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La palabra cabellera
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la palabra cabellera

La palabra Cabellera ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Barraca de Vicente Blasco Ibañez
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
El Señor de Leopoldo Alas «Clarín»
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
El paraíso de las mujeres de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
Niebla de Miguel De Unamuno
Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne
Un viaje de novios de Emilia Pardo Bazán
Julio Verne de La vuelta al mundo en 80 días
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece cabellera.

Estadisticas de la palabra cabellera

Cabellera es una de las 25000 palabras más comunes del castellano según la RAE, en el puesto 13022 según la RAE.

Cabellera aparece de media 5.51 veces en cada libro en castellano.

Esta es una clasificación de la RAE que se basa en la frecuencia de aparición de la cabellera en las obras de referencia de la RAE contandose 837 apariciones .

Más información sobre la palabra Cabellera en internet

Cabellera en la RAE.
Cabellera en Word Reference.
Cabellera en la wikipedia.
Sinonimos de Cabellera.


la Ortografía es divertida

Algunas Frases de libros en las que aparece cabellera

La palabra cabellera puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 819
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... La vivificante sangre de la huerta iba lejos, para otros campos cuyos dueños no tenían la desgracia de ser odiados, y su pobre trigo allí, arrugándose, languideciendo, agitando su cabellera verde como si hiciera señas al agua para que se aproximara y lo acariciase con un fresco beso. ...

En la línea 1151
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Instintivamente, movida por el dolor, sé agarró también a los rubios pelos de la hilandera, y durante algunos minutos se las vio a las dos encorvadas, lanzando gritos de dolor y rabia, con las frentes cerca del suelo, arrastrándose mutuamente con los crueles tirones que cada una daba a la cabellera de la otra. ...

En la línea 1700
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Pepeta, la pobre bestia de trabajo, muerta para la maternidad y casada sin la esperanza de ser madre, perdió su calma a la vista de aquella cabecita de marfil, orlada por la revuelta cabellera como un nimbo de oro. ...

En la línea 2379
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... El fantasma, agarrándole por su extraña cabellera, hablaba por fin. ...

En la línea 8452
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... El official, que se había detenido ante ella y que sigilosamente la había estudiado con tanto cuidado, podía tener entre veinticinco y ventiséis años; era blanco de rostro, con ojos ; azul claro algo sumidos; su boca, fina y bien dibujada, permanecía inmóvil en sus líneas correctas; su mentón, vigorosamente acusado, de notaba esa fuerza de voluntad que en el tipo vulgar británico no es ordinariamente más que cabezonería; una frente algo huidiza, como conviene a los poetas, a los entusiastas y a los soldados, estaba apenas sombreada por una cabellera corta y rala que, como la barba que cubría la parte baja de su rostro, era de un hermoso color castaño oscuro. ...

En la línea 10036
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... El mantel adamascado, más terso que fino; los platos pesados, gruesos; de blanco mate con filete de oro; las servilletas en forma de tienda de campaña dentro de las copas grandes, la fila escalonada de las destinadas a los vinos; las conchas de porcelana que ostentaban rojos pimientos, cárdena lengua de escarlata, húmedas aceitunas, pepinillos rozagantes y otros entremeses; la gravedad aristocrática de las botellas de Burdeos, que guardaban su aromático licor como un secreto; los reflejos de la luz quebrándose en el vino y en las copas vacías y en los cubiertos relucientes de plata Meneses; el centro de mesa en que se erguía un ramillete de trapo con guardia de honor de dos floreros cilíndricos con pinturas chinescas, de cuya boca salían imitaciones groseras de no se sabía qué plantas, pero que a don Pompeyo le recordaban la cabellera rubia y estoposa de alguna miss de circo ecuestre; las cajas de cigarros, unas de madera olorosa, otras de latón; los talleres cursis y embarazosos cargados con aceite y vinagre y con más especias que un barco de Oriente. ...

