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La palabra puerto
Cómo se escribe

la palabra puerto

La palabra Puerto ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Barraca de Vicente Blasco Ibañez
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
Memoria De Las Islas Filipinas. de Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
El paraíso de las mujeres de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Julio Verne de La vuelta al mundo en 80 días
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece puerto.

Estadisticas de la palabra puerto

La palabra puerto es una de las palabras más comunes del idioma Español, estando en la posición 805 según la RAE.

Puerto es una palabra muy común y se encuentra en el Top 500 con una frecuencia media de 110.19 veces en cada obra en castellano

El puesto de esta palabra se basa en la frecuencia de aparición de la puerto en 150 obras del castellano contandose 16749 apariciones en total.


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El Español es una gran familia

Algunas Frases de libros en las que aparece puerto

La palabra puerto puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 16
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Una tarde, después de hablar a los marineros y cargadores del puerto, cuando, terminado mi discurso, tuve que responder a los apretones de manos y los saludos de miles de oyentes, reconocí entre éstos al joven que me escondió en su casa. ...

En la línea 568
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Y con la alegría del que, después de una penosa navegación descubre el puerto, la familia procedió a la siembra. ...

En la línea 3446
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Afortunadamente, como hemos dicho, estaban a cien pasos de la ciudad; dejaron las dos monturas en la carretera y corrieron al puerto. ...

En la línea 3452
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -Hacedlo visar por el gobernador del puerto - dijo el patrón y dadme preferencia. ...

En la línea 3522
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... El navío continuaba dispuesto para partir, el patrón esperaba en el puerto. ...

En la línea 3530
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Era el cañonazo que anunciaba el cierre del puerto. ...

En la línea 138
del libro Memoria De Las Islas Filipinas.
del afamado autor Don Luis Prudencio Alvarez y Tejero
... a El gobierno militar del puerto y plaza de Cavite, debe quedar reducido á lo puramente militar, y el teniente de justicia mayor recaudador del tributo debe ser letrado, como en las demas provincias, y esta ser colocada en la clase de las de ascenso. ...

En la línea 1482
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... _Caballero_, si usted me lo permite, le proporcionaremos una escolta hasta la bajada del puerto. ...

En la línea 1520
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Levántate, y dime, hermano, si ves a alguien bajar del puerto. ...

En la línea 1545
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Menos de una hora después, iba yo por la otra vertiente del puerto, montado en la _burra_ cerril. ...

En la línea 1546
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... CAPÍTULO XI El puerto de Mirabete.—Lobos y pastores.—La sutileza de las hembras.—Muerto por los lobos.—Se aclara el misterio.—Las montañas.—La hora tenebrosa.—Un viajero nocturno.—Abarbanel.—Los tesoros ocultos.—El poder del oro.—El arzobispo.—Llegada a Madrid. ...

En la línea 2158
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... -Así es la verdad -respondió la doncella-, y desde aquí adelante creo que no será menester apuntarme nada, que yo saldré a buen puerto con mi verdadera historia. ...

En la línea 2168
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... -Pues, ¿cómo se desembarcó vuestra merced en Osuna, señora mía -preguntó don Quijote-, si no es puerto de mar? Mas, antes que Dorotea respondiese, tomó el cura la mano y dijo: -Debe de querer decir la señora princesa que, después que desembarcó en Málaga, la primera parte donde oyó nuevas de vuestra merced fue en Osuna. ...

En la línea 2177
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... -Ésta, señores -prosiguió Dorotea-, es mi historia: sólo resta por deciros que de cuanta gente de acompañamiento saqué de mi reino no me ha quedado sino sólo este buen barbado escudero, porque todos se anegaron en una gran borrasca que tuvimos a vista del puerto, y él y yo salimos en dos tablas a tierra, como por milagro; y así, es todo milagro y misterio el discurso de mi vida, como lo habréis notado. ...

En la línea 2504
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Conténtate, Anselmo, y no quieras hacer más pruebas de las hechas; y, pues a pie enjuto has pasado el mar de las dificultades y sospechas que de las mujeres suelen y pueden tenerse, no quieras entrar de nuevo en el profundo piélago de nuevos inconvenientes, ni quieras hacer experiencia con otro piloto de la bondad y fortaleza del navío que el cielo te dio en suerte para que en él pasases la mar deste mundo, sino haz cuenta que estás ya en seguro puerto, y aférrate con las áncoras de la buena consideración, y déjate estar hasta que te vengan a pedir la deuda que no hay hidalguía humana que de pagarla se escuse. ...

