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La palabra desaparecido
Cómo se escribe

la palabra desaparecido

La palabra Desaparecido ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Barraca de Vicente Blasco Ibañez
La Bodega de Vicente Blasco Ibañez
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
El Señor de Leopoldo Alas «Clarín»
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
El paraíso de las mujeres de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
El príncipe y el mendigo de Mark Twain
Sandokán: Los tigres de Mompracem de Emilio Salgàri
Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
Fantina Los miserables Libro 1 de Victor Hugo
La llamada de la selva de Jack London
Julio Verne de La vuelta al mundo en 80 días
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece desaparecido.

Estadisticas de la palabra desaparecido

Desaparecido es una de las palabras más utilizadas del castellano ya que se encuentra en el Top 5000, en el puesto 3231 según la RAE.

Desaparecido tienen una frecuencia media de 29.03 veces en cada libro en castellano

Esta clasificación se basa en la frecuencia de aparición de la desaparecido en 150 obras del castellano contandose 4413 apariciones en total.

Más información sobre la palabra Desaparecido en internet

Desaparecido en la RAE.
Desaparecido en Word Reference.
Desaparecido en la wikipedia.
Sinonimos de Desaparecido.


la Ortografía es divertida

Algunas Frases de libros en las que aparece desaparecido

La palabra desaparecido puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 2250
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Había desaparecido. ...

En la línea 1724
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Pero fue inútil buscarle. El _Madrileño_ había desaparecido en la dispersión, se había ocultado en las callejuelas al sonar los disparos, como todos los que conocían la ciudad. Sólo quedaban al lado de Juanón los que eran de la sierra y marchaban a tientas por las calles, asombrados de ir de un lado a otro, sin ver a nadie, como si la ciudad estuviese deshabitada. ...

En la línea 1829
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Si él le buscaba, ya podía figurarse para qué era... _Lo sabía todo._ El recuerdo de lo ocurrido en la última noche de la vendimia en Marchamalo no habría desaparecido seguramente de su memoria. Pues bien: él se presentaba para que remediase el mal causado. Siempre le había tenido por amigo y esperaba que como tal se portase... porque de no ser así... ...

En la línea 1434
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... También esta vez había perdido a su hombre, que había desaparecido como por encanto. ...

En la línea 1438
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Ese hombre tiene que ser el diablo en persona; ha desaparecido como un fantasma, como una sombra, como un espectro. ...

En la línea 1853
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -¿Era con esa intención con la que me seguíais? -preguntó con una sonrisa llena de coquetería la joven cuyo carácter algo burlón la dominaba, y en la que todo temor había desaparecido desde el momento mismo en que había reconocido un amigo en aquel a quien había tomado por un enemigo. ...

En la línea 3174
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... La señora Bonacieux le siguió con los ojos, con esa larga mirada de amor con que la mujer acompaña al hombre del q ue se siente amar; pero cuando hubo desaparecido por la esquina de la calle, cayó de rodillas y, uniendo las manos, exclamó:-¡Oh, Dios mío! ¡Proteged a la reina, protegedme a mï!Capítulo XIXPlan de campañaD'Artagnan se dirigió directamente a casa d el señor de Tréville. ...

En la línea 3255
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Una nube se interpone; cuando volvemos a mirar, los objetos de nuestra ansiedad han desaparecido. ...

En la línea 3739
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Afortunadamente para usted la librería quebró y su dueño ha desaparecido. ...

En la línea 3956
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... —¡Mujer!—exclamé—, ¿dónde anda usted y qué significa todo esto? Pero la huéspeda había desaparecido también, y aunque recorrí la _choza_, dando fuertes voces, no obtuve respuesta. ...

En la línea 5643
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Dicen que ha desaparecido por el camino.» La verdad es a veces más sorprendente que la fábula. ...

En la línea 163
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... El orden de los roedores cuenta aquí con especies numerosas; me proporcioné ocho especies de ratones4. El roedor más grande que hay en el mundo, el Hidrochoerus capybara (cerdo de agua), es muy común en este país. En Montevideo maté uno que pesaba 98 libras; desde la punta del hocico hasta la cola medía tres pies y dos pulgadas de longitud; su circunferencia era de tres pies y ocho pulgadas. Estos grandes roedores frecuentan algunas veces las islas en la desembocadura del Plata, donde el agua es completamente salada; pero abundan mucho más en las márgenes de los ríos y de los lagos de agua dulce. Cerca de Maldonado suelen vivir tres o cuatro juntos. Durante el día están tendidos entre las plantas acuáticas o van tranquilamente a pacer la hierba de la llanura5. Vistos desde cierta distancia, su paso y su color les hace parecerse a los cerdos; pero cuando están sentados, vigilando con atención todo lo que pasa, vuelven a adquirir el aspecto de sus congéneres los cavias y los conejos. La gran longitud de su maxilar le da una apariencia cómica cuando se les ve de frente o de perfil. En Maldonado son casi mansos; andando con precaución, pude acercarme a una distancia de tres metros a cuatro de estos animales. Puede explicarse esta casi domesticidad por el hecho de que el jaguar ha desaparecido por completo de este país desde hace algunos años, y el gaucho no piensa que ese animal sea digno de ser cazado. Conforme iba acercándome a los cuatro individuos, de los cuales acabo de hablar, dejaban oír el ruido que les caracteriza, una especie de gruñido sordo y abrupto; no puede decirse que sea un sonido, sino más bien una expulsión brusca del aire que tienen en los pulmones; no conozco sino un solo ruido análogo a ese gruñido, y es el primer ladrido ronco de un perro grande. Después de habernos mirado mutuamente por espacio de algunos minutos, pues me examinaban ellos con tanta atención como podía yo examinarlos, tiráronse todos al agua con el mayor ímpetu, dejando oír su gruñido. Después de zambullirse durante algún tiempo volvieron a la superficie, pero sin sacar más que la parte superior de la cabeza. Cuando la hembra va a nado dícese que sus hijuelos se sientan en el lomo de la madre. Fácilmente se podría 4 En junio hallé 27 especies de ratones en la América del sur, donde aún se conocen 13 más, según las obras de Azara y de otros autores. Mister Waterhouse ha descrito y dado nombre, en las reuniones de la Sociedad Zoológica, a las especies que traje. Aprovecho esta ocasión para mostrar mi agradecimiento a Mr. Waterhouse y a los demás sabios miembros de esta Sociedad por la benévola ayuda que se han dignado concederme en todas ocasiones. ...

En la línea 284
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Sabemos7 que en las regiones más boreales de la América septentrional, muchos grados más allá del límite donde el suelo permanece perpetuamente helado a la profundidad de varios, pies, crecen bosques de grandes y hermosos árboles formados. En Siberia8 también se encuentran bosques de olmos, abetos, pobos y alerces, a una latitud (64 grados) en que la temperatura media del aire está bajo cero y la tierra helada tan completamente, que el cadáver de un animal sepulto en ella se conserva de un modo perfecto. Estos hechos nos permiten sacar la consecuencia de que, mirando sólo la cantidad de la vegetación, los grandes cuadrúpedos de la época terciaria más reciente pudieron vivir en la mayor parte de Europa y del Asia septentrional, donde se encuentran hoy sus restos. No hablo aquí de la calidad de la vegetación que les era necesaria; pues, como tenemos pruebas de haberse producido cambios físicos, habiendo desaparecido esas razas de animales, podemos también suponer que las especies de plantas han podido cambiar. ...

En la línea 336
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Siéntese cierta melancolía al pensar en la rapidez con que los indios han desaparecido ante los invasores. Schirdel dice que en 1535, cuando la fundación de Buenos Aires, había poblados indios con 2.000 ó 3.000 habitantes. En la misma época de Falconer (1750), los indios llegaban en sus correrías hasta Luxán, Areco y Arrecife; hoy están rechazados más allá del Salado. No sólo han desaparecido tribus enteras, sino que las restantes se han vuelto más bárbaras: en vez de vivir en grandes poblados y de ocuparse en la caza y en la pesca, vagan actualmente en esas llanuras inmensas, sin ocupación ni residencia fijas. ...

