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La palabra azules
Cómo se escribe

la palabra azules

La palabra Azules ha sido usada en la literatura castellana en las siguientes obras.
La Barraca de Vicente Blasco Ibañez
La Bodega de Vicente Blasco Ibañez
Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas
La Biblia en España de Tomás Borrow y Manuel Azaña
El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Miguel de Cervantes Saavedra
Viaje de un naturalista alrededor del mundo de Charles Darwin
La Regenta de Leopoldo Alas «Clarín»
A los pies de Vénus de Vicente Blasco Ibáñez
Fortunata y Jacinta de Benito Pérez Galdós
Sandokán: Los tigres de Mompracem de Emilio Salgàri
Veinte mil leguas de viaje submarino de Julio Verne
Grandes Esperanzas de Charles Dickens
Crimen y castigo de Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
Fantina Los miserables Libro 1 de Victor Hugo
Un viaje de novios de Emilia Pardo Bazán
Julio Verne de La vuelta al mundo en 80 días
Por tanto puede ser considerada correcta en Español.
Puedes ver el contexto de su uso en libros en los que aparece azules.

Estadisticas de la palabra azules

Azules es una de las palabras más utilizadas del castellano ya que se encuentra en el Top 5000, en el puesto 3910 según la RAE.

Azules tienen una frecuencia media de 2.38 veces en cada libro en castellano

Esta clasificación se basa en la frecuencia de aparición de la azules en 150 obras del castellano contandose 361 apariciones en total.

Errores Ortográficos típicos con la palabra Azules

Cómo se escribe azules o hazules?
Cómo se escribe azules o azulez?
Cómo se escribe azules o asules?

Más información sobre la palabra Azules en internet

Azules en la RAE.
Azules en Word Reference.
Azules en la wikipedia.
Sinonimos de Azules.


la Ortografía es divertida

Algunas Frases de libros en las que aparece azules

La palabra azules puede ser considerada correcta por su aparición en estas obras maestras de la literatura.
En la línea 793
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Miró con cariño sus ojazos azules, su cara sonrosada cubierta por un vello rubio, y buscó en su memoria quién podría ser este mozo. ...

En la línea 983
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Después salía un lobo a morderla, con un hocico que recordaba vagamente al odiado Pimentó, y reñían los dos animales a dentelladas y salía su padre con un garrote, y ella lloraba como si le soltasen en las espaldas los garrotazos que recibía su pobre perro; y así seguía desbarrando su imaginación, pero viendo siempre en las atropelladas escenas de su ensueño al nieto del tío Tomba, con sus ojos azules y su cara de muchacho cubierta por un vello rubio, que era el primer asomo de la edad viril. ...

En la línea 1961
del libro La Barraca
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Arboles azules sobre campos morados, horizontes amarillos, casas más grandes que los árboles y personas más grandes que las casas; cazadores con escopetas que parecían escobas y majos andaluces, con el trabuco sobre las piernas, montados en briosos corceles, que tenían aspecto de ratas. ...

En la línea 1008
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Y tan borracha como los otros, apoyando su cabeza rubia en una mano, la _Marquesita_ le contemplaba con los ojos entornados; unos ojos azules, cándidos, que parecían no manchados jamás por la nube de un pensamiento impuro. ...

En la línea 1147
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Don Fernando temblaba: sus gafas azules empañábanse turbando la visión de sus ojos. La fría impasibilidad que le había acompañado en los azares de su vida, derretíase ante aquel pequeño cadáver, ligero como una pluma, que acostaba en el lecho de su miseria. Tenía en su gesto y en sus manos algo de sacerdotal, como si la muerte fuese la única injusticia ante la que se prosternaba su cólera de rebelde. ...

En la línea 1299
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... Las muchachas extendíanse por las pendientes, con sus faldas de colores, como un rebaño de ovejas azules y sonrosadas. Los hombres, en camisa y calzoncillos, avanzaban a gatas como corderos blancos. Iban de unas cepas a otras, arrastrando el vientre sobre la tierra caldeada. Los sarmientos esparcían sus pámpanos rojizos y verdes a ras del suelo, y las uvas descansaban en la caliza, que las comunicaba hasta el último instante su generoso calor. ...

En la línea 1553
del libro La Bodega
del afamado autor Vicente Blasco Ibañez
... La mano de Fermín volvió a caer sin rozarla. Fue un relámpago de ferocidad; nada más. Montenegro se reconocía sin derecho para castigar a su hermana. En las nieblas de color de sangre que pasaban ante sus ojos, creyó ver el brillo de las gafas azules de Salvatierra, su sonrisa fría de inmensa bondad. ¿Qué haría el maestro de estar allí?... Perdonar, indudablemente: envolver a la víctima en la conmiseración sin límites que le inspiraban los pecados de los débiles. Además, estaba el vino como principal culpable: el veneno de oro, el diablo de color de ámbar, esparciendo con su perfume la locura y el crimen. ...

En la línea 3791
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Es cierto que su tocado de cazadora le iba de maravilla; tenía un sombrero de fieltro con plumas azules, un corpiño de terciopelo gris perla unido con broches de diamantes, y una falda de satén azul toda bordada de plata. ...

En la línea 5132
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... -Sí, eso es -dijo D'Artagnan -, la historia de la mujer rubia, alta y hermosa, de ojos azules. ...

En la línea 8434
del libro Los tres mosqueteros
del afamado autor Alejandro Dumas
... Nueve días después de la salida de Charente, Milady, completamente pálida por sus penas y su cólera, vela aparecer sólo las costas azules del Finisterre. ...

En la línea 1947
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Era un anciano corpulento, de más que mediana estatura, con el cabello blanco y las facciones algo encendidas; tenía los ojos grandes y azules, y siempre había en ellos, cuando los clavaba en alguien, una expresión de ansiedad, como si esperase recibir noticias importantes. ...

En la línea 2782
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Delicioso frescor subía del agua que, a veces, se embravecía entre las piedras o fluía veloz sobre la blanca arena, o se estancaba con mansedumbre en las pozas azules, de considerable hondura. ...

En la línea 3098
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Delante, como a legua y media de distancia, alzábase la poderosa cordillera divisoria ya mentada; en sus vertientes azules, y en sus quebradas y pintorescas cumbres, se enredaban todavía algunos tenues jirones de la niebla matutina, que los fuertes rayos del sol deshacían con rapidez. ...

En la línea 6265
del libro La Biblia en España
del afamado autor Tomás Borrow y Manuel Azaña
... Distribuída al modo andaluz, tan agradable, tenía un patio pavimentado con pequeñas losas de mármol azules y blancas. ...

En la línea 1035
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Pero vuelve los ojos a estotra parte y verás delante y en la frente destotro ejército al siempre vencedor y jamás vencido Timonel de Carcajona, príncipe de la Nueva Vizcaya, que viene armado con las armas partidas a cuarteles, azules, verdes, blancas y amarillas, y trae en el escudo un gato de oro en campo leonado, con una letra que dice: Miau, que es el principio del nombre de su dama, que, según se dice, es la sin par Miulina, hija del duque Alfeñiquén del Algarbe; el otro, que carga y oprime los lomos de aquella poderosa alfana, que trae las armas como nieve blancas y el escudo blanco y sin empresa alguna, es un caballero novel, de nación francés, llamado Pierres Papín, señor de las baronías de Utrique; el otro, que bate las ijadas con los herrados carcaños a aquella pintada y ligera cebra, y trae las armas de los veros azules, es el poderoso duque de Nerbia, Espartafilardo del Bosque, que trae por empresa en el escudo una esparraguera, con una letra en castellano que dice así: Rastrea mi suerte. ...

En la línea 1044
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... Diole voces Sancho, diciéndole: -¡Vuélvase vuestra merced, señor don Quijote, que voto a Dios que son carneros y ovejas las que va a embestir! ¡Vuélvase, desdichado del padre que me engendró! ¿Qué locura es ésta? Mire que no hay gigante ni caballero alguno, ni gatos, ni armas, ni escudos partidos ni enteros, ni veros azules ni endiablados. ...