En la línea 92
del libro El Señor
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... — Él era un misacantano, y entre los que le besaban las manos perfumadas, las puntas de los dedos, estaba una niña rubia, de abundante cabellera de seda rizada en ondas, de ojos negros, pálida, de expresión de inocente picardía mezclada con gesto de melancólico y como vergonzante pudor. ...

En la línea 850
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Boccaccio, embajador de Ferrara, el único que supo adivinar la elección de Alejandro, se hizo gran amigo de César, describiéndolo como un príncipe laico, elegante y mundano, a pesar de su nombramiento de arzobispo de Valencia y su próxima elevación al cardenalato. Lo veía unas veces vestido de seda; otras, luciendo rico traje de caza, siempre con la espada al costado, y apenas si un pequeño redondel abierto en su cabellera recordaba la tonsura eclesiástica. Elogió su humor sereno, su alegría continua, así como cierta modestia en la conversación, que le hacía muy preferible a su hermano Juan, el duque de Gandía. ...

En la línea 883
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Claudio Borja se la imaginaba en su primera juventud, tal como la habían descrito muchos, creyendo reconocerla en la Santa Catalina pintada por el Pinturicchio, con su rostro gracioso e ingenuo de niña un poco paradita, orlado de magnífica cabellera rubia y luminosa, comparable a una nube de oro fluido. ...

En la línea 886
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... —Siento decirle, querido Borja, que su remota parienta nunca fue rubia. Era una valenciana de tez morena, clara y mate, semejante al color pálido del arroz. César Borgia también debió de ser algo moreno, y, sin embargo, le llamaban las damas de entonces il biondo Cesar … Tal vez tuvo Lucrecia los cabellos castaños; pero esto no le impidió ser rubia oro ardiente, rubia veneciana, ensalzando su cabellera color de antorcha pintores y poetas. Algo semejante ocurre en la actualidad. Las damas teñidas conocen mejor que nadie el secreto de su falsificación, y, no obstante aceptan de buena fe los elogios de personas Igualmente enteradas de que no son rubias. Ya sabe que vivimos de convencionalismos e ilusiones. ¡Qué haríamos sin la mentira!… ...

En la línea 889
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Una de las preocupaciones de la hija del Papa era el lavatorio de la cabeza, acto indispensable todas las semanas. Cuando partió de Roma para siempre, yendo a reunirse con su tercero y último esposo en Ferrara, invirtió veintisiete días en el viaje. Cada cinco días, el lento y majestuoso cortejo hacía alto en una población para que madona Lucrecia pudiera lavarsi il capo . Y príncipes, embajadores, damas de honor, escuderos, hombres de armas, suspendían su marcha un día entero, mientras la nueva princesa de Ferrara permanecía varias horas bajo los ardores del sol, llevando encima de sus vestidos un peinador de seda blanca, de gran finura y sutilidad, llamado schiavonetta , y en la cabeza, un sombrero de paja sin cumbre, por cuya abertura pasaba la cabellera, abrigando sus bordes los ojos y el cuello de la beldad, ...

En la línea 1493
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Y al decir esto, el gigante levantó su mano derecha, colocándola al nivel de la cúspide de su cráneo. Popito saltó entre los negros matorrales de la cabellera, buscando un lugar a propósito para sentarse. ...

En la línea 1505
del libro El paraíso de las mujeres
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... Se llevó una mano a la cabeza, buscando entre los mechones de su cabellera a Popito, y esta le gritó varias veces: '¡Estoy aquí!', para que su voz sirviese de guía a los dedos. El Gentleman-Montaña la dejó cuidadosamente sobre la mesa cubierta de polvo, diciendo con voz suplicante: ...

En la línea 1867
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... La nariz era perfecta. «Narices como la mía, pocas se ven»… Y por fin, componiéndose la cabellera negra y abundante como los malos pensamientos, decía: «¡Vaya un pelito que me ha dado Dios!». Cuando estaba concluyendo, se le vino a las mientes una observación, que no hacía entonces por primera vez. Hacíala todos los días, y era esta: «¡Cuánto más guapa estoy ahora que… antes! He ganado mucho». ...