En la línea 30
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... En cuanto se entra en el puerto, se advierte en el cerrillo de arena que da frente al mar, una banda blanca, horizontal, que se extiende a una distancia de varias millas a lo largo de la costa, y que está situada a una altura de unos 45 pies (13 metros) sobre el nivel del mar. Examinando más de cerca esa capa blanca, se ve que consiste en materias calcáreas que contienen numerosas conchas, la mayoría de las cuales aún existen en la costa vecina. Esa capa descansa sobre antiguas rocas volcánicas y a su vez ha quedado cubierta por otra de basalto fundido que debió de precipitarse en el mar, cuando aquella capa blanca que contiene conchas descansaba en el fondo del agua. Es muy interesante advertir las modificaciones producidas en la quebradiza masa por el calor de las lavas que la cubrieron: parte de esa masa se transformó en creta cristalina, y otra parte en una piedra manchada compacta. Allí donde las escorias de la superficie inferior de la corriente de lava tocaron a la cal, esta última se ha convertido en grupos de fibras admirablemente radiadas, que se asemejan a la aragonita. Las capas de lava se elevan en mesetas sucesivas ligeramente inclinadas hacia el interior, de donde salieron en un principio los diluvios de piedra en fusión. Creo que desde los tiempos históricos no se ha manifestado en San-lago ningún signo de actividad volcánica. Hasta es raro que pueda descubrirse la forma de cráter en la cima de las numerosas colinas formadas por cenizas rojas; sin embargo, pueden distinguirse en la costa las capas de lava más recientes. ...

En la línea 130
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... 5 de julio de 1832.- Largamos velas por la mañana y salimos del magnífico puerto de Río. Durante nuestro viaje hasta el Plata no vemos nada de particular, como no sea un día una grandísima bandada de marsopas, en número de varios millares. El mar entero parecía surcado por estos animales, y nos ofrecían el espectáculo más extraordinario cuando cientos de ellos avanzaban a saltos, que hacían salir del agua todo su cuerpo. Mientras nuestro buque corría nueve nudos por hora, esos animales podían pasar y repasar por delante de la proa con la mayor facilidad y seguir adelantándonos hasta muy lejos. Empieza a hacer mal tiempo en el momento en que penetramos en la desembocadura del Plata. Con una noche muy oscura, nos vemos rodeados por gran número de focas y de pájaros bobos que hacen un ruido tan extraño, que el oficial de cuarto nos asegura que oye los mugidos del ganado vacuno en la costa. ...

En la línea 185
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... El Polyvorus chimango es mucho más pequeño que la especie precedente. Es un ave verdaderamente omnívora; come de todo, hasta pan; y me han asegurado que devasta los campos de patatas en Chiloé, arrancando los tubérculos que acaban de plantarse. Entre todas las aves que comen carne muerta, suele ser la última que abandona el cadáver de un animal; muy a menudo hasta la he visto en el interior del costillaje de un caballo o de una vaca, como un pájaro dentro de una jaula. El Polyvorus Novae Zelandiae es otra especie muy común en las islas Falkland. Estas aves se parecen casi en todo a las carranchas. Se alimentan de cadáveres y de animales marinos; en los peñones de Ramírez hasta tienen que pedir al mar todo su alimento. En extremo atrevidas, frecuentan las cercanías de las casas para apoderarse de todo cuanto se arroje desde ellas. Así que un cazador mata a un animal, se juntan alrededor suyo en gran número para precipitarse sobre cuanto el hombre pueda abandonar y esperan con paciencia durante horas si es preciso. Cuando están ahitos, hínchaseles el implume buche, lo cual les da un aspecto repulsivo. Suelen atacar a las aves heridas: habiendo llegado a descansar en la costa un Mórfex herido, inmediatamente fue rodeado por varias de esas aves, las cuales acabaron de matarlo a picotazos. El Beagle sólo visitó en verano las islas Falkland; pero los oficiales del buque Aventure, que pasaron un invierno en estas islas, me han citado muchos ejemplos extraordinarios de la audacia y de la rapacidad de estas aves. Una vez atacaron a un perro que dormía a los pies de uno de los oficiales; otra vez, estando de caza, hubo que disputarlas unos gansos que acababan de ser muertos. Dícese que reunidas en bandadas (y en esto se parecen a las carranchas), se colocan junto al boquete de una gazapera y se arrojan sobre el conejo en cuanto sale. Cuando el barco estaba en el puerto iban constantemente a visitarlo y era menester una vigilancia de todos los instantes para impedir que destrozasen los pedazos de cuero que había en las jarcias y llevarse los cuartos de carne o la caza colgados a popa. Estas aves son muy curiosas, y también sólo por eso muy desagradables: recogen todo cuanto pueda haber en el suelo; transportaron a una milla de distancia un gran sombrero de hule y lleváronse también un par de bolas muy pesadas, de las que sirven para la caza de reses mayores. Durante una excursión, Mister Usborne tuvo una pérdida muy sensible, puesto que le robaron una brujulita de Kater, metida en un estuche de tafilete rojo, y jamás pudo recobrarla. Se pelean mucho y tienen terribles accesos de cólera, durante los cuales arrancan la hierba a picotazos. No puede decirse que vivan verdaderamente en sociedad; no se ciernen en las alturas y su vuelo es pesado y torpe; corren con mucha rapidez, y su paso se asemeja bastante al de los faisanes. Son muy estrepitosos, dan varios gritos agudos; uno de esos gritos se parece al de la grulla inglesa, por lo cual les han dado este nombre los pescadores de focas. Circunstancia curiosa: cuando arrojan un grito echan atrás la cabeza, igual que la carrancha. Construyen los nidos en costas escarpadas, pero sólo en los islotes pequeños próximos a la costa y nunca en tierra firme o en las dos islas principales: extraña precaución para un ave tan poco asustadiza y tan atrevida. Los marinos dicen que la carne cocida de estas aves es muy blanda y constituye un manjar excelente; pero se necesita sumo valor para tragar un solo bocado de ella. ...