En la línea 5971
del libro El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha
del afamado autor Miguel de Cervantes Saavedra
... -Son -respondió Sancho- las dos verdes, las dos encarnadas, las dos azules, y la una de mezcla. ...

En la línea 767
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... Decide el capitán Fitz-Roy dejar el estrecho de Magallanes por el de la Magdalena, descubierto poco tiempo hace. Nos dirigimos directamente al sur, siguiendo ese sombrío embudo a que ya me he referido y que he dicho que parecía conducir a otro mundo más terrible que este. El viento es bueno, pero hay mucha bruma, por lo que no distinguimos el paisaje sino de tarde en tarde. Gruesas nubes, negras, pasan con rapidez sobre las montañas, cubriéndolas casi desde la base al vértice. Las pocas que distinguimos entre las masas negras nos interesan mucho: vértices recortados, conos de nieve, ventisqueros azules, siluetas que se destacan sobre un cielo de color lúgubre, aparecen a diferentes alturas y distancias. En medio de estos cuadros echamos el ancla en el cabo Turu, cerca del monte Sarmiento, oculto entonces por las nubes. En la base de los altos y casi perpendiculares acantilados que rodean la pequeña bahía en que nos encontramos, nos recuerda una choza (wigwam) abandonada que en ocasiones habita el hombre estas egiones desoladas. ...

En la línea 2591
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... las siete de la mañana está este valle lleno de vapores azules que, aunque perjudican al efecto general del panorama, hacen parecer todavía más grande la profundidad a que se encuentra la selva que se extiende a nuestros pies ...

En la línea 2917
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... tos últimos se han formado mientras ha permanecido estacionario el suelo, o, si hemos de dar crédito a la presencia frecuente de restos orgánicos levantados, mientras que el terreno se elevaba lentamente; por el contrario, los attols y arrecifes-barreras se han formado durante un movimiento de depresión, que ha debido ser muy gradual, y respecto de los attols bastante grande, como para hacer desaparecer todos los vértices de las montañas en un espacio considerable. ve en ese mapa que los arrecifes teñidos de azul claro u oscuro, producidos por el mismo género de movimiento, se encuentran, por común, bastante próximos unos a otros. nota, además, que las áreas que llevan trazos de los dos tintes azules tienen mucha extensión, y que están situadas muy lejos de las largas líneas de costas teñidas de rojo ...

En la línea 2919
del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo
del afamado autor Charles Darwin
... ... eno es indicar que casi en todas partes donde se aproximan los círculos rojos y azules puedo probar que hubo oscilaciones de nivel; porque, en este caso, los círculos rojos representan attols formados primitivamente .durante un movimiento de descenso, pero que se han levantado luego; por otra parte, algunas de las islas marcadas de azul pálido están formadas por rocas de coral que han debido ser levantadas a la altura actual, antes del movimiento descendente que permitió la formación de los arrecifes-barreras que la rodean. ...

En la línea 4880
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... Los ojos azules, claros, sin expresión, muy abiertos, de doña Paula, alejaban la posibilidad de toda sospecha; por los ojos se le conocía que no toleraba que se pusiese en tela de juicio la pureza de costumbres de su hijo y la inocencia de su sueño; ni al mismo Provisor le hubiera consentido media palabra de protesta, ni una leve objeción en nombre del qué dirán. ...

En la línea 5466
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... No había estera ni alfombra, a no contar la que rendía homenaje al sofá; era de moqueta y representaba un canastillo de rosas encarnadas, verdes y azules. ...

En la línea 6023
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... El Magistral reconoció la voz de Visita que gritaba: —¡Pues no señor! no son azules. ...

En la línea 6024
del libro La Regenta
del afamado autor Leopoldo Alas «Clarín»
... —Sí, señora, azules con listas blancas —respondía Paco, batiendo palmas. ...

En la línea 129
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... El zaguán era enorme. Las antiguas carrozas podían dar vuelta dentro de él; pero hacia muchos años que no trotaban sobre su pavimento de piedras azules otros animales que una familia de gatos rojos y negros, mantenidos por las criadas del canónigo, para que diesen la guerra a las innumerables ratas emboscadas en los estantes de libros y manuscritos. ...

En la línea 896
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... —Es justo reconocer que Rodrigo de Borja mostró al principio un afecto sincero por Fernando e Isabel reyes de origen no muy legítimo, a los que había ayudado en sus primeros años de matrimonio, cuando no eran más que príncipes. Después de la toma de Granada, apenas ascendido al Papado, les dio el título de Reyes Católicos, que aún usan los actuales monarcas españoles. Todo lo que le pedía don Fernando se apresuraba a concederlo, entre otras cosas, los maestrazgos de las Ordenes militares, regalo que representaba cuantiosas rentas. En realidad, el Papa Borgia dio a los Reyes Católicos más que éstos a él. Las exigencias continuas de Fernando fueron causa de que el Pontífice, aconsejado por su hijo César, se inclinase finalmente al lado del rey de Francia, más atento con su persona y con los suyos. En los primeros tiempos de su Pontificado admiraba a Isabel la Católica corno una de las damas más hermosas y prudentes de aquella época. Aficionada a trajes costosos y ricas alhajas, era, sin embargo, de una virtud escrupulosa, exagerándola hasta la austeridad. Cuando su marido estaba ausente, aunque sólo fuese por una noche, hacía colocar su lecho en un gran salón, durmiendo rodeada de sus hijos y las damas de Palacio, encargadas de velar el sueño de los reyes, que recibían el titulo de cobíjeras. Así se ponía a cubierto de maliciosas suposiciones en aquel tiempo de grandes escándalos. Todos los héroes de la guerra contra los moros estaban enamorados de doña Isabel, románticamente sin esperanza y sin carnales deseos. Tenían por dama de sus pensamientos a esta reina de rublo indiscutible, con ojos azules, grandes y tranquilos. ...

En la línea 1281
del libro A los pies de Vénus
del afamado autor Vicente Blasco Ibáñez
... La última fiesta era una corrida de toros en los jardines del Vaticano, a la que asistían más de diez mil personas. Avanzaba el cardenal de Valencia al frente de su cuadrilla compuesta de doce jinetes, llevando un traje a la morisca, como los sarracenos españoles, compuesto de marlota de raso, blanca y roja, que doña Sancha había bordado de oro, bonete carmesí con penacho, borceguíes azules y una espada forjada expresamente para dicha fiesta. Iba montado en un caballo blanco con ricos jaeces y blandía en su diestra un lanzón, regalo también de doña Sancha. Doce mozos vestidos de raso amarillo y terciopelo carmesí marchaban a pie delante de él. ...

En la línea 267
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Jacinta estaba contenta, y su marido también, a pesar de la melancolía llorona del paisaje; pero como había otros viajeros en el vagón, los recién casados no podían entretener el tiempo con sus besuqueos y tonterías de amor. Al llegar, los dos se reían de la formalidad con que habían hecho aquel viaje, pues la presencia de personas extrañas no les dejó ponerse babosos. En Barcelona estuvo Jacinta muy distraída con la animación y el fecundo bullicio de aquella gran colmena de hombres. Pasaron ratos muy dichosos visitando las soberbias fábricas de Batlló y de Sert, y admirando sin cesar, de taller en taller, las maravillosas armas que ha discurrido el hombre para someter a la Naturaleza. Durante tres días, la historia aquella del huevo crudo, la mujer seducida y la familia de insensatos que se amansaban con orgías, quedó completamente olvidada o perdida en un laberinto de máquinas ruidosas y ahumadas, o en el triquitraque de los telares. Los de Jacquard con sus incomprensibles juegos de cartones agujereados tenían ocupada y suspensa la imaginación de Jacinta, que veía aquel prodigio y no lo quería creer. ¡Cosa estupenda! «Está una viendo las cosas todos los días, y no piensa en cómo se hacen, ni se le ocurre averiguarlo. Somos tan torpes, que al ver una oveja no pensamos que en ella están nuestros gabanes. ¿Y quién ha de decir que las chambras y enaguas han salido de un árbol? ¡Toma, el algodón! ¿Pues y los tintes? El carmín ha sido un bichito, y el negro una naranja agria, y los verdes y azules carbón de piedra. Pero lo más raro de todo es que cuando vemos un burro, lo que menos pensamos es que de él salen los tambores. ¿Pues, y eso de que las cerillas se saquen de los huesos, y que el sonido del violín lo produzca la cola del caballo pasando por las tripas de la cabra?». ...