En la línea 336
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Siéntese cierta melancolía al pensar en la rapidez con que los indios han desaparecido ante los invasores. Schirdel dice que en 1535, cuando la fundación de Buenos Aires, había poblados indios con 2.000 ó 3.000 habitantes. En la misma época de Falconer (1750), los indios llegaban en sus correrías hasta Luxán, Areco y Arrecife; hoy están rechazados más allá del Salado. No sólo han desaparecido tribus enteras, sino que las restantes se han vuelto más bárbaras: en vez de vivir en grandes poblados y de ocuparse en la caza y en la pesca, vagan actualmente en esas llanuras inmensas, sin ocupación ni residencia fijas. ...

En la línea 3255
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Aquella escasa vigilancia a que la Marquesa se creía obligada cuando sus hijas vivían con ella, había desaparecido. ...

En la línea 9065
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Don Víctor había desaparecido y el seductor de oficio y la dama se habían ocultado poco a poco entre los árboles, en un recodo de un sendero. ...

En la línea 9070
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Ana había desaparecido otra vez, había entrado en la casa, olvidando a Santa Juana Francisca sobre el banco, y a los dos minutos estaba otra vez allí con chal y sombrero; y los cuatro habían salido por la puerta del parque, que abrió Frígilis con su llave. ...

En la línea 10909
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Pero aquella ambición había desaparecido ante otra más grande, más pura, la de salvar las almas buenas, la de ella por ejemplo. ...

En la línea 267
del libro El Señor
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... La transfiguración de allá arriba había desaparecido. ...

En la línea 1471
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Diego Ramírez, uno de sus capitanes españoles, raptaba a la bella Dorotea Caracciolo, esposa de un militar al servicio de la República de Venecia. Y, sin embargo, César se veía acusado como autor directo del rapto, a pesar de que la hermosa Dorotea y el capitán español habían desaparecido y sus relaciones adúlteras databan de mucho antes. En su campaña contra Nápoles, al entrar en Capua, sus tropas Italianas se llevaban cautivas a cuarenta mujeres de dicha ciudad, tal vez para exigir rescate por ellas, cosa corriente en las guerras de entonces, pues igual habían hecho los franceses con damas de la Corte papal. Acto continuo, los gaceteros de Venecia y Florencia hacían circular por toda Italia la noticia de que César Borgia, en el botín de Capua, se había reservado cuarenta hermosas cautivas para llevarlas a su harén. ...

En la línea 344
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... A partir de este momento, el desfile de objetos perdió decididamente todo interés. Empezaron a abrirse grandes claros en las filas de hombres con faldas que ocupaban las galerías. El sexo débil demostraba su fastidio marchándose. También se abrieron vacíos cada vez mayores en el público de las tribunas parlamentarias. Hasta Gurdilo había desaparecido, adivinando que su oposición nada podía ya encontrar de aprovechable en esta ceremonia. ...

En la línea 1189
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Otro profesor que era verdaderamente amigo suyo le detuvo para comunicarle algo referente a la vida íntima universitaria. Popito había desaparecido, sin que el Padre de los Maestros encontrase el más leve rastro de su paradero. Todos presentían que esta fuga había sido para reunirse con el rebelde Ra-Ra. Momaren se hallaba a estas horas en el palacio del gobierno hablando con el ministro de Policía, y los aparatos de transmisión aérea enviaban órdenes por toda la República para la detención de los fugitivos. ...

En la línea 1291
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Este se arrodilló y puso sus manos en la arena para reconocer a aquellos hombres bigotudos de Blefuscu, sus presuntos matadores. Tenía el feroz propósito de meterlos en la caldera, como un castigo previsor y ejemplar; pero toda la servidumbre había desaparecido, ocultándose detrás de las colinas de arena y los cañaverales de la playa. ...

En la línea 1419
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... El destacamento de soldados que vivaqueaba antes entre el puerto y la playa había desaparecido. Sobre su cabeza no vio una sola máquina voladora ni sus ojos encontraron ningún buque enfrente de él. Salían de la ciudad verdaderas nubes de aviones, algunos de ellos enormes hasta el punto de poder transportar varios centenares de pasajeros. Pero todos se alejaban en dirección opuesta, y lo mismo hacían las escuadras de buques que abandonaban el puerto. ...

En la línea 2495
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Con increíble arrogancia Mauricia descendía, sin sentir peso alguno. Alzaba la custodia como la alza el sacerdote para que la adoren los fieles… «¿Veis cómo me he atrevido?—pensaba—. ¿No decías que no podía ser?… Pues pudo ser, ¡qué peine!». Seguía por la iglesia adelante. La purísima hostia, con no tener cara, miraba cual si tuviera ojos… y la sacrílega, al llegar bajo el coro, empezaba a sentir miedo de aquella mirada. «No, no te suelto, ya no vuelves allí… ¡A casa con tu mamá… ! ¿sí? ¿Verdad que el niño no llora y quiere ir con su mamá?… ». Diciendo esto, atrevíase a agasajar contra su pecho la sagrada forma. Entonces notó que la sagrada forma no sólo tenía ya ojos profundos tan luminosos como el cielo, sino también voz, una voz que la tarasca oyó resonar en su oído con lastimero son. Había desaparecido toda sensación de la materialidad de la custodia; no quedaba más que lo esencial, la representación, el símbolo puro, y esto era lo que Mauricia apretaba furiosamente contra sí. «Chica—le decía la voz—, no me saques, vuelve a ponerme donde estaba. No hagas locuras… Si me sueltas te perdonaré tus pecados, que son tantos que no se pueden contar; pero si te obstinas en llevarme, te condenarás. Suéltame y no temas, que yo no le diré nada a D. León ni a las monjas para que no te riñan… Mauricia, chica, ¿qué haces… ? ¿Me comes, me comes… ?». ...

En la línea 2751
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... ¡Qué cosas pasan! De improviso, obedeciendo a un movimiento irresistible, casi puramente mecánico y fatal, Fortunata se levantó y saliendo de la sala, se acercó a la puerta. En aquel acto, todo lo que constituye la entidad moral había desaparecido con total eclipse del alma de la infortunada mujer; no había más que el impulso físico, y lo poco que de espiritual había en ello, engañábase a sí mismo creyéndose simple curiosidad. Aplicó el oído a la rejilla… Pues sí, la persona, el ladrón o lo que fuera, continuaba allí. Instintivamente, como el suicida pone el dedo en el gatillo, llevó la mano al cerrojo; pero así como el suicida, instintivamente también, se sobrecoge y no tira, apartó su mano del cerrojo, el cual tenía el mango tieso hacia adelante como un dedo que señala. ...

En la línea 2794
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Luego que pasaron, alguien cerró. En aquella morada reinaba una discreción alevosa. Juan la llevó a una salita muy bien puesta, junto a la cual había una alcoba perfectamente arreglada. Sentáronse en el sofá y se volvieron a abrazar. Fortunata estaba como embriagada, con cierto desvarío en el alma, perdida la memoria de los hechos recientes. Toda idea moral había desaparecido como un sueño borrado del cerebro al despertar; su casamiento, su marido, las Micaelas, todo esto se había alejado y puéstose a millones de leguas, en punto donde ni aun el pensamiento lo podía seguir. Su amante le dijo con simpática voz: «¡cuánto tenemos que hablar!» y a ella le entró una risa convulsiva, que difícilmente podía expresarse: «Ji ji ji… ¡tres años!… no, más años, más porque ji ji ji… ¿Ves cómo tiemblo? No sé lo que me pasa… pues sí, más tiempo, porque cuando estuve aquí con ji ji ji… Juárez el Negro, te vi y no te vi… y siempre él delante, y un día que le dije que te quería, sacó un cuchillo muy grande, ji ji ji… y me quiso matar… Yo muriéndome por hablarte y él que no… que no… Nuestro nenín muerto, y yo más muerta, ji ji; y en Barcelona me acordaba de ti y te mandaba besos por el aire, y en Zaragoza… besos por el aire… ji ji, y en Madrid lo mismo. Y cuando me metieron en el convento, también… ji ji ji… besos por el aire… y tú sin acordarte de mí, malo… ». ...