En la línea 4398
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... «Pues ayer—refirió la joven con los ojos bajos, alzándolos al final de cada frase, como si pusiera con ellos las comas, más que con el acento—, pues ayer… iba yo tan tranquila por la calle de la Magdalena, pensando en usted… porque siempre estoy pensando en usted y… me paré a ver el escaparate de una tienda donde hay tubos y llaves de agua… Ni sé por qué me paré allí, pues ¿qué me importan a mí los tubos?… cuando sentí a mi espalda… mejor dicho aquí en el cuello, una voz… ¡Ay, señora!, la voz me sonó aquí detrás junto a estos pelitos que tenemos donde nace la cabellera, y fue como si me entraran una aguja muy fina y muy fría… Me quedé helada… volvime… le vi… se sonreía». ...

En la línea 4657
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Segismundo, que en aquel momento tenía poco que hacer, dejolo todo por atender cortésmente a la señora de su amigo y serle grato en lo que de él dependiera. Era hombre que tenía que contenerse mucho para no ser galante y aun atrevido con cualquier mujer en cuya presencia estuviese. Con Fortunata se había permitido alguna vez tal cual broma; aquel día se corrió más. Llevándose los dedos a su rebelde cabellera para hacer con ellos púas de peine, se la atusó, y arqueando el cuerpo, inclinose hacia la señora para decirle con retintín: ...

En la línea 4827
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Al ofrecerle una silla, Ballester parecía poner especial cuidado en dar a conocer sus botas nuevas, resplandecientes; en que Fortunata admirase su levita y su cabellera rizada a fuego, la cual despedía fuerte olor a heliotropo. En todo reparó ella, demostrándolo con una sonrisa picaresca. ...

En la línea 544
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... «Pero ¡cuántas mujeres hermosas hay en este mundo, Dios mío! Casi todas. ¡Gracias, Señor, gracias; gratias agimus tibi propter magnam gloriam tuam! ¡Tu gloria es la hermosura de la mujer, Señor! Pero ¡qué cabellera, Dios mío, qué cabellera! » ...

En la línea 545
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... Era, en efecto, una gloriosa cabellera la de aquella criada de servicio, que con su cesta al brazo cruzaba en aquel momento con él. Y se volvió tras ella. La luz parecía anidar en el oro de aquellos cabellos, y como si estos pugnaran por soltarse de su trenzado y esparcirse al aire fresco y claro. Y bajo la cabellera un rostro todo él sonrisa. ...

En la línea 545
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... Era, en efecto, una gloriosa cabellera la de aquella criada de servicio, que con su cesta al brazo cruzaba en aquel momento con él. Y se volvió tras ella. La luz parecía anidar en el oro de aquellos cabellos, y como si estos pugnaran por soltarse de su trenzado y esparcirse al aire fresco y claro. Y bajo la cabellera un rostro todo él sonrisa. ...

En la línea 550
del libro Niebla
del afamado autor Miguel De Unamuno
... «Pero ¡cuánta mujer hermosa hay desde que conocí a Eugenia! –se decía, siguiendo en tanto a aquella riente pareja– ¡esto se ha convertido en un paraíso!; ¡qué ojos!, ¡qué cabellera!, ¡qué risa! La una es rubia y morena la otra; pero ¿cuál es la rubia?, ¿cuál la morena? ¡Se me confunden una en otra! … » ...

En la línea 1390
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Los indígenas continuaban allí, más numerosos que en la víspera. Tal vez eran quinientos o seiscientos. Aprovechándose de la marea baja, algunos habían avanzado sobre las crestas de los arrecifes hasta menos de dos cables del Nautilus. Los distinguía fácilmente. Eran verdaderos papúes, de atlética estatura. Hombres de espléndida raza, tenían una frente ancha y alta, la nariz gruesa, pero no achatada, y los dientes muy blancos. El color rojo con que teñían su cabellera lanosa contrastaba con sus cuerpos negros y relucientes como los de los nubios. De los lóbulos de sus orejas, cortadas y dilatadas, pendían huesos ensartados. Iban casi todos desnudos. Entre ellos vi a algunas mujeres, vestidas desde las caderas hasta las rodillas con una verdadera crinolina de hierbas sostenida por un cinturón vegetal. Algunos jefes se adornaban el cuello con collares de cuentas de vidrio rojas y blancas. Casi todos estaban armados de arcos, flechas y escudos, y llevaban a la espalda una especie de red con las piedras redondeadas que con tanta destreza lanzan con sus hondas. ...