En la línea 808
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Iba Jacinta tan pensativa, que la bulla de la calle de Toledo no la distrajo de la atención que a su propio interior prestaba. Los puestos a medio armar en toda la acera desde los portales a San Isidro, las baratijas, las panderetas, la loza ordinaria, las puntillas, el cobre de Alcaraz y los veinte mil cachivaches que aparecían dentro de aquellos nichos de mal clavadas tablas y de lienzos peor dispuestos, pasaban ante su vista sin determinar una apreciación exacta de lo que eran. Recibía tan sólo la imagen borrosa de los objetivos diversos que iban pasando, y lo digo así, porque era como si ella estuviese parada y la pintoresca vía se corriese delante de ella como un telón. En aquel telón había racimos de dátiles colgados de una percha; puntillas blancas que caían de un palo largo, en ondas, como los vástagos de una trepadora, pelmazos de higos pasados, en bloques, turrón en trozos como sillares que parecían acabados de traer de una cantera; aceitunas en barriles rezumados; una mujer puesta sobre una silla y delante de una jaula, mostrando dos pajarillos amaestrados, y luego montones de oro, naranjas en seretas o hacinadas en el arroyo. El suelo intransitable ponía obstáculos sin fin, pilas de cántaros y vasijas, ante los pies del gentío presuroso, y la vibración de los adoquines al paso de los carros parecía hacer bailar a personas y cacharros. Hombres con sartas de pañuelos de diferentes colores se ponían delante del transeúnte como si fueran a capearlo. Mujeres chillonas taladraban el oído con pregones enfáticos, acosando al público y poniéndole en la alternativa de comprar o morir. Jacinta veía las piezas de tela desenvueltas en ondas a lo largo de todas las paredes, percales azules, rojos y verdes, tendidos de puerta en puerta, y su mareada vista le exageraba las curvas de aquellas rúbricas de trapo. De ellas colgaban, prendidas con alfileres, toquillas de los colores vivos y elementales que agradan a los salvajes. En algunos huecos brillaba el naranjado que chilla como los ejes sin grasa; el bermellón nativo, que parece rasguñar los ojos; el carmín, que tiene la acidez del vinagre; el cobalto, que infunde ideas de envenenamiento; el verde de panza de lagarto, y ese amarillo tila, que tiene cierto aire de poesía mezclado con la tisis, como en la Traviatta. Las bocas de las tiendas, abiertas entre tanto colgajo, dejaban ver el interior de ellas tan abigarrado como la parte externa, los horteras de bruces en el mostrador, o vareando telas, o charlando. Algunos braceaban, como si nadasen en un mar de pañuelos. El sentimiento pintoresco de aquellos tenderos se revela en todo. Si hay una columna en la tienda la revisten de corsés encarnados, negros y blancos, y con los refajos hacen graciosas combinaciones decorativas. ...

En la línea 2285
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... En el arreglo de esta crujía para convertirla en templo interino, manifestábase el buen deseo, la pulcritud y la inocencia artística de las excelentes señoras que componían la comunidad. Las paredes estaban estucadas, como las de nuestras alcobas, porque este es un género de decoración barato en Madrid y sumamente favorable a la limpieza. En el fondo estaba el altar, que era, ya se sabe, blanco y oro, de un estilo tan visto y tan determinado, que parece que viene en los figurines. A derecha e izquierda, en cromos chillones de gran tamaño, los dos Sagrados Corazones, y sobre ellos se abrían dos ventanas enjutísimas, terminadas por arriba en corte ojival, con vidrios blancos, rojos y azules, combinados en rombo, como se usan en las escaleras de las casas modernas. ...

En la línea 2609
del libro Fortunata y Jacinta
del afamado autor Benito Pérez Galdós
... Y observó que Mauricia traía unos zapatos muy bonitos de cuero amarillo, atados con cordones azules terminados en madroños. ...

En la línea 54
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... —¡Destino que me empujas hacia allá —dijo al cabo de algunos instantes de contemplación—, dime si esa mujer de ojos azules y cabellos de oro que todas las noches viene a turbar mi sueño será mi perdición! Lentamente descendió por una estrecha escalera abierta en la roca que conducía a la playa. Abajo lo esperaba Yáñez. ...

En la línea 291
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Era un europeo, a juzgar por el color de su piel. Parecía tener unos cincuenta años, era de alta estatura, ojos azules, y en sus modales se advertía el hábito del mando. ...

En la línea 321
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... Era una jovencita de diecisiete años, de estatura pequeña, pero muy esbelta y elegante, con la cintura tan estrecha que una sola mano suya podía abarcarla. Su piel era rosada y fresca como rosa recién abierta, sus ojos azules como las aguas del mar, sus rubios cabellos parecían una lluvia de oro. ...

En la línea 362
del libro Sandokán: Los tigres de Mompracem
del afamado autor Emilio Salgàri
... No perdió su pasión por las armas y por los ejercicios violentos y recorría a caballo los bosques persiguiendo tigres, o se arrojaba intrépidamente en las azules olas del mar malayo. Con mucha frecuencia se la veía en los lugares donde reinaban el infortunio y la miseria, socorriendo a todos los indígenas de los alrededores. ...

En la línea 1001
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Ante tan espléndido espectáculo, Conseil se había detenido como yo. Evidentemente, en presencia de esas muestras de zoófitos y moluscos, el buen muchacho se dedicaba, como de costumbre, al placer de la clasificación. Pólipos y equinodermos abundaban en el suelo. Los isinos variados; las cornularias que viven en el aislamiento; racimos de oculinas vírgenes, en otro tiempo designadas con el nombre de «coral blanco»; las fungias erizadas en forma de hongos; las anémonas, adheridas por su disco muscular, semejaban un tapiz de flores esmaltado de porpites adornadas con su gorguera de tentáculos azulados; de estrellas de mar que constelaban la arena y de asterofitos verrugosos, finos encajes que se diría bordados por la mano de las náyades y cuyos festones se movían ante las ondulaciones provocadas por nuestra marcha. Sentía un verdadero pesar al tener que aplastar bajo mis pies los brillantes especímenes de moluscos que por millares sembraban el suelo: los peines concéntricos; los martillos; las donáceas, verdaderas conchas saltarinas; los trocos; los cascos rojos; los estrombos ala de-ángel; las afisias y tantos otros productos de este inagotable océano. Pero había que seguir andando y continuamos hacia adelante, mientras por encima de nuestras cabezas bogaban tropeles de fisalias con sus tentáculos azules flotando detrás como una estela, y medusas, cuyas ombrelas opalinas o rosáceas festoneadas por una raya azul nos «abrigaban» de los rayos solares, y pelagias noctilucas que, en la oscuridad, habrían sembrado nuestro camino de resplandores fosforescentes. ...

En la línea 1046
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Se izaron las redes a bordo. Eran redes de barredera, semejantes a las usadas en las costas normandas, amplias bolsas mantenidas entreabiertas por una verga flotante y una cadena pasada por las mallas inferiores. Esas redes, así arrastradas, barrían el fondo del mar y recogían todos sus productos a su paso. Aquel día subieron curiosas muestras de aquellos fondos abundantes en pesca: pejesapos, a los que sus cómicos movimientos les han valido el calificativo de histriones; los peces negros de Commerson, provistos de sus antenas; balistes ondulados, rodeados de fajas rojas; tetrodones, cuyo veneno es extremadamente sutil; algunas lampreas oliváceas; macrorrincos, cubiertos de escamas plateadas; triquiuros, cuya potencia eléctrica es igual a la del gimnoto y del torpedo; notópteros escamosos, con fajas pardas transversales; gádidos verdosos; diferentes variedades de gobios, y, finalmente, algunos peces de más amplias proporciones; un pámpano de prominente cabeza y de una longitud de casi un metro; varios escómbridos, entre ellos algunos bonitos, ornados de colores azules y plateados, y tres magníficos atunes a los que la rapidez de su marcha no había podido salvar de la red. ...