En la línea 3562
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Vivían retiradamente, y no se presentaban juntos en ninguna parte. La calaverada de Feijoo no fue descubierta por sus amigos más sagaces; Fortunata no daba que hablar a nadie, y la familia de su marido creía que había desaparecido de Madrid. Con este sistema de cautela y recato, les iba tan bien que D. Evaristo no cesaba de congratularse. «¿Ves, chulita, cómo de este modo estamos en el Paraíso? Así se consiguen dos cosas, la tranquilidad dentro, el decoro fuera. ¿Qué necesidad tengo yo de que me llamen viejo verde? Y tú, ¿por qué has de andar en lenguas de la gente? Aquí tienes lo que yo te quería enseñar, ser persona práctica. Al mundo hay que tratarlo siempre con muchísimo respeto. Yo bien sé que lo mejor es que uno sea un santo; pero como esto es dificilillo, hay que tener formalidad y no dar nunca malos ejemplos. Fíjate bien en esto; la dignidad siempre por delante, compañera». ...

En la línea 343
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Trataba de creer que la locura de su Tom había desaparecido su habitual ademán, pero no podía conseguirlo. ...

En la línea 499
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Jaló las mantas. El niño había desaparecido. ...

En la línea 745
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Volvamos ahora al desaparecido reyecito. ...

En la línea 830
del libro El príncipe y el mendigo
del afamado autor Mark Twain
... Despertóse al romper el alba la tropa de vagabundos y prosiguió su marcha. Las nubes estaban muy bajas, cenagoso el suelo y el cierzo invernal cortaba. Toda la alegría había desaparecido. Algunos de ellos, hoscos y silenciosos, otros irritables y petulantes, y ninguno de buen humor. Todos estaban sedientos. ...

En la línea 601
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Todavía estaba allí el lord; la joven había desaparecido. ...

En la línea 781
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Había desaparecido de su rostro la expresión de melancolía, y le brillaban los ojos. ...

En la línea 1349
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... —¿O habrá desaparecido bajo tierra? -dijo otro soldado. ...

En la línea 1508
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... —¡Tristes días se preparan para Mompracem! —continuó Yáñez—. Dentro de poco la formidable isla habrá perdido su prestigio y sus terribles tigres habrán desaparecido. En fin, poseemos tesoros cuantiosos y podemos ir a gozar de una vida tranquila en cualquier ciudad opulenta del extremo Oriente. ...

En la línea 2249
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... A falta de las maravillas naturales, el mar ofreció allí a mis miradas escenas emocionantes y terribles. Nos hallábamos surcando, en efecto, esa parte del Mediterráneo tan fecunda en naufragios. ¡Cuántos son los barcos que han naufragado y desaparecido entre las costas argelinas y las provenzales! El Mediterráneo no es más que un lago, si se le compara con la vasta extensión abierta del Pacífico, pero un lago caprichoso y voluble, hoy propicio y acariciante para la frágil tartana que parece flotar entreel doble azul del mar y del cielo, mañana furioso y atormentado, descompuesto por los vientos, destrozando los más sólidos navíos con los golpes violentos de sus olas. ...

En la línea 2252
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Observé que los restos de naufragios en los fondos mediterráneos iban siendo más numerosos a medida que el Nautilus se acercaba al estrecho de Gibraltar. Las costas de África y de Europa van estrechándose y las colisiones en tan estrecho espacio son más frecuentes. Vi numerosas carenas de hierro, ruinas fantásticas de barcos de vapor, en pie unos y tumbados otros, semejantes a formidables animales. Uno de ellos, con los flancos abiertos, su timón separado del codaste y retenido aún por una cadena de hierro, con la popa corroída por las sales marinas, me produjo una impresión terrible. ¡Cuántas existencias rotas, cuántas víctimas había debido provocar su naufragio! ¿Habría sobrevivido algún marinero para contar el terrible desastre? No sé por qué me vino la idea de que ese barco pudiera ser el Atlas, desaparecido desde hacía veinte años sin que nadie haya podido oír la menor explicación. ¡Qué siniestra historia la que podría hacerse con estos fondos mediterráneos, con este vasto osario en el que se han perdido tantas riquezas y en el que tantas víctimas han hallado la muerte! ...

En la línea 2325
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Un continente desaparecido ...

En la línea 2356
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Creí haber oído mal, pero no pude insistir pues la cabeza del capitán había desaparecido ya en su envoltura metálica. Acabé de vestirme, y noté que me ponían en la mano un bastón con la punta de hierro. Algunos minutos después, tras la maniobra habitual, tocábamos pie en el fondo del Atlántico, a una profundidad de trescientos metros. ...

En la línea 1200
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Y como si mi mente no estuviera ya bastante confusa, tal confusión se complicó cincuenta mil veces más en cuanto pude advertir que Biddy era inconmensurablemente mucho mejor que Estella, y que la vida sencilla y honrada para la cual yo había nacido no debía avergonzar a nadie, sino que me ofrecía suficiente respeto por mí mismo y bastante felicidad. En aquellos tiempos estaba seguro de que mi desafecto hacia Joe y hacia la fragua había desaparecido ya y que me hallaba en muy buen camino de llegar a ser socio de Joe y de vivir en compañía de Biddy. Mas, de pronto, se aparecía en mi mente algún recuerdo maldito de los días de mis visitas a casa de la señorita Havisham y, como destructor proyectil, dispersaba a lo lejos mis sensatas ideas. Cuando éstas se diseminaban, me costaba mucho tiempo reunirlas de nuevo, y a veces, antes de lograrlo, volvían a dispersarse ante el pensamiento extraviado de que tal vez la señorita Havisham haría mi fortuna en cuanto hubiese terminado mi aprendizaje. ...

En la línea 1258
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Habían desaparecido mis ensueños, y mi loca fantasia se había quedado rezagada ante la realidad pura; la señorita Havisham iba a hacer mi fortuna en gran escala. ...