En la línea 226
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... El país que recorremos al otro día es enteramente semejante al que habíamos recorrido la víspera. Muy pocas aves, muy pocos animales habitan en él. De vez en cuando se ve un ciervo o un guanaco (Llama salvaje); pero el agutí (Cavia patagónica) es el más común de todos los cuadrúpedos. Este animal se asemeja a nuestra liebre, aun cuando difiere de este género en muchos caracteres esenciales; por ejemplo, no tiene más que tres dedos en las patas traseras. Adquiere también doble tamaño que la liebre, pues pesa de 20 a 25 libras. El agutí es el verdadero amigo del desierto; a cada instante vemos dos o tres de estos animales saltando uno tras otro a través de estas llanuras silvestres. Se extienden al norte hasta la sierra Tapalguen (latitud, 370 30'), punto donde la llanura se hace de pronto más húmeda y más verde; el límite meridional de su vivienda está entre Puerto-Deseado y el puerto San Julián, aun cuando la naturaleza del paisaje no cambia en nada. Es de advertir que aunque el agutí ya no se encuentra en ningún punto más al sur del puerto San Julián, el capitán Wood vio en este sitio grandísimo número de ellos durante su viaje en 1670. ¿Qué causa ha podido modificar en una región salvaje,, desierta y tan escasamente visitada como esta, la habitación de este animal? Fundándose en el número de agutís que el capitán Wood mató en un solo día en Puerto-Deseado, parece también que dichos animales eran allí mucho más numerosos entonces que ahora. En todas partes donde habita la viscacha, este animal hace galerías, y el agutí se sirve de ellas; pero en los lugares donde no se encuentra la viscacha, como en Bahía Blanca, el mismo agutí hace minas. Igual acontece con el pequeño búho de las Pampas (Athene cunicularia), descrito tan a menudo, como estando de centinela a la entrada de las conejeras; en efecto, en la banda oriental, donde no hay viscachas, ese ave se ve obligada a hacerse ella misma su guarida en tierra. ...

En la línea 1628
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Enfrente estaba el mar, que antes oía sin verlo; el mar, mucho mayor que visto desde el puerto, más pacífico, más solemne; desde allí las olas no parecían sacudidas violentas de una fiera enjaulada, sino el ritmo de una canción sublime, vibraciones de placas sonoras, iguales, simétricas, que iban de Oriente a Occidente. ...

En la línea 7671
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... que lo diga la sociedad de Mareantes de aquel puerto. ...

En la línea 9335
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Cerraba los ojos, y dejaba de sentirse por fuera y por dentro; a veces se le escapaba la conciencia de su unidad, empezaba a verse repartida en mil, y el horror dominándola producía una reacción de energía suficiente a volverla a su yo, como a un puerto seguro; al recobrar esta conciencia de sí, se sentía padeciendo mucho, pero casi gozaba con tal dolor, que al fin era la vida, prueba de que ella era quien era. ...

En la línea 12303
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... después de esto ¡al agua! Saturno entra en el salón, saludando a diestro y siniestro, y aunque parece que su propósito es enterarse de quién está allí, en el fuero interno bien sabe él que lo que busca es un rincón de un diván o una silla, que le sirva de puerto en aquella arriesgada navegación por los mares del gran mundo. ...

En la línea 388
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Ni un solo caballerizo se quedó con él, por miedo a sufrir su misma suerte. Obligado a marchar solo, Pedro Luis llegó a Ostia sin ningún accidente; pero la galera que había fletado con anticipación no le aguardaba. Había huido con su equipaje y su dinero. Tuvo que tomar una simple barca para ganar Civitavecchia, refugiándose en la fortaleza de dicho puerto, donde murió seis meses después a causa, sin duda, de tantas emociones. ...

En la línea 657
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Era la primera vez que regresaba a su patria, de la que había salido siendo adolescente, y luego de dicha visita nunca volvió a ella. Según era costumbre, todos los cardenales residentes en Roma escoltaron a su compañero hasta la puerta de San Pablo, dándole el beso de despedida. En el puerto de Ostia tuvo que aguardar a que pasase un furioso temporal, y emprendió su navegación días después en dos naves del rey Ferrante de Nápoles, haciendo escala en Córcega y llegando el 17 de junio a la playa de Valencia. ...

En la línea 659
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Valencia era entonces la ciudad más rica del Mediterráneo español, la de costumbres más alegres y libres. Juan II, padre de Fernando el Católico, vivía en incesante lucha con los catalanes, negándose Barcelona a reconocer su autoridad, y todo el movimiento marítimo había pasado a Valencia. Su puerto era desde el reinado de Alfonso V, un centro receptor y distribuidor del comercio con Italia. ...

En la línea 677
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Varios centenares de caballeros y estudiantes componían ahora el cortejo del legado. Todos se dirigieron al puerto tan alegres «que parecían iban a bodas», según expresión de un cronista contemporáneo. Los del nuevo cortejo y los del antiguo, llegado con el cardenal, se embarcaron en dos navíos venecianos, cuyos capitanes hacían pagar de un modo abusivo el precio del pasaje. ...