En la línea 1924
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Numerosos eran también los peces, y muchos de ellos muy notables. Las redes del Nautilus subían frecuentemente a bordo rayas, entre ellas unas de forma ovalada y de color ladrilloso, con el cuerpo lleno de manchas azules desiguales, reconocibles por su doble aguijón dentado; arnacks de dorso plateado; pastinacas de cola en forma de sierra; mantas de dos metros de largo que ondulaban entre las aguas; aodontes, así llamados por su absoluta carencia de dientes, cartilaginosos próximos a los escualos; ostracios dromedarios, cuya giba terminaba en un aguijón curvado de un pie y medio de longitud; ofidios, verdaderas murenas de cola plateada, lomo azulado y pectorales oscuros bordeados por una estría grisácea; un escómbrido parecido al rodaballo, listado de rayas de oro y ornado de los tres colores de Francia; soberbios carángidos, decorados con siete bandas transversales de un negro magnífico, de azules y amarillos en las aletas, y de escamas de oro y plata; centropodos; salmonetes rojizos y dorados con la cabeza amarilla; escaros, labros, balistes, gobios, etc., y muchos otros comunes a los océanos que habíamos atravesado ya. ...

En la línea 1924
del libro Veinte mil leguas de viaje submarino
del afamado autor Julio Verne
... Numerosos eran también los peces, y muchos de ellos muy notables. Las redes del Nautilus subían frecuentemente a bordo rayas, entre ellas unas de forma ovalada y de color ladrilloso, con el cuerpo lleno de manchas azules desiguales, reconocibles por su doble aguijón dentado; arnacks de dorso plateado; pastinacas de cola en forma de sierra; mantas de dos metros de largo que ondulaban entre las aguas; aodontes, así llamados por su absoluta carencia de dientes, cartilaginosos próximos a los escualos; ostracios dromedarios, cuya giba terminaba en un aguijón curvado de un pie y medio de longitud; ofidios, verdaderas murenas de cola plateada, lomo azulado y pectorales oscuros bordeados por una estría grisácea; un escómbrido parecido al rodaballo, listado de rayas de oro y ornado de los tres colores de Francia; soberbios carángidos, decorados con siete bandas transversales de un negro magnífico, de azules y amarillos en las aletas, y de escamas de oro y plata; centropodos; salmonetes rojizos y dorados con la cabeza amarilla; escaros, labros, balistes, gobios, etc., y muchos otros comunes a los océanos que habíamos atravesado ya. ...

En la línea 350
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... — ¡Magnífico, Pip! - exclamó abriendo cuanto pudo sus azules ojos -. ¡Cuánto sabes! ¿Lo has hecho tú? ...

En la línea 622
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Pero cuando vi que Joe abría sus azules ojos y miraba a todos lados con el mayor asombro, los remordimientos se apoderaron de mí; pero eso tan sólo ocurría mientras le miraba a él y no cuando fijaba mi vista en los demás. Con respecto a Joe, y tan sólo al pensar en él, me consideraba a mí mismo un monstruo en tanto que los tres discutían las ventajas que podría reportarme el favor y el conocimiento de la señorita Havisham. No tenían la menor duda de que ésta «haría algo» por mí; sus dudas se referían tan sólo a la manera de hacer este «algo». Mi hermana aseguraba que recibiría dinero. El señor Pumblechook creía, más bien, que como premio se me pondría de aprendiz en algún comercio agradable, por ejemplo en el de cereales y semillas. En cuanto a Joe, discrepó de los dos al sugerir que quizá me regalara uno de los perros que se pelearon por las costillas de ternera. ...

En la línea 1119
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Sin embargo, se había mejorado mucho su genio, y a la sazón se mostraba paciente. Una trémula incertidumbre de acción en todos sus miembros fue pronto una parte de su estado regular, y luego, a intervalos de dos o tres meses, solía llevarse las manos a la cabeza y, a veces, permanecía por espacio de una semana sumida en alguna aberración mental. Estábamos muy preocupados por encontrar una enfermera conveniente destinada a ella, hasta que por una casualidad hallamos lo que buscábamos. La tía abuela del señor Wopsle quedó por fin sumida en el sueño eterno, y así Biddy vino a formar parte de nuestra familia. Cosa de un mes después de la reaparición de mi hermana en la cocina, Biddy llegó a nuestra casa con una cajita moteada que contenía todos sus efectos y fue desde entonces una verdadera bendición para la casa y especialmente para Joe, pues el pobre muchacho estaba muy apenado por la constante contemplación de la ruina en que se había convertido su mujer y había tomado la costumbre, cuando la cuidaba, de volver a cada momento hacia mí para decirme con los azules ojos humedecidos por las lágrimas: ...