En la línea 2242
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Sobre aquel suelo rocoso y volcánico se desplegaba toda una fauniflora viviente: esponjas; holoturias; cidípidos hialinos con cirros rojizos que emitían una ligera fosforescencia; beroes, vulgarmente conocidos como cohombros de mar, bañados en las irisaciones del espectro solar; comátulas ambulantes, de un metro de anchura, cuya púrpura enrojecía el agua; euriales arborescentes de gran belleza; pavonarias de largos tallos; un gran número de erizos de mar comestibles, de variadas especies, y actinias verdes de tronco grisáceo, con el disco oscuro, que se perdían en su cabellera olivácea de tentáculos. ...

En la línea 3149
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Era un calamar de colosales dimensiones, de ocho metros de largo, que marchaba hacia atrás con gran rapidez, en dirección del Nautilus. Tenía unos enormes ojos fijos de tonos glaucos. Sus ocho brazos, o por mejor decir sus ocho pies, implantados en la cabeza, lo que les ha valido a estos animales el nombre de cefalópodos, tenían una longitud doble que la del cuerpo y se retorcían como la cabellera de las Furias. Se veían claramente las doscientas cincuenta ventosas dispuestas sobre la faz interna de los tentáculos bajo forma de cápsulas semiesféricas. De vez en cuando el animal aplicaba sus ventosas al cristal del salón haciendo en él el vacío. La boca del monstruo -un pico córneo como el de un loro -se abría y cerraba verticalmente. Su lengua, también de sustancia córnea armada de varias hileras de agudos dientes, salía agitada de esa verdadera cizalla. ¡Qué fantasía de la naturaleza un pico de pájaro en un molusco! Su cuerpo, fusiforme e hinchado en su parte media, formaba una masa carnosa que debía pesar de veinte a veinticinco mil kilos. Su color inconstante, cambiante con una extrema rapidez según la irritación del animal, pasaba sucesivamente del gris lívido al marrón rojizo. ...