En la línea 258
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Situada sobre una altura vecina a la ciudad, el prisionero podía contemplar, sin moverse de su alojamiento, toda la grandiosa metrópoli extendida a su pies, así como el puerto con sus numerosos navíos al ancla y los campos y pueblecillos cercanos, llegando con su vista hasta la cordillera que cerraba el horizonte, en la que había cumbres de ciento ochenta metros, solamente exploradas por algunos sabios capaces de morir como héroes al servicio de la ciencia. ...

En la línea 328
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Vio como el rector, que indudablemente tenía también noticias de esto, daba explicaciones a los señores del Consejo. El presidente, que parecía furioso por haber estornudado grotescamente en presencia del jefe de la oposición, se apresuró a ordenar que se llevaran el cofre y arrojasen su contenido fuera del puerto, como nocivo para la salud pública y la tranquilidad de la patria. ...

En la línea 368
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Todas las funciones de su vida estaban previstas y atendidas por la comisión encargada de su cuidado. Detrás de la eminencia en cuya cumbre había sido construido la Galería de la Industria se deslizaba un río que iba a desembocar cerca del puerto. En este río anchísimo, que para el gigante era un riachuelo, podía lavarse y satisfacer otras necesidades corporales. ...

En la línea 370
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Gillespie admiró en las horas de sol la blanca arquitectura de la capital, a la que podía llegar con solo varios saltos, y durante la noche sus esplendidas iluminaciones. Veía entrar y salir en el puerto los buques, que parecían juguetes de estanque, y llegar por el aire, sobre la llanura oceánica o sobre las montañas, innumerables máquinas voladoras llevando sobre sus lomos y sus pintarrajeadas alas pasajeros y mercancías procedentes de misteriosos países. ...

En la línea 5964
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Por la tarde llegó doña Lupe muy alarmada buscando a Maximiliano, a quien suponía allí. No pasó de la sala, ni quiso ver a Fortunata, de quien dijo que la compadecía, pero que no podía tener ninguna clase de relaciones con ella. En la sala cuchicheó la ministra con Segismundo contándole lo ocurrido. Pues ahí era nada: Maximiliano había comprado un revólver… ¿pero quién diablos le dio el dinero? Descubriolo la señora por una casualidad… Le dio el olor, al verle entrar con un bulto entre papeles. Lo peor del caso fue que no pudo quitárselo. Salió escapado de la casa, y al poco rato los del herrero del bajo vinieron diciendo que le habían visto en la Ronda, pegando tiros contra la tapia de la fábrica del Gas, como para ejercitarse… ¡Ay!, la de los Pavos estaba aterrada. Toda aquella sabiduría lógica, que el pobre chico tenía en la cabeza, se le había convertido en humo sin duda. Y lo peor era que no había ido a almorzar, ni se sabía su paradero… «Tenemos que dar parte a la policía, para evitar que haga cualquier barbaridad. Yo pensé que habría venido aquí, y corrí desolada… ¿Dónde demonios estará? Ballester, por Dios, averígüelo usted y sáqueme de este conflicto. Usted es la única persona que le domina cuando se pone así… Salga a ver si le encuentra; yo se lo ruego». A esto replicó el buen farmacéutico que no podía repicar y andar en la procesión. Fuese la de Jáuregui desconsoladísima, con intento de ver al Sr. de Torquemada, faro luminoso que le marcaba el puerto en todas las borrascas de la vida. ...

En la línea 761
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -Señor profesor, lo siento por uno de los mejores navíos de la valiente marina americana, pero fui atacado y hube de defenderme. Sin embargo, me limité a poner a la fragata fuera de combate. No le será difícil reparar sus averías en el puerto más cercano. ...

En la línea 1124
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Al Nordeste emergían dos islas volcánicas de desigual magnitud, rodeadas de un arrecife de coral de unas cuarenta millas de perímetro. Estábamos ante la isla de Vanikoro propiamente dicha, a la que Dumont d'Urville impuso el nombre de isla de la Récherche, y precisamente ante el pequeño puerto de Vanu, situado a 16º 4' de latitud Sur y 164º 32' de longitud Este. Las tierras parecían recubiertas de verdor, desde la playa hasta las cimas del interior, dominadas por el monte Kapogo a una altitud de cuatrocientas setenta y seis toesas. ...

En la línea 2206
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... -Es probable, señor Aronnax, pues desde 1866 han surgido ya ocho pequeños islotes de lava frente al puerto San Nicolás de Palca Kamenni. Es, pues, evidente, que Nea y Palea se reunirán un día no lejano. Si en medio del Pacífico son los infusorios los que forman los continentes, aquí son los fenómenos eruptivos. Mire usted el trabajo que está realizándose bajo el mar. ...