En la línea 1713
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... El señor Pocket se manifestó satisfecho de verme y expresó la esperanza de no haberme sido antipático. 89 - Porque en realidad - añadió mientras su hijo sonreía - no soy un personaje alarmante. Era un hombre de juvenil aspecto, a pesar de sus perplejidades y de su cabello gris, y sus maneras parecían nuy naturales. Uso la palabra «naturales» en el sentido de que carecían de afectación; había algo cómico en su aspecto de aturdimiento, y habría resultado evidentemente ridículo si él no se hubiese dado cuenta de tal cosa. Cuando hubo hablado conmigo un poco, dijo a su esposa, contrayendo con ansiedad las cejas, que eran negras y muy pobladas: - Supongo, Belinda, que ya has saludado al señor Pip. Ella levantó los ojos de su libro y contestó: - Sí. Luego me sonrió distraídamente y me preguntó si me gustaba el sabor del agua de azahar. Como aquella pregunta no tenía relación cercana o remota con nada de lo que se había dicho, creí que me la habria dirigido sin darse cuenta de lo que decía. A las pocas horas observé, y lo mencionaré en seguida, que la señora Pocket era hija única de un hidalgo ya fallecido, que llegó a serlo de un modo accidental, del cual ella pensaba que habría sido nombrado baronet de no oponerse alguien tenazmente por motivos absolutamente personales, los cuales han desaparecido de mi memoria, si es que alguna vez estuvieron en ella - tal vez el soberano, el primer ministro, el lord canciller, el arzobispo de Canterbury o algún otro, - y, en virtud de esa supuesta oposición, se creyó igual a todos los nobles de la tierra. Creo que se armó caballero a sí mismo por haber maltratado la gramática inglesa con la punta de la pluma en una desesperada solicitud, caligrafiada en una hoja de pergamino, con ocasión de ponerse la primera piedra de algún monumento y por haber entregado a algún personaje real la paleta o el mortero. Pero, sea lo que fuere, había ordenado que la señora Pocket fuese criada desde la cuna como quien, de acuerdo con la naturaleza de las cosas, debía casarse con un título y a quien había que guardar de que adquiriese conocimientos plebeyos o domésticos. Tan magnífica guardia se estableció en torno a la señorita, gracias a su juicioso padre, que creció adquiriendo cualidades altamente ornamentales pero, al mismo tiempo, por completo inútiles. Con un carácter tan felizmente formado, al florecer su primera juventud encontró al señor Pocket, el cual también estaba en la flor de la suya y en la indecisión entre alcanzar el puesto de lord canciller en la Cámara de los Lores, o tocarse con una mitra. Como el hacer una u otra cosa era sencillamente una cuestión de tiempo y tanto él como la señora Pocket habían agarrado al tiempo por los cabellos (cuando, a juzgar por su longitud, habría sido oportuno cortárselos), se casaron sin el consentimiento del juicioso padre de ella. Este buen señor, que no tenía nada más que retener o que otorgar que su propia bendición, les entregó cariñosamente esta dote después de corta lucha, e informó al señor Pocket de que su hija era «un tesoro para un príncipe». El señor Pocket empleó aquel tesoro del modo habitual desde que el mundo es mundo, y se supone que no le proporcionó intereses muy crecidos. A pesar de eso, la señora Pocket era, en general, objeto de respetuosa compasión por el hecho de que no se hubiese casado con un título, en tanto que a su marido se le dirigían indulgentes reproches por el hecho de no haber obtenido ninguno. El señor Pocket me llevó al interior de la casa y me mostró la habitación que me estaba destinada, la cual era agradable y estaba amueblada de tal manera que podría usarla cómodamente como saloncito particular. Luego llamó a las puertas de dos habitaciones similares y me presentó a sus ocupantes, llamados Drummle y Startop. El primero, que era un joven de aspecto avejentado y perteneciente a un pesado estilo arquitectónico, estaba silbando. Startop, que en apariencia contaba menos años, estaba ocupado en leer y en sostenerse la cabeza, como si temiera hallarse en peligro de que le estallara por haber recibido excesiva carga de conocimientos. Tanto el señor como la señora Pocket tenían tan evidente aspecto de hallarse en las manos de otra persona, que llegué a preguntarme quién estaría en posesión de la casa y les permitiría vivir en ella, hasta que pude descubrir que tal poder desconocido pertenecía a los criados. El sistema parecía bastante agradable, tal vez en vista de que evitaba preocupaciones; pero parecía deber ser caro, porque los criados consideraban como una obligación para consigo mismos comer y beber bien y recibir a sus amigos en la parte baja de la casa. Servían generosamente la mesa de los señores Pocket, pero, sin embargo, siempre me pareció que habría sido preferible alojarse en la cocina, en el supuesto de que el huésped que tal hiciera fuese capaz de defenderse a sí mismo, porque antes de que hubiese pasado allí una semana, una señora de la vecindad, con quien la familia sostenía relaciones de amistad, escribió que había visto a Millers abofeteando al pequeño. Eso dio un gran disgusto a la señora Pocket, quien, entre lágrimas, dijo que le parecía extraordinario que los vecinos no pudieran contentarse con cuidar de sus asuntos propios. Gradualmente averigüé, y en gran parte por boca de Herbert, que el señor Pocket se había educado en Harrow y en Cambridge, en donde logró distinguirse; pero que cuando hubo logrado la felicidad de casarse 90 con la señora Pocket, en edad muy temprana todavía, había abandonado sus esperanzas para emplearse como profesor particular. Después de haber sacado punta a muchos cerebros obtusos-y es muy curioso observar la coincidencia de que cuando los padres de los alumnos tenían influencia, siempre prometían al profesor ayudarle a conquistar un alto puesto, pero en cuanto había terminado la enseñanza de sus hijos, con rara unanimidad se olvidaban de su promesa -, se cansó de trabajo tan mal pagado y se dirigió a Londres. Allí, después de tener que abandonar esperanzas más elevadas, dio cursos a varias personas a quienes faltó la oportunidad de instruirse antes o que no habían estudiado a su tiempo, y afiló de nuevo a otros muchos para ocasiones especiales, y luego dedicó su atención al trabajo de hacer recopilaciones y correcciones literarias, y gracias a lo que así obtenía, añadidos a algunos modestos recursos que poseía, continuaba manteniendo la casa que pude ver. El señor y la señora Pocket tenía una vecina parecida a un sapo; una señora viuda, de un carácter tan altamente simpático que estaba de acuerdo con todo el mundo, bendecía a todo el mundo y dirigía sonrisas o derramaba lágrimas acerca de todo el mundo, según fueran las circunstancias. Se llamaba señora Coiler, y yo tuve el honor de llevarla del brazo hasta el comedor el día de mi instalación. En la escalera me dio a entender que para la señora Pocket había sido un rudo golpe el hecho de que el pobre señor Pocket se viera reducido a la necesidad de tomar alumnos en su casa. Eso, desde luego, no se refería a mí, según dijo con acento tierno y lleno de confianza (hacía menos de cinco minutos que me la habían presentado) , pues si todos hubiesen sido como yo, la cosa habría cambiado por completo. - Pero la querida señora Pocket - dijo la señora Coiler -, después de su primer desencanto (no porque ese simpatico señor Pocket mereciera el menor reproche acerca del particular), necesita tanto lujo y tanta elegancia… - Sí, señora - me apresuré a contestar, interrumpiéndola, pues temía que se echara a llorar. - Y tiene unos sentimientos tan aristocráticos… - Sí, señora - le dije de nuevo y con la misma intención. - … Y es muy duro - acabó de decir la señora Coiler - que el señor Pocket se vea obligado a ocupar su tiempo y su atención en otros menesteres, en vez de dedicarlos a su esposa. No pude dejar de pensar que habría sido mucho más duro que el tiempo y la atención del carnicero no se hubieran podido dedicar a la señora Pocket; pero no dije nada, pues, en realidad, tenía bastante que hacer observando disimuladamente las maneras de mis compañeros de mesa. Llegó a mi conocimiento, por las palabras que se cruzaron entre la señora Pocket y Drummle, en tanto que prestaba la mayor atención a mi cuchillo y tenedor, a la cuchara, a los vasos y a otros instrumentos suicidas, que Drummle, cuyo nombre de pila era Bentley, era entonces el heredero segundo de un título de baronet. Además, resultó que el libro que viera en mano de la señora Pocket, en el jardín, trataba de títulos de nobleza, y que ella conocía la fecha exacta en que su abuelito habría llegado a ser citado en tal libro, en el caso de haber estado en situación de merecerlo. Drummle hablaba muy poco, pero, en sus taciturnas costumbres (pues me pareció ser un individuo malhumorado), parecía hacerlo como si fuese uno de los elegidos, y reconocía en la señora Pocket su carácter de mujer y de hermana. Nadie, a excepción de ellos mismos y de la señora Coiler, parecida a un sapo, mostraba el menor interés en aquella conversación, y hasta me pareció que era molesta para Herbert; pero prometía durar mucho cuando llegó el criado, para dar cuenta de una desgracia doméstica. En efecto, parecía que la cocinera había perdido la carne de buey. Con el mayor asombro por mi parte, vi entonces que el señor Pocket, sin duda con objeto de desahogarse, hacía una cosa que me pareció extraordinaria, pero que no causó impresión alguna en nadie más y a la que me acostumbré rápidamente, como todos. Dejó a un lado el tenedor y el cuchillo de trinchar, pues estaba ocupado en ello en aquel momento; se llevó las manos al desordenado cabello, y pareció hacer