En la línea 769
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Dirigíanse las dos amigas, ya hacia la Montaña Verde, ya hacia el camino de las Señoras o hacia el manantial intermitente de Vesse. La Montaña Verde es el punto más elevado de las inmediaciones de Vichy. Está la montañuela cubierta de vegetación, pero de vegetación baja, a flor de tierra, de suerte que, vista de lejos, se les figuraba cabeza de gigante con cabellera corta y espesísima. Ya en la cúspide, subían al mirador y manejaban el gran anteojo, registrando el inmenso panorama que se extendía en torno. Las suaves laderas, tapizadas de viñas, bajaban hasta el Allier, que culebreaba a lo lejos como enorme sierpe azul. En lontananza, la cadena del Forez erguía sus mamelones donde la nieve refulgía cual una caperuza de plata; los gigantes de Auvernia, vaporosos y grises, parecían fantasmas de neblina; el castillo de Borbón Busset surgía de las brumas con sus torreones señoriales, avergonzando al pacifico palacio de Randán, con todo el desdén de un Borbón legítimo hacia la rama degenerada de los Orleáns. El camino de las Señoras era la excursión favorita de Lucía. Estrecha vereda, sombreada por espesos árboles, sigue dócil el curso del Sichón, deteniéndose cuando al río se le antoja formar un remanso y torciéndose en graciosas curvas como la tranquila corriente. A cada paso corta la monotonía de las hileras de chopos y negrillos algún accidente pintoresco: ya un lavadero, ya una casita que remoja los pies en el río, ya una presa, ya un molino, ya una charca de patos. El molino, en particular, parecía dispuesto por un pintor efectista para algún lienzo de naturaleza perfeccionada. Vetusto, comido de húmeda y verdegueante lepra, sustentado en postes de madera que iba pudriendo el agua, brillaba sobre el edificio la rueda, como el ojo disforme sobre la morena y rugosa frente de un cíclope. Eran destellos de la enorme pupila las gotas de refulgente argentería líquida que saltaban de rayo a rayo, a cada vuelta; y el quejido penoso que la pesada rueda exhalaba al girar, completaba el símil, remedando el hálito del monstruo. Un puente lanzado con osadía sobre el mismo arco de la catarata que formaba la presa dejaba ver, al través de su tablazón mal junta, el agua espumante y rugiente. En la presa bogaban con pachorra hasta media docena de patos, e infinitos gorriones revolaban en el alero irregular del tejado, mientras en el obscuro agujero de una de las desiguales ventanas florecía un tiesto de petunias. Quedábase Lucía muchos ratos mirando al molino, sentada en el ribazo opuesto, arrullada por el ronquido cadencioso de la rueda y por el blando chapaleteo del agua batida. Pilar prefería el manantial intermitente que le proporcionaba las emociones de que era tan ávido su endeble organismo. Llegábase al manantial por un ameno sendero; ya desde el puente se cogía bella perspectiva. El Allier es vasto y caudaloso, pero muy mermado a la sazón por los calores estivales; sólo en los puntos más anchos del cauce llevaba agua, y el resto descubría el álveo formado de arena en prolongadas zonas blancas. A lo más rápido de la corriente, obscuros peñascos se interponían, originando otros tantos remolinos; saltaba el agua, espumaba un punto colérica, y después seguía mansa y sesga como de costumbre. En lontananza se descubría extensa vega. Dilatadas praderías, donde pacían vacas y borregos, estaban limitadas al término del horizonte por una línea de chopos verde pálido, muy rectos y agudos, a la manera de los árboles contrahechos de las cajas de juguetes; los mimbrales, en cambio, eran rechonchos y panzones, como bolas de verdor sombrío rodantes por la pradera. Completaba la lejanía la cima de la Montaña Verde, recortándose sobre el cielo con cierta dureza de paisaje flamenco en sus contornos exactos y marcados, de un verde obscuro límpido. A la margen del río se veía bajar y subir el brazo derecho de las lavanderas, como miembro de marioneta movido por resortes, y se oía el plas acompasado de la paleta con que azotaban la ropa. Por el agrio talud de la ribera ascendían lentos carros cargados de arena y casquijo, y cruzaban después el puente, bañado en sudor el tiro, muy despacio, sonando a largos intervalos las campanillas. Pasaban las aldeanas auvernesas, vestidas de colores apagados, la esportilla de paja puesta sobre la blanca escofieta, conduciendo sus vacas, cuyos ubres henchidos de leche se columpiaban al andar, y que, posando una mirada triste en los transeúntes, solían pegar una huida de costado, un trote de diez segundos, tras de lo cual recobraban la resignación de su paso grave. En la esquina del puente, un pobre, decentemente vestido y con trazas de militar, pedía limosna con sólo una inflexión suplicante de la voz y un doliente fruncimiento de cejas. ...