En la línea 2304
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... »Hacia el fin de 1702, España esperaba un rico convoy que Francia hizo escoltar por una flota de veintitrés navíos bajo el mando del almirante Cháteau Renault, para protegerlo de las correrías por el Atlántico de las armadas de la coalición. El convoy debía ir a Cádiz, pero el almirante, conocedor de que la flota inglesa surcaba esos parajes, decidió dirigirlo a un puerto de Francia. Tal decisión suscitó la oposición de los marinos españoles, que deseaban dirigirse a un puerto de su país, y que propusieron, a falta de Cádiz, ir a la bahía de Vigo, al noroeste de España, que no se hallaba bloqueada. El almirante de Cháteau Renault tuvo la debilidad de plegarse a esta imposición, y los galeones entraron en la bahía de Vigo. Desgraciadamente, esta bahía forma una rada abierta y sin defensa. Necesario era, pues, apresurarse a descargar los galeones antes de que pudieran llegar las flotas coaligadas, y no hubiera faltado el tiempo para el desembarque si no hubiera estallado una miserable cuestión de rivalidades. ¿Va siguiendo usted el encadenamiento de los hechos? ...

En la línea 2049
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Al día siguiente fue llevado al Tribunal de Policía, e inmediatamente habría pasado al Tribunal Superior, a no ser por la necesidad de esperar la llegada de un antiguo oficial del barco-prisión, de donde se escapó una vez, a fin de ser identificado. Nadie dudaba de su identidad, pero Compeyson, que le denunció, era entonces, llevado de una parte a otra por las mareas, ya cadáver, y ocurrió que en aquel momento no había ningún oficial de prisiones en Londres que pudiera aportar el testimonio necesario. Fui a visitar al señor Jaggers a su casa particular, la noche siguiente de mi llegada, con objeto de lograr sus servicios, pero éste no quiso hacer nada en beneficio del preso. No podía hacer otra cosa, porque, según me dijo, en cuanto llegase el testigo, el caso quedaría resuelto en cinco minutos y ningún poder en la tierra era capaz de impedir que se pronunciase una sentencia condenatoria. Comuniqué al señor Jaggers mi propósito de dejarle en la ignorancia acerca del paradero de sus riquezas. El señor Jaggers se encolerizó conmigo por haber dejado que se me deslizase entre las manos el dinero de la cartera, y dijo que podríamos hacer algunas gestiones para ver si se lograba recobrar algo. Pero no me ocultó que, aun cuando en algunos casos la Corona no se apoderaba de todo, creía que el que nos interesaba no era uno de ésos. Lo comprendí muy bien. Yo no estaba emparentado con el reo ni relacionado con él por ningún lazo legal; él, por su parte, no había otorgado ningún documento a mi favor antes de su prisión, y el hacerlo ahora sería completamente inútil. Por consiguiente, no podía reclamar nada, y, así, resolví por fin, y en adelante me atuve a esta resolución, que jamás emprendería la incierta tarea de procurar establecer ninguna de esas relaciones legales. Aparentemente, había razón para suponer que el denunciante ahogado esperaba una recompensa por su acto y que había obtenido datos bastante exactos acerca de los negocios y de los asuntos de Magwitch. Cuando se encontró su cadáver, a muchas millas de distancia de la escena de su muerte, estaba tan horriblemente desfigurado que tan sólo se le pudo reconocer por el contenido de sus bolsillos, en los cuales había una cartera y en ella algunos papeles doblados, todavía legibles. En uno de éstos estaba anotado el nombre de una casa de Banca en Nueva Gales del Sur, en donde existía cierta cantidad de dinero y la designación de determinadas tierras de gran valor. Estos dos datos figuraban también en una lista que Magwitch dio al señor Jaggers mientras estaba en la prisión y que indicaba todas las propiedades que, según suponía, heredaría yo. Al desgraciado le fue útil su propia ignorancia, pues jamás tuvo la menor duda de que mi herencia estaba segura con la ayuda del señor Jaggers. Después de tres días, durante los cuales el acusador público esperó la llegada del testigo que conociera al preso en el buque-prisión, se presentó el oficial y completó la fácil evidencia. Por esto se fijó el juicio para la próxima sesión, que tendría lugar al cabo de un mes. En aquella época oscura de mi vida fue cuando una noche llegó Herbert a casa, algo deprimido, y me dijo: - Mi querido Haendel, temo que muy pronto tendré que abandonarte. Como su socio me había ya preparado para eso, me sorprendí mucho menos de lo que él se figuraba. - Perderíamos una magnífica oportunidad si yo aplazase mi viaje a El Cairo, y por eso temo que tendré que ir, Haendel, precisamente cuando más me necesitas. - Herbert, siempre te necesitaré, porque siempre tendré por ti el mismo afecto; pero mi necesidad no es mayor ahora que en otra ocasión cualquiera. -Estarás muy solo. 215 - No tengo tiempo para pensar en eso – repliqué. - Ya sabes que permanezco a su lado el tiempo que me permiten y que, si pudiese, no me movería de allí en todo el día. Cuando me separo de él, mis pensamientos continúan acompañándole. El mal estado de salud en que se hallaba Magwitch era tan evidente para los dos, que ni siquiera nos sentimos con valor para referirnos a ello. - Mi querido amigo - dijo Herbert, - permite que, a causa de nuestra próxima separación, que está ya muy cerca, me decida a molestarte. ¿Has pensado acerca de tu porvenir? - No; porque me asusta pensar en él. - Pero no puedes dejar de hacerlo. Has de pensar en eso, mi querido Haendel. Y me gustaría mucho que ahora discutiéramos los dos este asunto. -Con mucho gusto - contesté. - En esta nueva sucursal nuestra, Haendel, necesitaremos un… Comprendí que su delicadeza quería evitar la palabra apropiada, y por eso terminé la frase diciendo: - Un empleado. - Eso es, un empleado. Y tengo la esperanza de que no es del todo imposible que, a semejanza de otro empleado a quien conoces, pueda llegar a convertirse en socio. Así, Haendel, mi querido amigo, ¿querrás ir allá conmigo? Abandonó luego su acento