extraordinarios esfuerzos para levantarse a sí mismo de aquella manera. Cuando lo hubo intentado, y en vista de que no lo conseguía, reanudó tranquilamente la ocupación a que antes estuviera dedicado. La señora Coiler cambió entonces de conversación y empezó a lisonjearme. Eso me gustó por unos momentos, pero cargó tanto la mano en mis alabanzas que muy pronto dejó de agradarme. Su modo serpentino de acercarse a mí, mientras fingía estar muy interesada por los amigos y los lugares que había dejado, tenía todo lo desagradable de los ofidios; y cuando, como por casualidad, se dirigió a Startop (que le dirigía muy pocas palabras) o a Drummle (que aún le decía menos), yo casi les envidié el sitio que ocupaban al otro lado de la mesa. Después de comer hicieron entrar a los niños, y la señora Coiler empezó a comentar, admirada, la belleza de sus ojos, de sus narices o de sus piernas, sistema excelente para mejorarlos mentalmente. Eran cuatro 91 niñas y dos niños de corta edad, además del pequeño, que podría haber pertenecido a cualquier sexo, y el que estaba a punto de sucederle, que aún no formaba parte de ninguno. Los hicieron entrar Flopson y Millers, como si hubiesen sido dos oficiales comisionados para alistar niños y se hubiesen apoderado de aquéllos; en tanto que la señora Pocket miraba a aquellos niños, que debían de haber sido nobles, como si pensara en que ya había tenido el placer de pasarles revista antes, aunque no supiera exactamente qué podría hacer con ellos. -Mire - dijo Flopson -, déme el tenedor, señora, y tome al pequeño. No lo coja así, porque le pondrá la cabeza debajo de la mesa. Así aconsejada, la señora Pocket cogió al pequeño de otra manera y logró ponerle la cabeza encima de la mesa; lo cual fue anunciado a todos por medio de un fuerte coscorrón. - ¡Dios mío! ¡Devuélvamelo, señora! - dijo Flopson -. Señorita Juana, venga a mecer al pequeño. Una de las niñas, una cosa insignificante que parecía haber tomado a su cargo algo que correspondía a los demás, abandonó su sitio, cerca de mí, y empezó a mecer al pequeño hasta que cesó de llorar y se echó a reír. Luego todos los niños empezaron a reír, y el señor Pocket (quien, mientras tanto, había tratado dos veces de levantarse a sí mismo cogiéndose del pelo) también se rió, en lo que le imitamos los demás, muy contentos. Flopson, doblando con fuerza las articulaciones del pequeño como si fuese una muñeca holandesa, lo dejó sano y salvo en el regazo de la señora Pocket y le dio el cascanueces para jugar, advirtiendo, al mismo tiempo, a la señora Pocket que no convenía el contacto de los extremos de tal instrumento con los ojos del niño, y encargando, además, a la señorita Juana que lo vigilase. Entonces las dos amas salieron del comedor y en la escalera tuvieron un altercado con el disoluto criado que sirvió la comida y que, evidentemente, había perdido la mitad de sus botones en la mesa de juego. Me quedé molesto al ver que la señora Pocket empeñaba una discusión con Drummle acerca de dos baronías, mientras se comía una naranja cortada a rajas y bañada de azúcar y vino, y olvidando, mientras tanto, al pequeño que tenía en el regazo, el cual hacía las cosas más extraordinarias con el cascanueces. Por fin, la señorita Juana, advirtiendo que peligraba la pequeña cabeza, dejó su sitio sin hacer ruido y, valiéndose de pequeños engaños, le quitó la peligrosa arma. La señora Pocket terminaba en aquel momento de comerse la naranja y, pareciéndole mal aquello, dijo a Juana: - ¡Tonta! ¿Por qué vienes a quitarle el cascanueces? ¡Ve a sentarte inmediatamente! - Mamá querida - ceceó la niñita -, el pequeño podía haberse sacado los ojos. - ¿Cómo te atreves a decirme eso? - replicó la señora Pocket-. ¡Ve a sentarte inmediatamente en tu sitio! - Belinda - le dijo su esposo desde el otro extremo de la mesa -. ¿Cómo eres tan poco razonable? Juana ha intervenido tan sólo para proteger al pequeño. - No quiero que se meta nadie en estas cosas - dijo la señora Pocket-. Me sorprende mucho, Mateo, que me expongas a recibir la afrenta de que alguien se inmiscuya en esto. - ¡Dios mío! - exclamó el señor Pocket, en un estallido de terrible desesperación -. ¿Acaso los niños han de matarse con los cascanueces, sin que nadie pueda salvarlos de la muerte? - No quiero que Juana se meta en esto - dijo la señora Pocket, dirigiendo una majestuosa mirada a aquella inocente y pequeña defensora de su hermanito -. Me parece, Juana, que conozco perfectamente la posición de mi pobre abuelito. El señor Pocket se llevó otra vez las manos al cabello, y aquella vez consiguió, realmente, levantarse algunas pulgadas. - ¡Oídme, dioses! - exclamó, desesperado -. ¡Los pobres pequeñuelos se han de matar con los cascanueces a causa de la posición de los pobres abuelitos de la gente! Luego se dejó caer de nuevo y se quedó silencioso. Mientras tenía lugar esta escena, todos mirábamos muy confusos el mantel. Sucedió una pausa, durante la cual el honrado e indomable pequeño dio una serie de saltos y gritos en dirección a Juana, que me pareció el único individuo de la familia (dejando a un lado a los criados) a quien conocía de un modo indudable. - Señor Drummle - dijo la señora Pocket -, ¿quiere hacer el favor de llamar a Flopson? Juana, desobediente niña, ve a sentarte. Ahora, pequeñín, ven con mamá. El pequeño, que era la misma esencia del honor, contestó con toda su alma. Se dobló al revés sobre el brazo de la señora Pocket, exhibió a los circunstantes sus zapatitos de ganchillo y sus muslos llenos de hoyuelos, en vez de mostrarles su rostro, y tuvieron que llevárselo en plena rebelión. Y por fin alcanzó su objeto, porque pocos minutos más tarde lo vi a través de la ventana en brazos de Juana. 92 Sucedió que los cinco niños restantes se quedaron ante la mesa, sin duda porque Flopson tenía un quehacer particular y a nadie más le correspondía cuidar de ellos. Entonces fue cuando pude enterarme de sus relaciones con su padre, gracias a la siguiente escena: E1 señor Pocket, cuya perplejidad normal parecía haber aumentado y con el cabello más desordenado que nunca, los miró por espacio de algunos minutos, como si no pudiese comprender la razón de que todos comiesen y se alojasen en aquel establecimiento y por qué la Naturaleza no los había mandado a otra casa. Luego, con acento propio de misionero, les dirigió algunas preguntas, como, por ejemplo, por qué el pequeño Joe tenía aquel agujero en su babero, a lo que el niño contestó que Flopson iba a remendárselo en cuanto tuviese tiempo; por qué la pequeña Fanny tenía aquel panadizo, y la niña contestó que Millers le pondría un emplasto si no se olvidaba. Luego se derritió en cariño paternal y les dio un chelín a cada uno, diciéndoles que se fuesen a jugar; y en cuanto se hubieron alejado, después de hacer un gran esfuerzo para levantarse agarrándose por el cabello, abandonó el inútil intento. Por la tarde había concurso de remo en el río. Como tanto Drummle como Startop tenían un bote cada uno, resolví tripular uno yo solo y vencerlos. Yo sobresalía en muchos ejercicios propios de los aldeanos, pero como estaba convencido de que carecía de elegancia y de estilo para remar en el Támesis -eso sin hablar de otras aguas, - resolví tomar lecciones del ganador de una regata que pasaba remando ante nuestro embarcadero y a quien me presentaron mis nuevos amigos. Esta autoridad práctica me dejó muy confuso diciéndome que tenía el brazo propio de un herrero. Si hubiese sabido cuán a punto estuvo de perder el discípulo a causa de aquel cumplido, no hay duda de que no me lo habría dirigido. Nos esperaba la cena cuando por la noche llegamos a casa, y creo que lo habríamos pasado bien a no ser por un suceso doméstico algo desagradable. El señor Pocket estaba de buen humor, cuando llegó una criada diciéndole: - Si me hace usted el favor, señor, quisiera hablar con usted. - ¿Hablar con su amo? - exclamó la señora Pocket, cuya dignidad se despertó de nuevo -. ¿Cómo se le ha ocurrido semejante cosa? Vaya usted y hable con Flopson. O hable conmigo… otro rato cualquiera. - Con perdón de usted, señora - replicó la criada -, necesito hablar cuanto antes y al señor. Por consiguiente, el señor Pocket salió de la estancia y nosotros procuramos entretenernos lo mejor que nos fue posible hasta que regresó. - ¡Ocurre algo muy gracioso, Belinda! - dijo el señor Pocket, con cara que demostraba su disgusto y su desesperación -. La cocinera está tendida en el suelo de la cocina, borracha perdida, con un gran paquete de mantequilla fresca que ha cogido de la despensa para venderla como grasa. La señora Pocket demostró inmediatamente una amable emoción y dijo: - Eso es cosa de esa odiosa Sofía. - ¿Qué quieres decir, Belinda? - preguntó el señor Pocket. - Sofía te lo ha dicho - contestó la señora Pocket -. ¿Acaso no la he visto con mis propios ojos y no la he oído por mí misma cuando llegó con la pretensión de hablar contigo? -Pero ¿no te acuerdas de que me ha llevado abajo, Belinda? - replicó el señor Pocket -. ¿No sabes que me ha mostrado a esa borracha y también el paquete de mantequilla? - ¿La defiendes, Mateo, después de su conducta? - le preguntó su esposa. El señor Poocket se limitó a emitir un gemido de dolor - ¿Acaso la nieta de mi abuelo no es nadie en esta casa? - exclamó la señora Pocket. - Además, la cocinera ha sido siempre una mujer seria y respetuosa, y en cuanto me conoció dijo con la mayor sinceridad que estaba segura de que yo había nacido para duquesa. Había un sofá al lado del señor Pocket, y éste se dejó caer en él con la actitud de un gladiador moribundo. Y sin abandonarla, cuando creyó llegada la ocasión de que le dejase para irme a la cama, me dijo con voz cavernosa: - Buenas noches, señor Pip. ...