En la línea 2029
del libro Grandes Esperanzas
del afamado autor Charles Dickens
... Alejándome de la puerta del Temple en cuanto hube leído este aviso, me encaminé hacia la calle Fleet, en donde tomé un coche de punto, retrasado, y en él me hice llevar a Hummums, en Covent Garden. En aquellos tiempos, siempre se podía encontrar allí una cama a cualquier hora de la noche, y el vigilante me 175 dejó entrar inmediatamente, entregándome la primera bujía de la fila que había en un estante, y me acompañó a la primera de las habitaciones todavía desocupadas. Era una especie de bóveda en el sótano de la parte posterior, ocupada por una cama de cuatro patas parecida a un monstruo despótico, pues se había situado en el centro y una de sus patas estaba en la chimenea y otra en la puerta de entrada, sin contar con que tenía acorralado en un rincón al mísero lavabo. Como yo había pedido luz para toda la noche, el vigilante, antes de dejarme solo, me trajo la buena, vieja y constitucional bujía de médula de junco bañada en cera que se usaba en aquellos tiempos virtuosos - un objeto parecido al fantasma de un bastón que instantáneamente se rompía en cuanto se tocaba, en cuyo caso ya no se podía encender y que se condenaba al más completo aislamiento, en el fondo de una alta torre de hojalata, provista de numerosos agujeros redondos, la cual proyectaba curiosos círculos de luz en las paredes. - Cuando me metí en cama y estuve tendido en ella, con los pies doloridos, cansado y triste, observé que no podía pegar los ojos ni conseguir que los cerrara aquel estúpido Argos. Y, así, en lo más profundo y negro de la noche, estábamos los dos mirándonos uno a otro. ¡Qué noche tan triste! ¡Cuán llena de ansiedades y de dolor y qué interminable! En la estancia reinaba un olor desagradable de hollín frío y de polvo caliente, y cuando miraba a los rincones del pabellón que había sobre mi cabeza me pregunté cuántas moscas azules procedentes de la carnicería y cuántas orugas debían de estar invernando allí en espera de la primavera. Entonces temí que algunos de aquellos insectos se cayeran sobre mi cara, idea que me dió mucho desasosiego y que me hizo temer otras aproximaciones más desagradables todavía a lo largo de mi espalda. Cuando hube permanecido despierto un rato, hiciéronse oír aquellas voces extraordinarias de que está lleno el silencio. El armario murmuraba, suspiraba la chimenea, movíase el pequeño lavabo, y una cuerda de guitarra, oculta en el fondo de algún cajón, dejaba oír su voz. Al mismo tiempo adquirían nueva expresión los ojos de luz que se proyectaban en las paredes, y en cada uno de aquellos círculos amarillentos me parecía ver escritas las palabras: «No vaya a su casa.» Cualesquiera que fuesen las fantasías nocturnas que me asaltaban o los ruidos que llegaban a mis oídos, nada podía borrar las palabras: «No vaya a su casa.» Ellas se entremezclaban en todos mis pensamientos, como habría hecho cualquier dolor corporal. Poco tiempo antes había leído en los periódicos que un caballero desconocido fue a pasar la noche a casa de Hummums y que, después de acostarse, se suicidó, de manera que a la mañana siguiente lo encontraron bañado en su propia sangre. Me imaginé que tal vez habría ocupado aquella misma bóveda, y a tanto llegó la aprensión, que me levanté para ver si descubría alguna mancha rojiza; luego abrí la puerta para mirar al corredor y para reanimarme contemplando el resplandor de una luz lejana, cerca de la cual me constaba que dormitaba el sereno. Pero, mientras tanto, no dejaba de preguntarme qué habría ocurrido en mi casa, cuándo volvería a ella y si Provis estaba sano y salvo en la suya. Estas preguntas ocupaban de tal manera mi imaginación, que yo mismo habría podido suponer que no me dejaba lugar para otras preocupaciones. Y hasta cuando pensaba en Estella, en nuestra despedida, que fue ya para siempre, y mientras recordaba todas las circunstancias de nuestra separación, así como todas sus miradas, los distintos tonos de su voz y los movimientos de sus dedos mientras hacía calceta, aun entonces me sentía perseguido por las palabras: «No vaya a su casa.» Cuando, por fin, ya derrengado, me adormecí, aquella frase se convirtió en un verbo que no tenía más remedio que conjugar. Modo indicativo, tiempo presente. «No vayas a casa. No vaya a casa. No vayamos a casa. No vayáis a casa. No vayan a casa.» Luego lo conjugaba con otros verbos auxiliares, diciendo: «No puedo, ni debo, ni quiero ir a casa», hasta que, sintiéndome aturrullado, di media vuelta sobre la almohada y me quedé mirando los círculos de luz de la pared. Había avisado para que me llamasen a las siete, porque, evidentemente, tenía que ver a Wemmick antes que a nadie más, y también era natural que me encaminase a Walworth, pues era preciso conocer sus opiniones particulares, que solamente expresaba en aquel lugar. Fue para mí un alivio levantarme y abandonar aquella estancia en que había pasado tan horrible noche, y no necesité una segunda llamada para saltar de la cama. A las ocho de la mañana se me aparecieron las murallas del castillo. Como en aquel momento entrara la criadita con dos panecillos calientes, en su compañía atravesé el puente, y así llegamos sin ser anunciados a presencia del señor Wemmick, que estaba ocupado en hacer té para él y para su anciano padre. Una puerta abierta dejaba ver a éste, todavía en su cama. - ¡Hola, señor Pip! ¿Por fin fue usted a su casa? - No, no fui a casa. - Perfectamente - dijo frotándose las manos. - Dejé una carta para usted en cada una de las puertas del Temple, para tener la seguridad de que recibiría una de ellas. ¿Por qué puerta entró usted? Se lo dije. 176 - Durante el día recorreré las demás para destruir las otras cartas - dijo Wemmick. - Es una precaución excelente no dejar pruebas escritas, si se puede evitar, porque nadie sabe el paradero que pueden tener. Voy a tomarme una libertad con usted. ¿Quiere hacerme el favor de asar esta salchicha para mi padre? Le contesté que lo haría con el mayor gusto. - Pues entonces, María Ana, puedes ir a ocuparte en tus quehaceres - dijo Wemmick a la criadita. - Así nos quedamos solos y sin que nadie pueda oírnos, ¿no es verdad, señor Pip? - añadió haciéndome un guiño en cuanto la muchacha se alejó. Le di las gracias por sus pruebas de amistad y por su previsión y empezamos a hablar en voz baja, mientras yo asaba la salchicha y él ponía manteca en el pan del anciano. - Ahora, señor Pip - dijo Wemmick, - ya sabe usted que nos entendemos muy bien. Estamos aquí hablando particularmente, y antes de hoy ya nos hemos relacionado para llevar a cabo asuntos confidenciales. Los sentimientos oficiales son una cosa. Aquí obramos y hablamos extraoficialmente. Asentí con toda cordialidad, pero estaba tan nervioso que, sin darme cuenta, dejé que la salchicha del anciano se convirtiese en una antorcha, de manera que tuve que soplar para apagarla. -Ayer mañana me enteré por casualidad-dijo Wemmick, - mientras me hallaba en cierto lugar a donde le llevé una vez… Aunque sea entre los dos, es mejor no mencionar nombre alguno si es posible. - Es mucho mejor – dije. - Ya lo comprendo. - Oí por casualidad, ayer por la mañana - prosiguió Wemmick, - que cierta persona algo relacionada con los asuntos coloniales y no desprovista de objetos de valor fácilmente transportables, aunque no sé quién puede ser en realidad, y si le parece tampoco nombraremos a esa persona… - No es necesario - dije. - Había causado cierta sensación en determinada parte del mundo, adonde va bastante gente, desde luego no a gusto suyo muchas veces y siempre con gastos a cargo del gobierno… Como yo observaba su rostro con la mayor fijeza, convertí la salchicha en unos fuegos artificiales, lo cual atrajo, naturalmente, mi atención y la del señor Wemmick. Yo le rogué que me dispensara. - Causó, como digo, cierta sensación a causa de su desaparición, sin que se oyese hablar más de él. Por esta causa - añadió Wemmick - se han hecho conjeturas y se han aventurado opiniones. También he oído decir que se vigilaban sus habitaciones en Garden Court, Temple, y que posiblemente continuarían vigiladas. - ¿Por quién? - pregunté. - No entraré en estos detalles - dijo evasivamente Wemmick, - porque eso comprometería mis responsabilidades oficiales. Lo oí, como otras veces he oído cosas muy curiosas, en el mismo sitio. Fíjese en que no son informes recibidos, sino que tan sólo me enteré por haberlo oído. Mientras hablaba me quitó el tenedor que sostenía la salchicha y puso con el mayor esmero el desayuno del anciano en una bandeja. Antes de servírselo entró en el dormitorio con una servilleta limpia que ató por debajo de la barba del anciano; le