cordial, me tendió su honrada mano y habló como podría haberlo hecho un muchacho. - Clara y yo hemos hablado mucho acerca de eso - prosiguió Herbert, - y la pobrecilla me ha rogado esta misma tarde, con lágrimas en los ojos, que te diga que, si quieres vivir con nosotros, cuando estemos allá, se esforzará cuanto pueda en hacerte feliz y para convencer al amigo de su marido que también es amigo suyo. ¡Lo pasaríamos tan bien, Haendel! Le di las gracias de todo corazón, pero le dije que aún no estaba seguro de poder aceptar la bondadosa oferta que me hacía. En primer lugar, estaba demasiado preocupado para poder reflexionar claramente acerca del asunto. En segundo lugar… Sí, en segundo lugar había un vago deseo en mis pensamientos, que ya aparecerá hacia el fin de esta narración. - Te agradecería, Herbert - le dije, - que, si te es posible y ello no ha de perjudicar a tus negocios, dejes este asunto pendiente durante algún tiempo. - Durante todo el que quieras - exclamó Herbert. - Tanto importan tres meses como un año. - No tanto - le dije -. Bastarán dos o tres meses. Herbert parecía estar muy contento cuando nos estrechamos la mano después de ponernos de acuerdo de esta manera, y dijo que ya se sentía con bastante ánimo para decirme que tendría que marcharse hacia el fm de la semana. - ¿Y Clara? - le pregunté. - La pobrecilla - contestó Herbert - cumplirá exactamente sus deberes con respecto a su padre mientras viva. Pero creo que no durará mucho. La señora Whimple me ha confiado que, según su opinión, se está muriendo. - Es muy sensible – repliqué, - pero lo mejor que puede hacer. - Temo tener que darte la razón - añadió Herbert. - Y entonces volveré a buscar a mi querida Clara, y ella y yo nos iremos apaciblemente a la iglesia más próxima. Ten en cuenta que mi amada Clara no desciende de ninguna familia importante, querido Haendel, y que nunca ha leído el Libro rojo ni sabe siquiera quién era su abuelo. ¡Qué dicha para el hijo de mi madre! El sábado de aquella misma semana me despedí de Herbert, que estaba animado de brillantes esperanzas, aunque triste y cariacontecido por verse obligado a dejarme, mientras tomaba su asiento en una de las diligencias que habían de conducirle a un puerto marítimo. Fui a un café inmediato para escribir unas líneas a Clara diciéndole que Herbert se había marchado, mandándole una y otra vez la expresión de su amor. Luego me encaminé a mi solitario hogar, si tal nombre merecía, porque ya no era un hogar para mí, sin contar con que no lo tenía en parte alguna. En la escalera encontré a Wemmick que bajaba después de haber llamado con los puños y sin éxito a la puerta de mi casa. A partir del desastroso resultado de la intentada fuga no le había visto aún, y él fue, con carácter particular y privado, a explicarme los motivos de aquel fracaso. - El difunto Compeyson - dijo Wemmick, - poquito a poco pudo enterarse de todos los asuntos y negocios de Magwitch, y por las conversaciones de algunos de sus amigos que estaban en mala situación, pues siempre hay alguno que se halla en este caso, pude oír lo que le comuniqué. Seguí prestando atento oído, y así me enteré de que se había ausentado, por lo cual creí que sería la mejor ocasión para intentar la 216 fuga. Ahora supongo que esto fue un ardid suyo, porque no hay duda de que era listo y de que se propuso engañar a sus propios instrumentos. Espero, señor Pip, que no me guardará usted mala voluntad. Tenga la seguridad de que con todo mi corazón quise servirle. - Estoy tan seguro de esto como usted mismo, Wemmick, y de todo corazón le doy las gracias por su interés y por su amistad. - Gracias, muchas gracias. Ha sido un asunto malo - dijo Wemmick rascándose la cabeza, - y le aseguro que hace mucho tiempo que no había tenido un disgusto como éste. Y lo que más me apura es la pérdida de tanto dinero. ¡Dios mío! - Pues a mí lo que me apura, Wemmick, es el pobre propietario de ese dinero. - Naturalmente - contestó él. - No es de extrañar que esté usted triste por él y, por mi parte, crea que me gastaría con gusto un billete de cinco libras esterlinas para sacarlo de la situación en que se halla. Pero ahora se me ocurre lo siguiente: el difunto Compeyson estaba enterado de su regreso, y como al mismo tiempo había tomado la firme decisión de hacerlo prender, creo que habría sido imposible que se salvara. En cambio, el dinero podía haberse salvado. Ésta es la diferencia entre el dinero y su propietario. ¿No es verdad? Invité a Wemmick a que volviese a subir la escalera con objeto de tomar un vaso de grog antes de irse a Walworth. Aceptó la invitación, y mientras bebía dijo inesperadamente, pues ninguna relación tenía aquello con lo que habíamos hablado, y eso después de mostrar alguna impaciencia: - ¿Qué le parece a usted de mi intención de no trabajar el lunes, señor Pip? - Supongo que no ha tenido usted un día libre durante los doce meses pasados. - Mejor diría usted durante doce años - replicó Wemmick. - Sí, voy a hacer fiesta. Y, más aún, voy a dar un buen paseo. Y, más todavía, voy a rogarle que me acompañe. Estaba a punto de excusarme, porque temía ser un triste compañero en aquellos momentos, pero Wemmick se anticipó, diciendo: - Ya sé cuáles son sus compromisos, y me consta que no está usted de muy buen humor, señor Pip. Pero si pudiera usted hacerme este favor, se lo agradecería mucho. No se trata de un paseo muy largo, pero sí tendrá lugar en las primeras horas del día. Supongamos que le ocupa a usted, incluyendo el tiempo de desayunarse durante el paseo, desde las ocho de la mañana hasta las doce. ¿No podría arreglarlo de modo que me acompañase? Me había hecho tantos favores en diversas ocasiones, que lo que me pedía era lo menos que podía hacer en su obsequio. Le dije que haría lo necesario para estar libre, y al oírlo mostró tanta satisfacción que, a mi vez, me quedé satisfecho. Por indicación especial suya decidimos que yo iría al castillo a las ocho y media de la mañana del lunes, y, después de convenirlo, nos separamos. Acudí puntualmente a la cita, y el lunes por la mañana