La palabra Setecientos ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Barraca de Vicente Blasco Ibañez
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
Sandokán: Los tigres de Mompracem de Emilio Salgàri
Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne
El jugador de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
La llamada de la selva de Jack London
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece setecientos.
Estadisticas de la palabra setecientos
La palabra setecientos no es muy usada pues no es una de las 25000 palabras más comunes del castellano según la RAE
Errores Ortográficos típicos con la palabra Setecientos
Cómo se escribe setecientos o zetecientoz?
Cómo se escribe setecientos o setezientos?

la Ortografía es divertida

El Español es una gran familia
Algunas Frases de libros en las que aparece setecientos
La palabra setecientos puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 45
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... La barraca, que había aparecido en una edición española de setecientos ejemplares (vendiéndose únicamente quinientos, la mayor parte de ellos en Valencia), y no mereció, al publicarse, otro saludo que unas cuantas palabras de los críticos de entonces, pasó de golpe a ser novela célebre. ...
En la línea 5655
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Era un pueblo grande, de unos setecientos habitantes, rodeado de un muro de tierra. ...
En la línea 7628
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... -Ellos -respondió Sancho- son tres mil y trecientos y tantos; de ellos me he dado hasta cinco: quedan los demás; entren entre los tantos estos cinco, y vengamos a los tres mil y trecientos, que a cuartillo cada uno, que no llevaré menos si todo el mundo me lo mandase, montan tres mil y trecientos cuartillos, que son los tres mil, mil y quinientos medios reales, que hacen setecientos y cincuenta reales; y los trecientos hacen ciento y cincuenta medios reales, que vienen a hacer setenta y cinco reales, que, juntándose a los setecientos y cincuenta, son por todos ochocientos y veinte y cinco reales. ...
En la línea 2984
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... y muchos sauces llorones a la orilla de los arroyos, y los cercados los forman espesas enredaderas de grosellas, cuyo fruto es tan usado. explica sin dificultad el carácter inglés de la vegetación, considerando que hay en la isla setecientos cuarenta y seis especies de plantas, de las cuales sólo son indígenas cincuenta y dos, siendo casi todas las demás importadas de Inglaterra ...
En la línea 2504
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Sandokán llevó a Mariana a proa, y con la punta de la cimitarra le mostró un pequeño bergantín que navegaba a una distancia de setecientos pasos en dirección de la bahía. ...
En la línea 2374
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Miré la pendiente que acabábamos de escalar. Por esa parte, la montaña no se elevaba más que de setecientos a ochocientos pies por encima de la llanura, pero por la vertiente opuesta dominaba desde una altura doble el fondo de esa porción del Atlántico. Mi mirada se extendía a lo lejos y abarcaba un vasto espacio iluminado por una violenta fulguración. En efecto, era un volcán aquella montaña. A cincuenta pies por debajo del pico, en medio de una lluvia de piedras y de escorias, un ancho cráter vomitaba torrentes de lava que se dispersaban en cascada de fuego en el seno de la masa líquida. Así situado, el volcán, como una inmensa antorcha, iluminaba la llanura inferior hasta los últimos límites del horizonte. ...
En la línea 3089
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Allí mismo, en aguas de las Antillas, a diez metros de profundidad, ¡cuántas cosas interesantes pude registrar en mis notas cotidianas! Entre otros zoófitos, las galeras, conocidas con el nombre de fisalias pelágicas, unas gruesas vejigas oblongas con reflejos nacarados, tendiendo sus membranas al viento y dejando flotar sus tentáculos azules como hüos de seda, encantadoras medusas para la vista y verdaderas ortigas para el tacto, con el líquido corrosivo que destilan. Entre los articulados, vi unos anélidos de un metro de largo, armados de una trompa rosa y provistos de mil setecientos órganos locomotores, que serpenteaban bajo el agua exhalando al paso todos los colores del espectro solar. Entre los peces, rayas molubars, enormes cartilaginosos de diez pies de largo y seiscientas libras de peso, con la aleta pectoral triangular y el centro del dorso abombado, con los ojos fijados a las extremidades de la parte anterior de la cabeza, y que se aplicaban a veces como una opaca contraventana sobre nuestros cristales. Había también balistes americanos para los que la naturaleza sólo ha combinado el blanco y el negro. Y gobios plumeros, alargados y carnosos, con aletas amarillas, y mandíbula prominente. Y escómbridos de dieciséis decímetros, de dientes cortos y agudos, cubiertos de pequeñas escamas, pertenecientes a la familia de las albacoras. Por bandadas aparecían de vez en cuando salmonetes surcados por rayas doradas de la cabeza a la cola, agitando sus resplandecientes aletas, verdaderas obras maestras de joyeria, peces en otro tiempo consagrados a Diana, particularmente buscados por los ricos romanos y de los que el proverbio decía que «no los come quien los coge». También unos pomacantos dorados, ornados de unas fajas de color esmeralda, vestidos de seda y de terciopelo, pasaron ante nuestros ojos como grandes señores del Veronese. Esparos con espolón se eclipsaban bajo su rápida aleta torácica. Los clupeinos, de quince pulgadas, se envolvían en sus resplandores fosforescentes. Los múgiles batían el mar con sus gruesas colas carnosas. Rojos corégonos parecían segar las olas con su afilada aleta pectoral y peces luna plateados dignos de su nombre se levantaban sobre el agua como otras tantas lunas con reflejos blancos. ...