ayudó a sentarse en la cama y le ladeó el gorro de dormir, lo cual le dio un aspecto de libertino. Luego le puso delante el desayuno, con el mayor cuidado, y dijo: - ¿Está usted bien, padre? - ¡Está bien, John, está bien! - contestó el alegre anciano. Y como parecía haberse establecido la inteligencia tácita de que el anciano no estaba presentable y, por consiguiente, había que considerarle como invisible, yo fingí no haberme dado cuenta de nada de aquello. - Esta vigilancia de mi casa, que en una ocasión ya sospeché - dije a Wemmick en cuanto volvió a mi lado, - es inseparable de la persona a quien se ha referido usted, ¿no es verdad? Wemmick estaba muy serio. - Por las noticias que tengo, no puedo asegurarlo. Es decir, que no puedo asegurar que ya ha sido vigilado. Pero lo está o se halla en gran peligro de serlo. Observando que se contenía en su fidelidad a Little Britain a fin de no decir todo lo que sabía, y como, con el corazón agradecido, yo comprendía cuánto se apartaba de sus costumbres al darme cuenta de lo que había oído, no quise violentarle preguntándole más. Pero después de meditar un poco ante el fuego, le dije que me gustaría hacerle una pregunta, que podía contestar o no, según le pareciese mejor, en la seguridad de que su decisión sería la más acertada. Interrumpió su desayuno, cruzó los brazos y, cerrando las manos sobre las mangas de la camisa (pues su idea de la comodidad del hogar le hacía quitarse la chaqueta en cuanto estaba en casa), movió afirmativamente la cabeza para indicarme que esperaba la pregunta. - ¿Ha oído usted hablar de un hombre de mala nota, cuyo nombre verdadero es Compeyson? Contestó con otro movimiento de cabeza. - ¿Vive? 177 Afirmó de nuevo. - ¿Está en Londres? Hizo otro movimiento afirmativo, comprimió el buzón de su boca y, repitiendo su muda respuesta, continuó comiendo. - Ahora - dijo luego, - puesto que ya ha terminado el interrogatorio - y repitió estas palabras para que me sirviesen de advertencia, - voy a darle cuenta de lo que hice, en consideración de lo que oí. Fui en busca de usted a Garden Court y, como no le hallara, me encaminé a casa de Clarriker a ver a Herbert. - ¿Lo encontró usted? - pregunté con la mayor ansiedad. - Lo encontré. Sin mencionar nombres ni dar detalles, le hice comprender que si estaba enterado de que alguien, Tom, Jack o Richard, se hallaba en las habitaciones de ustedes o en las cercanías, lo mejor que podría hacer era aconsejar a Tom, Jack o Richard que se alejase durante la ausencia de usted. - Debió de quedarse muy apurado acerca de lo que tendría que hacer. - Estaba apurado. Además, le manifesté mi opinión de que, en estos momentos, no sería muy prudente alejar demasiado a Tom, Jack o Richard. Ahora, señor Pip, voy a decirle una cosa. En las circunstancias actuales, no hay nada como una gran ciudad una vez ya se está en ella. No se precipiten ustedes. Quédense tranquilos, en espera de que mejoren las cosas, antes de aventurar la salida, incluso en busca de los aires extranjeros. Le di las gracias por sus valiosos consejos y le pregunté qué había hecho Herbert. - El señor Herbert - dijo Wemmick, - después de estar muy apurado por espacio de media hora, encontró un plan. Me comunicó en secreto que corteja a una joven, quien, como ya sabrá usted, tiene a su padre en cama. Este padre, que se dedicó al aprovisionamiento de barcos, está en una habitación desde cuya ventana puede ver las embarcaciones que suben y bajan por el río. Tal vez ya conoce usted a esa señorita. - Personalmente, no - le contesté. La verdad era que ella me consideró siempre un compañero demasiado costoso, que no hacía ningún bien a Herbert, de manera que cuando éste le propuso presentarme a ella, la joven acogió la idea con tan poco calor, que su prometido se creyó obligado a darme cuenta del estado del asunto, indicando la conveniencia de dejar pasar algún tiempo antes de insistir. Cuando empecé a mejorar en secreto el porvenir de Herbert, pude tomar filosóficamente este pequeño contratiempo; por su parte, tanto él como su prometida no sintieron grandes deseos de introducir a una tercera persona en sus entrevistas; y así, aunque se me dijo que había progresado mucho en la estimación de Clara, y aunque ésta y yo habíamos cambiado algunas frases amables y saludos por medio de Herbert, yo no la había visto nunca. Sin embargo, no molesté a Wemmick con estos detalles. - Parece que la casa en cuestión - siguió diciendo Wemmick - está junto al río, entre Limehouse y Greenwich; cuida de ella una respetable viuda, que tiene un piso amueblado para alquilar. El señor Herbert me dijo todo eso, preguntándome qué me parecía el lugar en cuestión como albergue transitorio para Tom, Jack o Richard. Creí muy acertado el plan, por tres razones que comunicaré a usted. Primera: está separado de su barrio y también de los sitios cruzados por muchas calles, grandes o pequeñas. Segunda: sin necesidad de ir usted mismo, puede estar al corriente de lo que hace Tom, Jack o Richard, por medio del señor Herbert. Tercera: después de algún tiempo, y cuando parezca prudente, en caso de que quiera embarcar a Tom, Jack o Richard en un buque extranjero, lo tiene usted precisamente a la orilla del río. Muy consolado por aquellas consideraciones, di efusivas gracias a Wemmick y le rogué que continuase. - Pues bien. El señor Herbert se ocupó del asunto con la mayor decisión, y a las nueve de la noche pasada trasladó a Tom, Jack o Richard, quien sea, pues ni a usted ni a mí nos importa, y logró un éxito completo. En las habitaciones que ocupaba se dijo que le llamaban desde Dover, y, en realidad, tomaron tal camino, para torcer por la próxima esquina. Otra gran ventaja en todo eso es que se llevó a cabo sin usted, de manera que si alguien seguía los pasos de usted le constará que se hallaba a muchas millas de distancia y ocupado en otros asuntos. Esto desvía las sospechas y las confunde; por la misma razón le recomendé que no fuese a su casa en caso de regresar anoche. Esto complica las cosas, y usted necesita, precisamente, que haya confusión. Wemmick, que había terminado su desayuno, consultó su reloj y fue en busca de su chaqueta. - Y ahora, señor Pip - dijo con las manos todavía posadas sobre las mangas de la camisa, - probablemente he hecho ya cuanto me ha sido posible; pero si puedo hacer algo más, desde luego, de un modo personal y particular, tendré el mayor gusto en ello. Aquí están las señas. No habrá ningún inconveniente en que vaya usted esta noche a ver por sí mismo que Tom, Jack o Richard esta bien y en seguridad, antes de irse a su propia casa, lo cual es otra razón para que ayer noche no fuera a ella. Pero en cuanto esté en su propio domicilio, no vuelva más por aquí. Ya sabe usted que siempre es bien venido, señor Pip - añadió separando 178 las manos de las mangas y sacudiéndoselas-, y, finalmente, déjeme que le diga una cosa importante. - Me puso las manos en los hombros y añadió en voz baja y solemne: - Aproveche usted esta misma noche para guardarse todos sus efectos de valor fácilmente transportables. No sabe usted ni puede saber lo que le sucederá en lo venidero. Procure, por consiguiente, que no les ocurra nada a los efectos de valor. Considerando completamente inútiles mis esfuerzos para dar a entender a Wemmick mi opinión acerca del particular, no lo intenté siquiera. - Ya es tarde - añadió Wemmick, - y he de marcharme. Si no tiene usted nada más importante que hacer hasta que oscurezca, le aconsejaría que se quedara aquí hasta entonces. Tiene usted el aspecto de estar muy preocupado; pasaría un día muy tranquilo con mi anciano padre, que se levantará en breve, y, además, disfrutará de un poco de… , ¿se acuerda usted del cerdo? - Naturalmente - le dije. - Pues bien, un poco de él. La salchicha que asó usted era suya, y hay que confesar que, desde todos los puntos de vista, era de primera calidad. Pruébelo, aunque no sea más que por el gusto de saborearlo. ¡Adiós, padre! - añadió gritando alegremente. - ¡Está bien, John, está bien! - contestó el anciano desde dentro. Pronto me quedé dormido ante el fuego de Wemmick, y el anciano y yo disfrutamos mutuamente de nuestra compañía, durmiéndonos, de vez en cuando, durante el día. Para comer tuvimos lomo de cerdo y verduras cosechadas en la propiedad, y yo dirigía expresivos movimientos de cabeza al anciano, cuando no lo hacía dando cabezadas a impulsos del sueño. Al oscurecer dejé al viejo preparando el fuego para tostar el pan; y a juzgar por el número de tazas de té, así como por las miradas que mi compañero dirigía hacia las puertecillas que había en la pared, al lado de la chimenea, deduje que esperaba a la señorita Skiffins. ...