tiré del cordón de la campana del castillo, siendo recibido por el mismo Wemmick. Éste me pareció más envarado que de costumbre, y también observé que su sombrero estaba más alisado que de ordinario. Dentro de la casa vi preparados dos vasos de ron con leche y dos bizcochos. Sin duda, el anciano debió de haberse levantado al primer canto de la alondra, porque al mirar hacia su habitación observé que la cama estaba vacía. En cuanto nos hubimos reconfortado con el vaso de ron con leche y los bizcochos y salimos para dar el paseo, me sorprendió mucho ver que Wemmick tomaba una caña de pescar y se la ponía al hombro. - Supongo que no vamos a pescar… - exclamé. - No - contestó Wemmick. - Pero me gusta pasear con una caña. Esto me pareció muy extraño. Sin embargo, nada dije y echamos a andar. Nos dirigimos hacia Camberwell Green, y cuando estuvimos por allí cerca, Wemmick exclamó de pronto: - ¡Caramba! Aquí hay una iglesia. En esto no había nada sorprendente; pero otra vez me quedé admirado al observar que él decía, como si lo animase una brillante idea: - ¡Vamos a entrar! En efecto, entramos, y Wemmick dejó su caña de pescar en el soportal. Luego miró alrededor. Hecho esto, buscó en los bolsillos de su chaqueta y sacó un paquetito, diciendo: - ¡Caramba! Aquí tengo un par de guantes. Voy a ponérmelos. Los guantes eran de cabritilla blanca, y el buzón de su boca se abrió por completo, lo cual me inspiró grandes recelos, que se acentuaron hasta convertirse en una certidumbre, al ver que su anciano padre entraba por una puerta lateral escoltando a una dama. - ¡Caramba! - dijo Wemmick -. Aquí tenemos a la señorita Skiffins. ¡Vamos a casarnos! 217 Aquella discreta damisela iba vestida como de costumbre, a excepción de que en aquel momento se ocupaba en quitarse sus guantes verdes para ponerse otros blancos. El anciano estaba igualmente entretenido en preparar un sacrificio similar ante el altar de Himeneo. El anciano caballero, sin embargo, luchaba con tantas dificultades para ponerse los guantes, que Wemmick creyó necesario obligarle a que se apoyara en una columna, y luego, situándose detrás de ésta, tiró de los guantes, en tanto que, por mi parte, sostenía al anciano por la cintura, con objeto de que ofreciese una resistencia igual por todos lados. Gracias a este ingenioso procedimiento le entraron perfectamente los guantes. Aparecieron entonces el pastor y su acólito, y nos situamos ordenadamente ante aquella baranda fatal. Continuando en su fingimiento de que todo se realizaba sin preparativo de ninguna clase, oí que Wemmick se decía a sí mismo, al sacar algo de su bolsillo, antes de que empezase la ceremonia: - ¡Caramba! ¡Aquí tengo una sortija! Actué como testigo del novio, en tanto que un débil ujier, que llevaba un gorro blanco como el de un niño de corta edad, fingía ser el amigo del alma de la señorita Skiffins. La responsabilidad de entregar a la dama correspondió al anciano, aunque, al mismo tiempo y sin la menor intención, logró escandalizar al pastor. Cuando éste preguntó: «¿Quién entrega a esta mujer para que se case con este hombre?», el anciano caballero, que no sospechaba ni remotamente el punto de la ceremonia a que se había llegado, se quedó mirando afablemente a los Diez Mandamientos. En vista de esto, el clérigo volvió a preguntar: «¿Quién entrega a esta mujer para que se case con este hombre?» Y como el anciano caballero se hallase aún en un estado de inconsciencia absoluta, el novio le gritó con su voz acostumbrada: -Ahora, padre, ya lo sabes. ¿Quién entrega esta mujer? A lo cual el anciano contestó, con la mayor vehemencia, antes de decir que él la entregaba: - Está bien, John; está bien, hijo mío. En cuanto al clérigo, se puso de un humor tan malo e hizo una pausa tan larga, que, por un momento, llegué a temer que la ceremonia no se terminase aquel día. Sin embargo, por fin se llevó a cabo, y en cuanto salimos de la iglesia, Wemmick destapó la pila bautismal, metió los blancos guantes en ella y la volvió a tapar. La señora Wemmick, más cuidadosa del futuro, se metió los guantes blancos en el bolsillo y volvió a ponerse los verdes. - Ahora, señor Pip - dijo Wemmick, triunfante y volviendo a tomar la caña de pescar, - permítame que le pregunte si alguien podría sospechar que ésta es una comitiva nupcial. Habíase encargado el almuerzo en una pequeña y agradable taberna, situada a una milla de distancia más o menos y en una pendiente que había más allá de la iglesia. En la habitación había un tablero de damas, para el caso de que deseáramos distraer nuestras mentes después de la solemnidad. Era muy agradable observar que la señora Wemmick ya no alejaba de sí el brazo de su marido cuando se adaptaba a su cuerpo, sino que permanecía sentada en un sillón de alto respaldo, situado contra la pared, como un violoncello en su estuche, y se prestaba a ser abrazada del mismo modo como pudiera haber sido hecho con tan melodioso instrumento. Tuvimos un excelente almuerzo, y cuando alguien rechazaba algo de lo que había en la mesa, Wemmick decía: - Está ya contratado, ya lo saben ustedes. No tengan reparo alguno. Bebí en honor de la nueva pareja, en honor del anciano y del castillo; saludé a la novia al marcharme, y me hice lo más agradable que me fue posible. Wemmick me acompañó hasta la puerta, y de nuevo le estreché las manos y le deseé toda suerte de felicidades. - Muchas gracias - dijo frotándose las manos. - No puede usted tener idea de lo bien que sabe cuidar las gallinas. Ya le mandaré algunos huevos para que juzgue por sí mismo. Y ahora tenga en cuenta, señor Pip - añadió en voz baja y después de llamarme cuando ya me alejaba, - tenga en cuenta, se lo ruego, que éste es un llamamiento de Walworth y que nada tiene que ver con la oficina. - Ya lo entiendo – contesté, - y que no hay que mencionarlo en Little Britain. Wemmick afirmó con un movimiento de cabeza. - Después de lo que dio usted a entender el otro día, conviene que el señor Jaggers no se entere de nada. Tal vez se figuraría que se me reblandece el cerebro o algo por el estilo. ...

