bajar la escalera cautelosamente, con paso silencioso, felino… Le faltaba la operación más importante: robar el hacha de la cocina. Hacía ya tiempo que había elegido el hacha como instrumento. Él tenía una especie de podadera, pero esta herramienta no le inspiraba confianza, y todavía desconfiaba más de sus fuerzas. Por eso había escogido definitivamente el hacha. ...

En la línea 1316
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑¿Verdad? ‑exclamó Piotr Petrovitch dirigiendo al doctor una mirada amable. Después se volvió hacia Rasumikhine con un gesto de triunfo y superioridad (sólo faltaba que le llamase «joven») y le dijo‑: Convenga usted que todo se ha perfeccionado, o, si se prefiere llamarlo así, que todo ha progresado, por lo menos en los terrenos de las ciencias y la economía. ...

En la línea 1583
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Un deseo enigmático e irresistible se apoderó de él. Raskolnikof cruzó la entrada y se creyó obligado a subir al cuarto piso del primer cuerpo de edificio, situado a la derecha. La escalera era estrecha, empinada y oscura. Raskolnikof se detenía en todos los rellanos y miraba con curiosidad a su alrededor. Al llegar al primero, vio que en la ventana faltaba un cristal. «Entonces estaba», se dijo. Y poco después: «Éste es el departamento del segundo donde trabajaban Nikolachka y Mitri. Ahora está cerrado y la puerta pintada. Sin duda ya está habitado.» Luego el tercer piso, y en seguida el cuarto… «¡Éste es!» Raskolnikof tuvo un gesto de estupor: la puerta del piso estaba abierta y en el interior había gente, pues se oían voces. Esto era lo que menos esperaba. El joven vaciló un momento; después subió los últimos escalones y entró en el piso. ...

En la línea 1313
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Muchas veces notaba que se ponía triste, que añoraba algo, que, a pesar de la presencia de Blanche, algo le faltaba. ...

En la línea 62
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Creía el señor Joaquín a pie juntillas haber dado educación bastante a su hija, y aun le pareció de perlas el destrozo de valses y fantasías que sin compasión ejecutaban en el piano sus dedos inhábiles. Por muy recóndita que la guardase allá en los postreros rincones del pensamiento, no faltaba al leonés la aspiración propia de todo hombre que ejerce humildes oficios, y se ganó con sudores el pan, de que su descendencia beneficiase tamaños esfuerzos, ascendiendo un peldaño en la escala social. Bien llevaría él en paciencia continuar siendo tan tío Joaquín como siempre; no tenía ínfulas de ricachón, y era en genio y trato sencillo con extremo; pero si renunciaba al señorío en su persona, no así en la de su hija; parecíale oír voz que le decía, como las brujas a Banquo: «No serás rey, pero engendrarás reyes.» Y luchando entre el modesto convencimiento de su falta absoluta de rango, y la certeza moral de que Lucía a grandes puestos estaba destinada, vino a parar a la razonable conclusión de que el matrimonio realizaría la anhelada metamorfosis de muchacha en dama. Un yerno empingorotado fue desde entonces anhelo perenne del antiguo lonjista. ...

En la línea 460
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... -Sí, pero… -Lucía se interrumpió-. Me faltaba una cosa muy esencial. ...

En la línea 843
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... -Pierda usted cuidado -decía bajito Miranda a Pilar-. Conquistaremos a ese hermano fiero, e irá usted una noche al Casino: ¡no faltaba otra cosa! ¿Se había usted de marchar de Vichy sin ver el teatro, y sin asistir al concierto? Eso sería inaudito. ...

En la línea 1046
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Y el vasco y la valerosa amiga cruzaron las manos y alzaron blandamente en el improvisado trono a la enferma, que se dejó ir como un cuerpo inerte, recostando la cabeza en el cuello de Lucía y humedeciéndoselo con el viscoso sudor de la calentura. Subieron así las escaleras hasta el entresuelo, donde introdujo Sardiola a ambas mujeres en una ancha y desahogada habitación en que no faltaba su marmórea chimenea, sus monumentales camas colgadas, su alfombra de moqueta algo desflorada y raída a trechos, sus lavabos y sus perchas clásicas. Caía la pieza a un jardinete, en cuyo centro ligero kiosco de madera y cristales servía de sala de baño. Depositaron a Pilar en una butaca y Sardiola se quedó en pie esperando órdenes. Su mirada, negra y reluciente como la de un cachorro de Terranova, se clavaba en Lucía con sumisión y afecto verdaderamente caninos. Ella, por su parte, se mordía los labios para retener las preguntas que impacientes asomaban a ellos. Sardiola adivinó, con su instinto fiel de animal doméstico, y prevínole el deseo. ...