En la línea 848
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Ínterin llegaba el esperado día de asistir a la fiesta nocturna, Pilar se acostumbró a pasar un par de horas en el salón de Damas del Casino, de una a tres de la tarde generalmente. Es el salón de Damas un atractivo más del hermoso edificio donde se reconcentra la animación termal; allí las señoras abonadas al Casino pueden refugiarse, sin temor a invasiones masculinas; allí están en su casa, y son reinas absolutas, tocan el piano, bordan, charlan, y a veces se deslizan hasta el lujo de un sorbete o de alguna confitura o bombón que roen con igual deleite que si fuesen ratoncillos sueltos en un armario de golosinas. Es un harén de moras civilizadas, un gineceo no oculto en la pudorosa sombra del hogar, sino descaradamente implantado en el sitio más público que darse puede. Allí concurrían y se congregaban todos los astros hembras del firmamento de Vichy, y allí encontraba Pilar reunida a la escasa, pero brillante colonia hispano americana; las de Amézaga, Luisa Natal, la condesa de Monteros: y se formaba una especie de núcleo español, si no el más numeroso, tampoco el menos animado y alegre. Mientras alguna rubia inglesa ejecutaba en el piano trozos de música clásica, y las francesas asían de los cabellos la ocasión de lucir primorosas labores de cañamazo, dando en ellas tres puntos por hora, las españolas, más francas, aceptaban la holgazanería completa, dedicándose a hablar y a manejar el abanico. Una magnífica esfera geográfica, colocada al extremo del salón, parecía preguntarse cuál era su objeto y destino en semejante lugar; y en cambio, los retratos de las dos hermanas de Luis XVI, Victoria y Adelaida, damas tradicionales de Vichy, sonreían, empolvada la cabellera, rosadas y benévolas, presidiendo el certamen de frivolidad continua celebrado a honra suya. Eran murmullos como de voleteos de pájaros en pajarera, ruido de risitas semejante a sartas de perlas que caen desgranándose en una copa de cristal, sedoso crujir de países de abanico, estallido seco de varillajes, ruedecillas de sillón que un punto corrían sobre el encerado piso, ruge-ruge de faldas, que parecía estridor de alitas de insecto. Embalsamaban la atmósfera leves auras de gardenia, de vinagre de tocador, de sal inglesa, de perfumería Rimmel. No se veían sino dijes y prendas graciosas abandonadas sobre sillas y mesas; sombrillas largas, de seda, muy recamadas de cordoncillo de oro; cabás y estuches de labor, ya de cuero de Rusia, ya de paja con moños y borlas de estambre; aquí un chal de encaje, allí un pañuelo de batista; acá un ramo de flores que agoniza exhalando su esencia más deliciosa; acullá un velito de moteado tul, y encima las horquillas que sirven para prenderle… El grupo de españolas, capitaneado por Lola Amézaga, que era muy resuelta, tenía cierta independencia e intimidad, bien distinta de la reserva secatona de las inglesas: y aún entre ambos bandos se advertía disimulada hostilidad y recíproco desdén. ...

En la línea 1182
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... En las calles, todo era movimiento y agitación incesante; bonzos que pasaban en procesión, tocando sus monótonos tamboriles; yakuninos, oficiales de la aduana o de la policía; con sombreros puntiagudos incrustados de laca y dos sables en el cinto; soldados vestidos de percalina azul con rayas blancas y armados con fusiles de percusión, hombres de armas del mikado, metidos en su justillo de seda, con loriga y cota de malla, y otros muchos militares de diversas condiciones, porque en el Japón la profesión de soldado es tan distinguida como despreciada en China. Y después, hermanos postulares, peregrinos de larga vestidura, simples paisanos de cabellera suelta, negra como el ébano, cabeza abultada, busto largo, piernas delgadas, estatura baja, tez teñida, desde los sombríos matices cobrizos hasta el blanco mate, pero nunca amarillo como los chinos, de quienes se diferenciaban los japoneses esencialmente. Y, por último, entre carruajes, palanquines, mozos de cuerda, carretillas de velamen, 'norimones' con caja maqueada, 'cangos' (suaves y verdaderas literas de bambú), se veía circular a cortos pasos y con pie hiquito, calzado con zapatos de lienzo, sandalias de paja o zuecos de madera labrada, algunas mujeres poco bonitas, de ojos encogidos, pecho deprimido, dientes ennegrecidos a usanza del día, pero que llevaban con elegancia el traje nacional, llamado 'kimono', especie de bata cruzada con una banda de seda, cuya ancha cintura formaba atrás un extravagante lazo, que las modernas parisienges han copiado, al parecer, de las japonesas. ...


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Errores Ortográficos típicos con la palabra Cabellera

Cómo se escribe cabellera o cabellerra?
Cómo se escribe cabellera o sabellera?
Cómo se escribe cabellera o cavellera?
Cómo se escribe cabellera o cabeyera?

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