En la línea 367
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... ¿Qué hacía Phileas Fogg durante aquel tiempo? ¿Pudiera creerse que siempre inquieto y ansioso se preocupaba de los cambios de viento perjudiciales a la marcha del buque, de los movimientos desordenados del oleaje que podían ocasionar un accidente a la maquina, en fin, de todas las averías posibles que obligando al 'Mongolia' a arribar a algún puerto hubiesen comprometido el viaje? ...

En la línea 795
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... ¿Qué hacía durante la travesía el inspector Fix, tan desgraciadamente arrastrado en aquel viaje de circunnavegación? Al salir de Calcuta, después de haber dejado instrucciones para que, si llegase el mandamiento, le fuese remitido a Hong Kong, había podido embarcar a bordo del 'Rangoon' sin haber sido visto de Picaporte, y confiaba en disimular su presencia hasta la llegada a puerto. En efecto, difícil le hubiera sido explicar por qué se hallaba a bordo sin excitar las sospechas de Picaporte, que debía creerle en Bombay. Pero la lógica misma de las circunstancias reanudó sus relaciones con el honrado mozo. ¿De qué modo? Vamos a verlo. ...

En la línea 873
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... A las seis, el piloto subió a bordo del 'Rangoon' y se colocó en el puente que cubre la escotilla de la maquina para dirigir el buque por los pasos hasta el puerto de Hong Kong. ...

En la línea 904
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Hong Kong no es más que un islote cuya posesión quedó asegurada para Inglaterra por el Tratado de Tonkín después de la guerra de 1842. En algunos años el genio colonizador de la Gran Bretaña había fundado allí una ciudad importante y creado un puerto, el puerto Victoria. La isla se halla situada en la embocadura del río de Cantón, habiendo solamente sesenta millas hasta la ciudad portuguesa de Macao, construída en la ribera opuesta. Hong Kong debía por necesidad vencer a Macao en la lucha mercantil, y ahora la mayor parte del tránsito chino se efectúa por la ciudad inglesa. Los docks, los hospitales, los muelles, los depósitos, una catedral gótica, la casa del gobernador, calles macadamizadas, todo haría creer que una de las ciudades de los condados de Kent o de Surrey, atravesando la esfera terrestre, se ha trasladado a ese punto de la China, casi en las antípodas. ...

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Puerto en Word Reference.
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