En la línea 3249
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Hacia las cinco de la tarde se desplomó una lluvia torrencial que no abatió ni al viento ni a la mar. El huracán se desencadenó a una velocidad de cuarenta y cinco metros por segundo, o sea, a unas cuarenta leguas por hora. Había alcanzado esa fuerza que le lleva a derribar las casas, a clavar las tejas de los tejados en las puertas, a romper las verjas de hierro y a desplazar cañones del veinticuatro. Y, sin embargo, el Nautilus estaba allí, justificando en medio de la tormenta la afirmación de un sabio ingeniero de que «no hay casco bien construido que no pueda desafiar a la mar». No era una roca resistente, a la que aquellas olas hubieran demolido, sino un huso de acero, obediente y móvil, sin aparejos ni mástiles, lo que desafiaba impunemente al furor del huracán. Examinaba yo entretanto las desencadenadas olas. Medían hasta quince metros de altura sobre una longitud de ciento cincuenta a ciento setenta y cinco metros, y su velocidad de propagación era de quince metros por segundo. Su volumen y su potencia aumentaban con la profundidad del agua. Comprendí entonces la función de esas olas que aprisionan el aire en sus flancos y lo envían a los fondos marinos, a los que con ese oxígeno llevan la vida. Su extrema fuerza de presión -ha sido calculada -puede elevarse hasta tres mil kilos por pie cuadrado de la superficie que baten. Fueron olas como éstas las que en las Hébridas desplazaron un bloque de piedra que pesaba ochenta y cuatro mil libras. Las que, en la tempestad del 23 de diciembre de 1864, tras haber destruido una parte de la ciudad de Yeddo, en el Japón, se desplazaron a setecientos kilómetros por hora para romperse el mismo día en las costas de América. ...
En la línea 86
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... —No se trata de eso ahora. Escúcheme bien. Aquí hay setecientos florines; tómelos y gáneme la mayor cantidad que pueda a la ruleta. Necesito dinero inmediatamente, sea como fuere. ...
En la línea 261
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... —Usted decía que esta esclavitud le causaba delicia… Yo también así me lo figuraba. —¡Usted también se lo figuraba! —exclamé con una volubilidad extraña—. ¡Extraordinaria candidez la suya! Pues bien, lo confieso, ser su esclavo me produce placer. Hay un deleite en el último grado de la humillación y del rebajamiento —continué de un modo delirante—. Quien sabe, quizá se experimenta bajo el knut, cuando sus correas se abaten y desgarran la espalda… Pero yo deseo tal vez gozar otros placeres. Hace un momento, en la mesa, el general me ha sermoneado delante de usted porque me paga setecientos rublos al año, que quizá nunca logre cobrar. El marqués Des Grieux, con las cejas fruncidas, me contemplaba y al mismo tiempo fingía no verme. Y yo, por mi parte, es muy probable que arda en deseos de agarrar a ese marqués por la nariz, en presencia de usted. ...
En la línea 1021
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... —¡Se ha marchado! ¡Tiene todos mis bienes en garantía! ¡Estoy pelado como un halcón! Del dinero que trajo usted… ignoro lo que queda. Lo más setecientos francos. Esto es todo cuanto poseo; de ahora en adelante… ¡a la buena de Dios… ! ...
En la línea 1307
del libro El jugador
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Un día casi tuve que emplear la fuerza para impedirle que comprase un broche que había visto en el Palais Royal y que a toda costa quería ofrecer a Blanche. ¿Qué era para ella un broche de setecientos francos? El general poseía por todo capital un billete de mil francos. No he podido saber nunca de dónde lo sacó. Probablemente se lo había dado Mr. Astley, pues fue éste quien pagó la cuenta del hotel. ...
En la línea 93
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... El correo meneó la cabeza en señal de duda. Con setecientos kilómetros aún por delante para llegar a Dawson, no se podía permitir una epidemia de rabia entre sus animales. Dos horas de juramentos y esfuerzo necesitó para poner los arneses en condiciones, tras lo cual, el equipo, aún agarrotado por las heridas, se puso en marcha, avanzando penosamente por el tramo más duro que habían encontrado hasta entonces, que, dicho sea de paso, era la parte peor del trayecto a Dawson. ...
Más información sobre la palabra Setecientos en internet
Setecientos en la RAE.
Setecientos en Word Reference.
Setecientos en la wikipedia.
Sinonimos de Setecientos.
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