En la línea 2000
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... A nuestra llegada a Dinamarca encontramos al rey y a la reina de aquel país sentados en dos sillones y sobre una mesa de cocina, celebrando una reunión de la corte. Toda la nobleza danesa estaba allí, al servicio de sus reyes. Esa nobleza consistía en un muchacho aristócrata que llevaba unas botas de gamuza de algún antepasado gigantesco; en un venerable par, de sucio rostro, que parecía haber pertenecido al pueblo durante la mayor parte de su vida, y en la caballería danesa, con un peine en el cabello y un par de calzas de seda blanca y que en conjunto ofrecía aspecto femenino. Mi notable conciudadano permanecía tristemente a un lado, con los brazos doblados, y yo sentí el deseo de que sus tirabuzones y su frente hubiesen sido más naturales. A medida que transcurría la representación se presentaron varios hechos curiosos de pequeña importancia. El último rey de aquel país no solamente parecía haber sufrido tos en la época de su muerte, sino también habérsela llevado a la tumba, sin desprenderse de ella cuando volvió entre los mortales. El regio aparecido llevaba un fantástico manuscrito arrollado a un bastón y al cual parecía referirse de vez en cuando, y, además, demostraba cierta ansiedad y tendencia a perder esta referencia, lo cual daba a entender que gozaba aún de la condición mortal. Por eso tal vez la sombra recibió el consejo del público de que «lo doblase mejor», recomendación que aceptó con mucho enojo. También podía notarse en aquel majestuoso espíritu que, a pesar de que fingía haber estado ausente durante mucho tiempo y recorrido una inmensa distancia, procedía, con toda claridad, de una pared que estaba muy cerca. Por esta causa, sus terrores fueron acogidos en broma. A la reina de Dinamarca, dama muy regordeta, aunque sin duda alguna históricamente recargada de bronce, el público la juzgó como sobrado adornada de metal; su barbilla estaba unida a su diadema por una ancha faja de bronce, como si tuviese un grandioso dolor de muelas; tenía la cintura rodeada por otra, así como sus brazos, de manera que todos la señalaban con el nombre de «timbal». El noble joven que llevaba las botas ancestrales era inconsecuente al representarse a sí mismo como hábil marino, notable actor, experto cavador de tumbas, sacerdote y persona de la mayor importancia en los asaltos de esgrima de la corte, ante cuya autoridad y práctica se juzgaban las mejores hazañas. Esto le condujo gradualmente a que el público no le tuviese ninguna tolerancia y hasta, al ver que poseía las sagradas órdenes y se negaba a llevar a cabo el servicio fúnebre, a que la indignación contra él fuese general y se exteriorizara por medio de las nueces que le arrojaban. 121 Últimamente, Ofelia fue presa de tal locura lenta y musical, que cuando, en el transcurso del tiempo, se quitó su corbata de muselina blanca, la dobló y la enterró, un espectador huraño que hacía ya rato se estaba enfriando su impaciente nariz contra una barra de hierro en la primera fila del público, gruñó: - Ahora que han metido al niño en la cama, vámonos a cenar. Lo cual, por lo menos, era una incongruencia. Todos estos incidentes se acumularon de un modo bullicioso sobre mi desgraciado conciudadano. Cada vez que aquel irresoluto príncipe tenía que hacer una pregunta o expresar una duda, el público se apresuraba a contestarle. Por ejemplo, cuando se trató de si era más noble sufrir, unos gritaron que sí y otros que no; y algunos, sin decidirse entre ambas opiniones, le aconsejaron que lo averiguara echando una moneda a cara o cruz. Esto fue causa de que entre el público se empeñase una enconada discusión. Cuando preguntó por qué las personas como él tenían que arrastrarse entre el cielo y la tierra, fue alentado con fuertes gritos de los que le decían «¡Atención!» Al aparecer con una media desarreglada, desorden expresado, de acuerdo con el uso, por medio de un pliegue muy bien hecho en la parte superior, y que, según mi opinión, se lograba por medio de una plancha, surgió una discusión entre el público acerca de la palidez de su pierna y también se dudó de si se debería al susto que le dio el fantasma. Cuando tomó la flauta, evidentemente la misma que se empleó en la orquesta y que le entregaron en la puerta, el público, unánimemente, le pidió que tocase el Rule Britania. Y mientras recomendaba al músico no tocar de aquella manera, el mismo hombre huraño que antes le interrumpiera dijo: «Tú, en cambio, no tocas la flauta de ningún modo; por consiguiente, eres peor que él.» Y lamentó mucho tener que añadir que las palabras del señor Wopsle eran continuamente acogidas con grandes carcajadas. Pero le esperaba lo más duro cuando llegó la escena del cementerio. Éste tenía la apariencia de un bosque virgen; a un lado había una especie de lavadero de aspecto eclesiástico y al otro una puerta semejante a una barrera de portazgo. El señor Wopsle llevaba una capa negra, y como lo divisaran en el momento de entrar por aquella puerta, algunos se apresuraron a avisar amistosamente al sepulturero, diciéndole: «Cuidado. Aquí llega el empresario de pompas fúnebres para ver cómo va tu trabajo.» Me parece hecho muy conocido, en cualquier país constitucional, que el señor Wopsle no podía dejar el cráneo en la tumba, después de moralizar sobre él, sin limpiarse los dedos en una servilleta blanca que se sacó del pecho; pero ni siquiera tan inocente e indispensable acto pasó sin que el público exclamara, a guisa de comentario: «¡Mozo!» La llegada del cadáver para su entierro, en una caja negra y vacía, cuya tapa se cayó, fue la señal de la alegría general, que aumentó todavía al descubrir que entre los que llevaban la caja había un individuo a quien reconoció el público. La alegría general siguió al señor Wopsle en toda su lucha con Laertes, en el borde del escenario y de la tumba, y ni siquiera desapareció cuando hubo derribado al rey desde lo alto de la mesa de cocina y luego se murió, pulgada a pulgada y desde los tobillos hacia arriba. Al empezar habíamos hecho algunas débiles tentativas para aplaudir al señor Wopsle, pero fue evidente que no serían eficaces y, por lo tanto, desistimos de ello. Así, pues, continuamos sentados, sufriendo mucho por él, pero, sin embargo, riéndonos con toda el alma. A mi pesar, me reí durante toda la representación, porque, realmente, todo aquello resultaba muy gracioso; y, no obstante, sentí la impresión latente de que en la alocución del señor Wopsle había algo realmente notable, no a causa de antiguas asociaciones, según temo, sino porque era muy lenta, muy triste, lúgubre, subía y bajaba y en nada se parecía al modo con que un hombre, en cualquier circunstancia natural de muerte o de vida, pudiese expresarse acerca de algún asunto. Cuando terminó la tragedia y a él le hicieron salir para recibir los gritos del público, dije a Herbert: - Vámonos en seguida, porque, de lo contrario, corremos peligro de encontrarle. Bajamos tan aprisa como pudimos, pero aún no fuimos bastante rápidos, porque junto a la puerta había un judío, con cejas tan grandes que no podían ser naturales y que cuando pasábamos por su lado se fijó en mí y preguntó: - ¿El señor Pip y su amigo? No hubo más remedio que confesar la identidad del señor Pip y de su amigo. -El señor Waldengarver-dijo el hombre-quisiera tener el honor… - ¿Waldengarver? - repetí. Herbert murmuró junto a mi oído: -Probablemente es Wopsle. - ¡Oh! - exclamé -. Sí. ¿Hemos de seguirle a usted? - Unos cuantos pasos, hagan el favor. En cuanto estuvimos en un callejón lateral, se volvió, preguntando: - ¿Qué le ha parecido a ustedes su aspecto? Yo le vestí. 