En la línea 516
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Arreglado el negocio, ya no faltaba más que guía, lo cual fue más fácil. Un joven parsi, de rostro inteligente, ofreció sus servicios. Mister Fogg aceptó y le prometió una gruesa remuneración, lo cual no podía menos de contribuir a redoblar su inteligencia. ...

En la línea 1189
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Cierto es que el buen muchacho había almorzado, por previsión, todo lo copiosamente que pudo, antes de salir del 'Carnatic', pero después de un día de paseo, se sintió muy hueco el estómago. Bien había observado que en la muestra de los carniceros faltaba el carnero, la cabra o el cerdo, y como sabía que es un sacrilegio matar bueyes, únicamente reservados a las necesidades de la agricultura, había deducido que la carne andaba escasa en el Japón. No se engañaba; pero, a falta de todo eso, su estómago se hubiera arreglado con jabalí, gamo, perdices o codornices, ave o pescado con que se alimentan exclusivamente los japoneses, juntamente con el producto de los arrozales. Pero debió hacer de tripas corazón, y dejar para el día siguiente el cuidado de proveer a su manutención. ...

En la línea 1198
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Una vez tomada esta resolución, faltaba ejecutarla, y sólo después de muchas investigaciones descubrió Picaporte a un vendedor indígena, a quien expuso su petición. El traje europeo gustó al ropavejero, y no tardó Picaporte en salir ataviado con un viejo ropaje japonés y cubierto con una especie de turbante de estrías, desteñido por la acción del tiempo. Pero, en compensación, sonaron en su bolsillo algunas monedas de plata. ...

En la línea 1442
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Picaporte fue en busca del 'steward' y volvió luego con dos barajas, fichas, tantos y una tablilla forrada de paño. No faltaba nada. El juego comenzó. Mistress Aouida sabía bastante bien el whist, aun recibió algunos cumplidos del severo Phileas Fogg. En cuanto al inspector, era de primera fuerza y capaz de luchar con el gentleman. ...


El Español es una gran familia

Reglas relacionadas con los errores de b;v

Las Reglas Ortográficas de la B

Regla 1 de la B

Detrás de m se escribe siempre b.

Por ejemplo:

sombrío
temblando
asombroso.

Regla 2 de la B

Se escriben con b las palabras que empiezan con las sílabas bu-, bur- y bus-.

Por ejemplo: bujía, burbuja, busqué.

Regla 3 de la B

Se escribe b a continuación de la sílaba al- de inicio de palabra.

Por ejemplo: albanés, albergar.

Excepciones: Álvaro, alvéolo.

Regla 4 de la B

Las palabras que terminan en -bundo o -bunda y -bilidad se escriben con b.

Por ejemplo: vagabundo, nauseabundo, amabilidad, sociabilidad.

Excepciones: movilidad y civilidad.

Regla 5 de la B

Se escriben con b las terminaciones del pretérito imperfecto de indicativo de los verbos de la primera conjugación y también el pretérito imperfecto de indicativo del verbo ir.

Ejemplos: desplazaban, iba, faltaba, estaba, llegaba, miraba, observaban, levantaba, etc.

Regla 6 de la B

Se escriben con b, en todos sus tiempos, los verbos deber, beber, caber, haber y saber.

Regla 7 de la B

Se escribe con b los verbos acabados en -buir y en -bir. Por ejemplo: contribuir, imbuir, subir, recibir, etc.

Excepciones: hervir, servir y vivir, y sus derivados.

Las Reglas Ortográficas de la V

Regla 1 de la V Se escriben con v el presente de indicativo, subjuntivo e imperativo del verbo ir, así como el pretérito perfecto simple y el pretérito imperfecto de subjuntivo de los verbos tener, estar, andar y sus derivados. Por ejemplo: estuviera o estuviese.

Regla 2 de la V Se escriben con v los adjetivos que terminan en -ava, -ave, -avo, -eva, -eve, -evo, -iva, -ivo.

Por ejemplo: octava, grave, bravo, nueva, leve, longevo, cautiva, primitivo.

Regla 3 de la V Detrás de d y de b también se escribe v. Por ejemplo: advertencia, subvención.

Regla 4 de la V Las palabras que empiezan por di- se escriben con v.

Por ejemplo: divertir, división.

Excepciones: dibujo y sus derivados.

Regla 5 de la V Detrás de n se escribe v. Por ejemplo: enviar, invento.


Te vas a reir con las pifia que hemos hemos encontrado cambiando las letras b;v


la Ortografía es divertida

Errores Ortográficos típicos con la palabra Faltaba

Cómo se escribe faltaba o faltava?

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