En la línea 1534
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... ‑Toma. Y veinte de propina. ¡Mire, mire cuánto dinero! ‑continuó, mostrando a Zamiotof su temblorosa mano, llena de billetes‑. Billetes rojos y azules, veinticinco rublos en billetes. ¿De dónde los he sacado? Y estas ropas nuevas, ¿cómo han llegado a mi poder? Usted sabe muy bien que yo no tenía un kopek. Lo sabe porque ha interrogado a la patrona. De esto no me cabe duda. ¿Verdad que la ha interrogado… ? En fin, basta de charla… ¡Hasta más ver… ! ¡Encantado! ...

En la línea 1724
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Sonia tenía dieciocho años. Era menuda, delgada, rubia y muy bonita; sus azules ojos eran maravillosos. Miraba fijamente el lecho del herido y al sacerdote, sin alientos, como su hermanita, a causa de la carrera. Al fin algunas palabras murmuradas por los curiosos debieron de sacarla de su estupor. Entonces bajó los ojos, cruzó el umbral y se detuvo cerca de la puerta. ...

En la línea 2215
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Mientras hablaba con ella, Raskolnikof la observaba atentamente. Era menuda y delgada, muy delgada, y pálida, de facciones irregulares y un poco angulosas, nariz pequeña y afilada y mentón puntiagudo. No podía decirse que fuera bonita, pero, en compensación, sus azules ojos eran tan límpidos y, al animarse, le daban tal expresión de candor y de bondad, que uno no podía menos de sentirse cautivado. Otro detalle característico de su rostro y de toda ella era que representaba menos edad aún de la que tenía. Parecía una niña, a pesar de sus dieciocho años, infantilidad que se reflejaba, de un modo casi cómico, en algunos de sus gestos. ...

En la línea 2293
del libro Crimen y castigo
del afamado autor Fyodor Mikhailovich Dostoyevsky
... Era un hombre corpulento, que representaba unos cincuenta años y cuya estatura superaba a la normal. Sus anchos y macizos hombros le daban el aspecto de un hombre cargado de espaldas. Iba vestido con una elegancia natural que, como todo su continente, denunciaba al gentilhombre. Llevaba un bonito bastón que resonaba en la acera a cada paso y unos guantes nuevos. Su amplio rostro, de pómulos salientes, tenía una expresión simpática, y su fresca tez evidenciaba que aquel hombre no residía en una ciudad. Sus tupidos cabellos, de un rubio claro, apenas empezaban a encanecer. Su poblada y hendida barba, todavía más clara que sus cabellos; sus azules ojos, de mirada fija y pensativa, y sus rojos labios, indicaban que era un hombre superiormente conservado y que parecía más joven de lo que era en realidad. ...

En la línea 1159
del libro Fantina Los miserables Libro 1
del afamado autor Victor Hugo
... - Cochepaille, tú tienes en el brazo izquierdo una fecha escrita en letras azules con pólvora quemada. Es la fecha del desembarco del emperador en Cannes, el primero de marzo de 1815. Levántate la manga. ...

En la línea 980
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... A la verdad, infundía tristeza en aquellos días de fin de Octubre, el aspecto de Vichy. No eran sino hojas caídas: el Parque, tan animado siempre, se veía solitario; sólo algunos agüistas tardíos, enfermos de veras, paseaban la acera de asfalto, henchida ayer del roce de ricos trajes y del rumor de alegres conversaciones. Nadie se cuidaba ya de recoger y barrer el amarillo tapiz del follaje, porque Vichy, tan peripuesto y adornado en la estación de aguas, se torna desastrado y desaliñado no bien le vuelven la espalda sus elegantes huéspedes de estío. Toda la villa semejaba una inmensa mudanza: de los chalets, desalquilados ya, desaparecían los adornos y balconadas, para evitar que los pudriesen las lluvias; en las calles se amontonaban la cal, el ladrillo para las obras de albañilería, que nadie osaba emprender en verano por no ensuciar las pulcras avenidas. Las tiendas de objetos de lujo iban cerrándose unas tras otras, y dueños y surtido tomaban el rumbo de Niza, Cannes o cualquiera estación invernal semejante. Algunas quedaban rezagadas todavía, y sus escaparates servían de entretenimiento a Lucía y Pilar, cuando esta última salía a sus despaciosos paseos. Entre ellas se señalaba un almacén de curiosidades, antigüedades y objetos de arte, situado casi frente a la famosa Ninfa, y, por consiguiente, a espaldas del Casino. Angosta en extremo la tienda, apenas podía encerrar el maremágnum de objetos apiñados en ella, que se desbordaban, hasta invadir la acera. Daba gusto revolver por aquellos rincones escudriñar aquí y acullá, hacer a cada instante descubrimientos nuevos y peregrinos. Los dueños del baratillo, ociosos casi todo el día, se prestaban a ello de buen grado. Erase una pareja; él, bohemio del Rastro, ojos soñolientos, raído levitín, corbata rota, semejante a una curiosidad más, a algún mueble usado y desvencijado; ella, rubia, flaca, ondulante, ágil como una zapaquilda de desván, al deslizarse entre los objetos preciosos amontonados hasta el techo. Miraban Lucía y Pilar muy entretenidas la heteróclita mescolanza. En el centro de la tienda se pavoneaba un soberbio velador de porcelana de Sévres y bronce dorado. El medallón principal ofrecía esmaltada, sobre un fondo de ese azul especial de la pasta tierna, la cara ancha, bonachona y tristota de Luis XVI; en torno, un círculo de medallones más chicos, presentaba las gentiles cabezas de las damas de la corte del rey guillotinado; unas empolvado el pelo, con grandes cestos de flores rematando el edificio colosal del peinado, otras con negras capuchas de encaje anudadas bajo la barbilla; todas impúdicamente descotadas, todas risueñas y compuestas, con fresquísima tez y labios de carmín. Si Lucía y Pilar estuviesen fuertes en Historia, ¡a cuánta meditación convidaba la vista de tanto ebúrneo cuello, ornado de collares de diamantes o de estrechas cintas de terciopelo, y probablemente segado más tarde por la cuchilla; ni más ni menos, que el pescuezo del rey que presidía melancólicamente aquella corte! La cerámica era el primor de la colección. Había cantidad de muñequitos de Sajonia, de colores suaves, puros y delicados, como las nubes que el alba pinta; rosados cupidillos, atravesando entre haces de flores azul celeste; pastoras blancas como la leche y rubias como unas candelas, apacentando corderillos atados con lazos carmesíes; zagales y zagalas que amorosamente se requestaban entre sotillos verdegay, sembrados de rosas; violinistas que empuñaban el arco remilgadamente, adelantando la pierna derecha para danzar un paso de minueto; ramilleteras que sonreían como papanatas, señalando hacia el canasto de flores que llevaban en el brazo izquierdo. Próximos a estos caprichos galantes y afeminados, los raros productos del arte asiático proyectaban sus siluetas extrañas y deformes, semejantes a ídolos de un bárbaro culto; por los panzudos tibores, cubiertos de una vegetación de hojas amarillas y flores moradas o color de fuego, cruzaban bandadas de pajarracos estrafalarios, o serpenteaban monstruosos reptiles; del fondo obscuro de los vasos tabicados surgían escenas fantásticas, ríos verdes corriendo sobre un lecho de ocre, kioscos de laca purpúrea con campanillas de oro, mandarines de hopalanda recta y charra, bigotes lacios y péndulos, ojos oblicuos y cabeza de calabacín. Las mayólicas y los platos de Palissy parecían trozos de un bajo fondo submarino, jirones de algún hondo arrecife, o del lecho viscoso de un río; allí entre las algas y fucus resbalaba la anguila reluciente y glutinosa, se abría la valva acanalada de la almeja, coleteaba el besugo plateado, enderezaba su cono de ágata el caracol, levantaba la rana sus ojos fríos, y corría de lado el tenazudo cangrejo, parecido a negro arañón. Había una fuente en que Galatea se recostaba sobre las olas, y sus corceles azules como el mar sacaban los pies palmeados, mientras algunos tritones soplaban, hinchados los carrillos, en la retuerta bocina. Amén de las porcelanas, había piezas de argentería antigua y pesada, de esas que se legan de padres a hijos en los honrados hogares de provincia: monumentales salvillas, anchas bandejas, soperones rematados en macizas alcachofas; había cofres de madera embutidos de nácar y marfil, arquillas de hierro labradas como una filigrana, tanques de loza con aro de metal, de formas patriarcales, que recordaban los bebedores de cerveza que inmortalizó el arte flamenco. Pilar se embobaba especialmente con las copas de ágata que servían de joyeros, con las alhajas de distintas épocas, entre las cuales había desde el amuleto de la dama romana hasta el collar, de pedrería contrahecha y finos esmaltes, de la época de María Antonieta; pero Lucía se enamoró sobre todo de los objetos de iglesia, que despertaban el sentimiento religioso, tan hecho para conmover su alma sincera y vehemente. Dos Apóstoles, alzado el dedo al cielo en grave actitud se destacaban, fileteados de latón los contornos, sobre dos cristales de colores, arrancados sin duda de la ojiva de algún desmantelado monasterio. En un tríptico de rancio y acaramelado marfil, aparecía Eva, magra y desnuda, ofreciendo a Adán la manzana funesta, y la Virgen, en los misterios de su Anunciación y Ascensión; todo trabajado incorrectamente, con ese candor divino del primitivo arte hierático, de los siglos de fe. A despecho de la rudeza del diseño, gustaba a Lucía la figura de la Virgen, la modestia de sus ojos bajos, la mística idealidad de su actitud. Si poseyese una cantidad crecida de dinero, a buen seguro que la daría por un Cristo que andaba confundido entre otras curiosidades, en el baratillo. Era de marfil también, y todo de una pieza, menos los brazos; y clavado en rica cruz de concha, agonizaba con dolorosa verdad, encogidos músculos y nervios en una contracción suprema. Tres clavos de diamante trucidaban sus manos y pies. Lucía le rezaba todos los días un padrenuestro, y aun solía besar sus rodillas, cuando no la miraba nadie. ...