122 Yo no sabía, en realidad, cuál fue su aspecto, a excepción de que parecía fúnebre, con la añadidura de un enorme sol o estrella danesa que le colgaba del cuello, por medio de una cinta azul, cosa que le daba el aspecto de estar asegurado en alguna extraordinaria compañía de seguros. Pero dije que me había parecido muy bien. - En la escena del cementerio - dijo nuestro guía -tuvo una buena ocasión de lucir la capa. Pero, a juzgar por lo que vi entre bastidores, me pareció que al ver al fantasma en la habitación de la reina, habría podido dejar un poco más al descubierto las medias. Asentí modestamente, y los tres atravesamos una puertecilla de servicio, muy sucia y que se abría en ambas direcciones, penetrando en una especie de calurosa caja de embalaje que había inmediatamente detrás. Allí, el señor Wopsle se estaba quitando su traje danés, y había el espacio estrictamente suficiente para mirarle por encima de nuestros respectivos hombros, aunque con la condición de dejar abierta la puerta o la tapa de la caja. - Caballeros - dijo el señor Wopsle -. Me siento orgulloso de verlos a ustedes. Espero, señor Pip, que me perdonará el haberle hecho llamar. Tuve la dicha de conocerle a usted en otros tiempos, y el drama ha sido siempre, según se ha reconocido, un atractivo para las personas opulentas y de nobles sentimientos. Mientras tanto, el señor Waldengarver, sudando espantosamente, trataba de quitarse sus martas principescas. - Quítese las medias, señor Waldengarver-dijo el dueño de aquéllas; - de lo contrario, las reventará y con ellas reventará treinta y cinco chelines. Jamás Shakespeare pudo lucir un par más fino que éste. Estése quieto en la silla y déjeme hacer a mí. Diciendo así, se arrodilló y empezó a despellejar a su víctima, quien, al serle sacada la primera media, se habría caído atrás, con la silla, pero se salvó de ello por no haber sitio para tanto. Hasta entonces temí decir una sola palabra acerca de la representación. Pero en aquel momento, el señor Waldengarver nos miró muy complacido y dijo: - ¿Qué les ha parecido la representación, caballeros? Herbert, que estaba tras de mí, me tocó y al mismo tiempo dijo: - ¡Magnífica! Como es natural, yo repetí su exclamación, diciendo también: - ¡Magnífica! - ¿Les ha gustado la interpretación que he dado al personaje, caballeros? -preguntó el señor Waldengarver con cierto tono de protección. Herbert, después de hacerme una nueva seña por detrás de mí, dijo: - Ha sido una interpretación exuberante y concreta a un tiempo. Por esta razón, y como si yo mismo fuese el autor de dicha opinión, repetí: - Exuberante y concreta a un tiempo. -Me alegro mucho de haber merecido su aprobación, caballeros - dijo el señor Waldengarver con digno acento, a pesar de que en aquel momento había sido arrojado a la pared y de que se apoyaba en el asiento de la silla. - Pero debo advertirle una cosa, señor Waldengarver - dijo el hombre que estaba arrodillado, - en la que no pensó usted durante su representación. No me importa que alguien piense de otra manera. Yo he de decirselo. No hace usted bien cuando, al representar el papel de Hamlet, pone usted sus piernas de perfil. El último Hamlet que vestí cometió la misma equivocación en el ensayo, hasta que le recomendé ponerse una gran oblea roja en cada una de sus espinillas, y entonces en el ensayo (que ya era el último), yo me situé en la parte del fondo de la platea y cada vez que en la representación se ponía de perfil, yo le decía: «No veo ninguna oblea». Y aquella noche la representación fue magnífica. El señor Waldengarver me sonrió, como diciéndome: «Es un buen empleado y le excuso sus tonterías.» Luego, en voz alta, observó: -Mi concepto de este personaje es un poco clásico y profundo para el público; pero ya mejorará éste, mejorará sin duda alguna. - No hay duda de que mejorará - exclamamos a coro Herbert y yo. - ¿Observaron ustedes, caballeros - dijo el señor Waldengarver -, que en el público había un hombre que trataba de burlarse del servicio… , quiero decir, de la representación? Hipócritamente contestamos que, en efecto, nos parecía haberlo visto, y añadí: -Sin duda estaba borracho. - ¡Oh, no! ¡De ninguna manera! - contestó el señor Wopsle -. No estaba borracho. Su amo ya habrá cuidado de evitarlo. Su amo no le permitiría emborracharse. 123 - ¿Conoce usted a su jefe? - pregunté. El señor Wopsle cerró los ojos y los abrió de nuevo, realizando muy despacio esta ceremonia. - Indudablemente, han observado ustedes - dijo - a un burro ignorante y vocinglero, con la voz ronca y el aspecto revelador de baja malignidad, a cuyo cargo estaba el papel (no quiero decir que lo representó) de Claudio, rey de Dinamarca. Éste es su jefe, señores. Así es esta profesión. Sin comprender muy bien si deberíamos habernos mostrado más apenados por el señor Wopsle, en caso de que éste se desesperase, yo estaba apurado por él, a pesar de todo, y aproveché la oportunidad de que se volviese de espaldas a fin de que le pusieran los tirantes - lo cual nos obligó a salir al pasillo - para preguntar a Herbert si le parecía bien que le invitásemos a cenar. Mi compañero estuvo conforme, y por esta razón lo hicimos y él nos acompañó a la Posada de Barnard, tapado hasta los ojos. Hicimos en su obsequio cuanto nos fue posible, y estuvo con nosotros hasta las dos de la madrugada, pasando revista a sus éxitos y exponiendo sus planes. He olvidado en detalle cuáles eran éstos, pero recuerdo, en conjunto, que quería empezar haciendo resucitar el drama y terminar aplastándolo, pues su propia muerte lo dejaría completa e irremediablemente aniquilado y sin esperanza ni oportunidad posible de nueva vida. Muy triste me acosté, y con la mayor tristeza pensé en Estella. Tristemente soñé que habían desaparecido todas mis esperanzas, que me veía obligado a dar mi mano a Clara, la novia de Herbert, o a representar Hamlet con el espectro de la señorita Havisham, ello ante veinte mil personas y sin saber siquiera veinte palabras de mi papel. ...

En la línea 501
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Tras estas conjeturas, se quedó petrificado al ver que Nastasia estaba en la cocina y, además, ocupada. Iba sacando ropa de un cesto y tendiéndola en una cuerda. Al aparecer Raskolnikof, la sirvienta se volvió y le siguió con la vista hasta que hubo desaparecido. Él pasó fingiendo no haberse dado cuenta de nada. No cabía duda: se había quedado sin hacha. Este contratiempo le abatió profundamente. ...

En la línea 521
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Continuó en seguida la ascensión y llegó al cuarto piso. Allí estaba la puerta de las habitaciones de la prestamista. El departamento de enfrente seguía desalquilado, a juzgar por las apariencias, y el que estaba debajo mismo del de la vieja, en el tercero, también debía de estar vacío, ya que de su puerta había desaparecido la tarjeta que Raskolnikof había visto en su visita anterior. Sin duda, los inquilinos se habían mudado. ...

En la línea 572
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Seguidamente sacó el hacha del cubo, limpió el hierro y estuvo lo menos tres minutos frotando el mango, que había recibido salpicaduras de sangre. Lo secó todo con un trapo puesto a secar en una cuerda tendida a través de la cocina, y luego examinó detenidamente el hacha junto a la ventana. Las huellas acusadoras habían desaparecido, pero el mango estaba todavía húmedo. ...

En la línea 882
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Salió y se dirigió a la plaza. De nuevo una alegría inmensa, casi insoportable, se apoderó momentáneamente de él. No había quedado ni rastro. «¿Quién podrá pensar en esa piedra? ¿A quién se le ocurrirá buscar debajo? Seguramente está ahí desde que construyeron la casa, y Dios sabe el tiempo que permanecerá en ese sitio todavía. Además, aunque se encontraran las joyas, ¿quién pensaría en mí? Todo ha terminado. Ha desaparecido hasta la última prueba.» Se echó a reír. Sí, más tarde recordó que se echó a reír con una risita nerviosa, muda, persistente. Aún se reía cuando atravesó la plaza. Pero su hilaridad cesó repentinamente cuando llegó al bulevar donde días atrás había encontrado a la jovencita embriagada. ...

En la línea 457
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Algunos instantes después, el niño había desaparecido. ...

En la línea 463
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Dio un suspiro y marchó rápidamente hacia el sitio por donde el niño había desaparecido. Después de haber andado unos treinta pasos se detuvo y miró. Pero tampoco vio nada. ...

En la línea 700
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... Por algunas palabras sueltas escapadas a Javert, se adivinaba que había buscado secretamente las huellas y antecedentes que Magdalena hubiera podido dejar en otras partes. Parecía saber que había tomado determinados informes sobre cierta familia que había desaparecido. Una vez dijo hablando consigo mismo: 'Creo que lo he cogido'. ...

En la línea 807
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... La santa ley de Jesucristo gobierna nuestra civilización; pero no la penetra todavía. Se dice que la esclavitud ha desaparecido de la civilización europea, y es un error. Existe todavía; sólo que no pesa ya sino sobre la mujer, y se llama prostitución. ...

En la línea 63
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Finalmente se le ocurrió una idea. Regresaría para ver cómo se las componían sus compañeros de equipo. Para su asombro, habían desaparecido. De nuevo deambuló por el extenso campamento buscándolos y de nuevo volvió al punto de partida. ¿Estarían dentro de la tienda? No, no podía ser, de lo contrario a él no lo hubiesen echado. ¿Dónde podían estar, entonces? Con el rabo entre las patas y el cuerpo tembloroso, realmente acongojado, empezó a dar vueltas y más vueltas alrededor de la tienda. De pronto la nieve cedió y, al hundirse sus patas delanteras, Buck sintió que algo se agitaba. Dio un salto atrás, gruñendo alarmado, asustado ante lo invisible y desconocido. Pero un pequeño ladrido amistoso lo tranquilizó, y se acercó a investigar. Una vaharada de aire tibio subió hasta su hocico: allí, hecho un compacto ovillo bajo la nieve, estaba Billie, que, tras emitir un gemido propiciatorio y revolverse en su sitio como demostración de buena voluntad y buenas intenciones, se aventuró incluso, en beneficio de la paz, a lamerle a Buck la cara con su lengua tibia y húmeda. ...

En la línea 205
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... A esas alturas, todo rasgo de sociabilidad y delicadeza había desaparecido de Charles, Hal y Mercedes. Despojado de su encanto romántico, el viaje por el Ártico se convirtió para ellos en una realidad demasiado exigente. Mercedes dejó de derramar lágrimas por los perros, demasiado ocupada en llorar por sí misma y en pelearse con su marido y con su hermano. Pelearse era lo único de lo que no se cansaban nunca. La irritabilidad surgía de su amargura por la situación y se hizo progresivamente más intensa. La admirable paciencia de la que se arman durante la marcha los individuos que, aun trabajando duramente y padeciendo enormes dificultades, son capaces de conservar la ecuanimidad y de expresarse sin acritud, no vino en auxilio de aquellas tres personas. Ni siquiera podían imaginársela. Estaban entumecidos y sufrían; les dolían los músculos, les dolían los huesos, les dolía hasta el alma; de ahí que hablaran con aspereza y que lo primero que acudiera a sus labios por la mañana y lo último que acudiera por la noche fueran agravios. ...

En la línea 210
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Y, en medio de todo esto, Buck avanzaba tambaleante a la cabeza del tiro, como en una pesadilla. Cuando podía, tiraba; cuando ya no podía, se desplomaba y así permanecía hasta que los golpes de látigo o de garrote lo hacían ponerse nuevamente de pie. Su hermoso pelaje afelpado había perdido suavidad y brillo. El pelo le caía lacio y sucio de barro, o pegajoso y duro por la sangre seca en los lugares donde había caído el garrote de Hal. Sus músculos se habían reducido a unas cuerdas nudosas y la masa carnosa había desaparecido, con lo cual cada costilla y cada hueso de su cuerpo se traslucía con toda claridad a través del pellejo fláccido, cuyos pliegues revelaban el vacío del interior. Era desgarrador, pero el ánimo de Buck era inalterable. El hombre del jersey rojo lo había comprobado. ...

En la línea 240
del libro La llamada de la selva
del afamado autor Jack London
... Al principio y durante mucho tiempo no le gustaba perder a Thornton de vista. Desde el momento en que salía de la tienda y hasta que volvía a entrar en ella, Buck lo seguía pisándole los talones. Los cambios de amo que había vivido desde su llegada a las tierras del norte le habían infundido el temor de que ninguno sería para siempre. Tenía miedo de que Thornton fuera a desaparecer de su vida igual que habían desaparecido Perrault, François y el mestizo escocés. Hasta de noche, en sueños, lo acosaba ese temor. Entonces se sacudía el sueño y se acercaba sigilosamente bajo el intenso frío a la entrada de la tienda, donde se detenía a escuchar la respiración de su amo. ...

En la línea 1126
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... -¡Noche ciertamente terrible! Fue un milagro que la goleta no volcase. Dos veces se vio comprometida, y todo hubiera desaparecido de cubierta, a no mantenerse firmes las trincas. Aouida estaba destrozada, pero no exhaló queja alguna. Más de una vez tuvo mister Fogg que acudir a ella para protegerla contra la violencia de las olas. ...

En la línea 1576
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Allí, los soldados del fuerte, atraídos por los disparos, acudieron apresuradamente. Los sioux no los habían esperado, y antes de pararse completamente el tren, toda la banda había desaparecido. ...

En la línea 1579
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Tres viajeros, incluso Picaporte, habían desaparecido. ¿Los habían muerto en la lucha? ¿Estarían prisioneros de los sioux? No podía saberse todavía. ...

En la línea 1589
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... -Señor -dijo mister Fogg al capitán-, tres viajeros han desaparecido. ...


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Errores Ortográficos típicos con la palabra Desaparecido

Cómo se escribe desaparecido o desaparrecido?
Cómo se escribe desaparecido o dezaparecido?
Cómo se escribe desaparecido o desaparezido?

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