En la línea 1060
del libro Un viaje de novios
del afamado autor Emilia Pardo Bazán
... Mientras de tal suerte espantaban Perico y Miranda el mal humor, a Pilar se le deshacía el pulmón que le restaba, paulatinamente, como se deshace una tabla roída por la carcoma. No empeoraba, porque ya no podía estar peor, y su vivir, más que vida, era agonía lenta, no muy penosa, amargándola solamente unas crisis de tos que traían a la garganta las flemas del pulmón deshecho, amenazando ahogar a la enferma. Estaba allí la vida como el resto de llama en el pábilo consumido casi: el menor movimiento, un poco de aire, bastan para extinguirlo del todo. Se había determinado la afonía parcial y apenas lograba hablar, y sólo en voz muy queda y sorda, como la que pudiese emitir un tambor rehenchido de algodón en rama. Apoderábanse de ella somnolencias tenaces, largas; modorras profundas, en que todo su organismo, sumido en atonía vaga, remedaba y presentía el descanso final de la tumba. Cerrados los ojos, inmóvil el cuerpo, juntos los pies ya como en el ataúd, quedábase horas y horas sobre la cama, sin dar otra señal de vida que la leve y sibilante respiración. Eran las horas meridianas aquellas en que preferentemente la atacaba el sueño comático, y la enfermera, que nada podía hacer sino dejarla reposar, y a quien abrumaba la espesa atmósfera del cuarto, impregnada de emanaciones de medicinas y de vahos de sudor, átomos de aquel ser humano que se deshacía, salía al balconcillo, bajaba las escaleras que conducían al jardín, y aprovechando la sombra del desmedrado plátano, se pasaba allí las horas muertas cosiendo o haciendo crochet. Su labor y dechado consistía en camisitas microscópicas, baberos no mayores, pañales festoneados pulcramente. En faena tan secreta y dulce íbanse sin sentir las tardes; y alguna que otra vez la aguja se escapaba de los ágiles dedos, y el silencio, el retiro, la serenidad del cielo, el murmurio blando de los magros arbolillos, inducían a la laboriosa costurera a algún contemplativo arrobo. El sol lanzaba al través del follaje dardos de oro sobre la arena de las calles; el frío era seco y benigno a aquellas horas; las tres paredes del hotel y de la casa de Artegui formaban una como natural estufa, recogiendo todo el calor solar y arrojándolo sobre el jardín. La verja, que cerraba el cuadrilátero, caía a la calle de Rívoli, y al través de sus hierros se veían pasar, envueltas en las azules neblinas de la tarde, estrechas berlinas, ligeras victorias, landós que corrían al brioso trote de sus preciados troncos, jinetes que de lejos semejaban marionetas y peones que parecían chinescas sombras. En lontananza brillaba a veces el acero de un estribo, el color de un traje o de una librea, el rápido girar de los barnizados rayos de una rueda. Lucía observaba las diferencias de los caballos. Habíalos normandos, poderosos de anca, fuertes de cuello, lucios de piel, pausados en el manoteo, que arrastraban a un tiempo pujante y suavemente las anchas carretelas; habíalos ingleses, cuellilargos, desgarbados y elegantísimos, que trotaban con la precisión de maravillosos autómatas; árabes, de ojos que echaban fuego, fosas nasales impacientes y dilatadas, cascos bruñidos, seca piel y enjutos riñones; españoles, aunque pocos, de opulenta crin, soberbios pechos, lomos anchos y manos corveteadoras y levantiscas. Al ir cayendo el sol se distinguían los coches a lo lejos por la móvil centella de sus faroles; pero confundidos ya colores y formas, cansábanse los ojos de Lucía en seguirlos, y con renovada melancolía se posaban en el mezquino y ético jardín. A veces turbaba su soledad en él, no viajero ni viajera alguna, que los que vienen a París no suelen pasarse la tarde haciendo labor bajo un plátano, sino el mismísimo Sardiola en persona, que so pretexto de acudir con una regadera de agua a las plantas, de arrancar alguna mala hierba, o de igualar un poco la arena con el rodezno, echaba párrafos largos con su meditabunda compatriota. Ello es que nunca les faltó conversación. Los ojos de Lucía no eran menos incansables en preguntar que solícita en responder la lengua de Sardiola. Jamás se describieron con tal lujo de pormenores cosas en rigor muy insignificantes. Lucía estaba ya al corriente de las rarezas, gustos e ideas especiales de Artegui, conociendo su carácter y los hechos de su vida, que nada ofrecían de particular. Acaso maravillará al lector, que tan enterado anduviese Sardiola de lo concerniente a aquel a quien sólo trató breve tiempo; pero es de advertir que el vasco era de un lugar bien próximo al solar de los Arteguis, y familiar amigo de la vieja ama de leche, única que ahora cuidaba de la casa solitaria. En su endiablado dialecto platicaban largo y tendido los dos, y la pobre mujer no sabía sino contar gracias de su criatura, que oía Sardiola tan embelesado como si él también hubiese ejercido el oficio nada varonil de Engracia. Por tal conducto vino Lucía a saber al dedillo los ápices más menudos del genio y condición de Ignacio; su infancia melancólica y callada siempre, su misántropa juventud, y otras muchas cosas relativas a sus padres, familia y hacienda. ¿Será cierto que a veces se complace el Destino en que por extraña manera, por sendas torturosas, se encuentren dos existencias, y se tropiecen a cada paso e influyan la una en la otra, sin causa ni razón para ello? ¿Será verdad que así como hay hilos de simpatía que los enlazan, hay otro hilo oculto en los hechos, que al fin las aproxima en la esfera material y tangible? ...

En la línea 36
del libro Julio Verne
del afamado autor La vuelta al mundo en 80 días
... Picaporte no era, por cierto, uno de esos Frontines o Mascarillos, que, altos los hombros y la cabeza, descarado y seco al mirar, no son más que unos bellacos insolentes; no. Picaporte era un guapo chico de amable fisonomía y labios salientes, dispuesto siempre a saborear o a acariciar; un ser apacible y servicial, con una de esas cabezas redondas y bonachonas que siempre gusta encontrar en los hombros de un amigo. Tenía azules los ojos, animado el color, la cara suficientemente gruesa para que pudieran verse sus mismos pómulos, ancho el pecho, fuertes las caderas, vigorosa la musculatura, y con una fuerza hercúlea que los ejercicios de su juventud habían desarrollado admirablemente. Sus cabellos castaños estaban algo enredados. Si los antiguos escultores conocían dieciocho modos distintos de arreglar la cabeza de Minerva, Picaporte, para componer la suya, sólo conocía uno: con tres pases de batidor estaba peinado. ...


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